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Polígonos, monasterios y mezquitas

Si no hay transparencia y consenso en lo que puede llegar a constituir un riesgo, el conflicto está servido

¡Qué cosas tiene la vida! A los recientes conflictos derivados de la posible instalación de mezquitas en polígonos industriales (Lleida, Torroella de Montgrí) se une ahora otro conflicto derivado de la posible instalación de un polígono industrial junto a la montaña y el monasterio de Montserrat. Es como si el destino eterno de los equipamientos religiosos y los industriales fuera compartir ubicación. Lo más novedoso, por llamativo, sin embargo, en este caso, es el formato mediático bajo el que el que se presenta el conflicto: un anuncio publicitario. Es en situaciones así –cuando los medios se hacen eco de este tipo de fenómenos– cuando una no deja de sorprenderse y preguntarse hasta qué punto la gobernanza de riesgos continúa siendo la asignatura pendiente de nuestras administraciones.

A SABIENDAS de lo ya ocurrido en otros campos no exentos de conflicto (ubicación de antenas de telefonía móvil, instalación de mezquitas, organismos genéticamente modificados, energía nuclear…), la ficción, esta vez, supera a la realidad al convertir en anuncio publicitario un suceso que, por su naturaleza, debería requerir otro tipo de tratamiento mediático. Así, con lo que pueda suceder en Collbató se nos antojan dos aspectos a destacar: el papel de la comunicación del riesgo y su percepción, esto es, cómo percibe esta información la ciudadanía.
El primer aspecto (la comunicación) implica atender, en lo que nos ocupa, a tres niveles de responsabilidad: la cívica, de los agentes sociales implicados (por la información que publicitan); la política, de los representantes electos (por no disponer de sistemas de gobernanza de ca- rácter preventivo y, por tanto, previos a esta publicidad), y la profesional del medio de comunicación (por aceptar convertir en publicidad de pago elementos de información general que debieran ser contrastados de forma previa). Desde este triángulo, las preguntas que nos acechan son: ¿qué información debe ser transmitida?, ¿qué grado o nivel de certidumbre y/o veracidad es esperable y/o deseable antes de comunicar un potencial riesgo?, ¿qué roles o límites gubernamentales son apropiados en el control y la comunicación sobre potenciales riesgos?, y, por último, ¿cómo debe autorregularse el medio transmisor para no desequilibrar la balanza, aun en contra de sus intereses económicos? Todo ello no es baladí en la medida en que la comunicación del riesgo compromete, más allá de la simple transmisión de información, una extensa variedad de públicos: los científicos, los profesionales, los activistas, los periodistas, los técnicos… Así, los potenciales conflictos y las controversias sociales no solo se sitúan en la esfera tecnológica de la gestión de riesgos, sino también en los procedimientos usados por los distintos actores sociales para construir previamente esos riesgos. Quede claro, sin embargo, que todo ello no es óbice para atender a la obligación de comunicar, pues no solo satisface las preocupaciones públicas en relación con algunas actividades percibidas como peligrosas, sino que favorece también un movimiento a largo plazo a favor de la participación pública en la toma de decisiones (logro deseable para cualquier sociedad democrática).
El segundo aspecto, la percepción del riesgo que se encarna en un complejo sistema de creencias, de valores e ideales que constituyen una cultura genérica y se manifiestan en una cultura del riesgo. Así, las personas, en función de las formas de organización social a las que pertenecen están más o menos predispuestas a percibir los riesgos y los peligros de cierta manera y a obrar en consecuencia. Es precisamente la definición de lo que constituye o no un riesgo lo que puede devenir un indicador de los fallos existentes en las relaciones políticas y sociales, de voces discordantes y de delegación de culpas y responsabilidades. Si los procesos de definición de riesgos no respetan las reglas de la transparencia y el consenso en lo que puede llegar a constituir o no un riesgo, el conflicto está servido. Y es que una de las claves para la comunicación del riesgo reside no solo en la calidad de la comunicación sino también en la percepción del riesgo mismo. Ignorar este factor conduce a la creación de un fenómeno de autismo social respecto del riesgo, a pesar de los esfuerzos de los actores por hacerse comprender.

POR OTRO LADO, la comunicación, para ser eficaz, requiere de un entorno transparente, capaz de promover un conocimiento consistente para una mejor gobernanza del riesgo. Un proceso comunicativo, para resultar útil, deber suceder en un entorno participativo que, por transparente, incremente la confianza de quienes lo fomentan.
Es precisamente en este punto, cuando –como en Collbató– la comunicación deviene publicidad no contrastada y, por tanto, menos transparente y objetiva, cuando la percepción se basa en creencias preconstituidas que van a acabar construyendo socialmente un riesgo donde y como no debería; o qui- zá sí. Aunque, en todo caso, todo ello debiera resultar de un proceso de gobernanza del riesgo gestionado por nuestras administraciones y no por los casuales hados del destino que anuncian, previo pago en la prensa, catástrofes como la mezcla de mezquitas, monasterios y polígonos industriales.

*Centre de Recerca en Governança del Risc (UOC-UAB)

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