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Perdiendo mi religión. Losing My Religion

Traducción literal: “Perdiendo mi religión. La canción trata sobre la obsesión, no sobre la religión. Su traducción más correcta sería: llegando al límite de la paciencia. Esta canción está interpretada por el extraordinario grupo de rock R.E.M., originario de Athens (Georgia, Estados Unidos). Se lanzó el 19 de febrero de 1991 en los Estados Unidos como el principal sencillo de su álbum venidero Out of Time. Aclamada por la crítica, la canción se convirtió en el mayor éxito de la banda en Estados Unidos, alcanzando el número 4 en el Billboard Hot 100. Con ella la popularidad del grupo de extendió mucho más allá de sus entonces reducidos limites. Fue nominada a varios premios Grammy, ganando dos: en mejor interpretación pop de un dúo o grupo con vocalista y mejor video musical corto, cuya emisión en Music Television (MTV) fue criticada duramente por la Iglesia Católica. No se  pierdan el  contagioso “riff” de mandolina de inicio.
 
Perdiendo mi religión. En realidad, como ya he comentado en este blog (véase: “Lo que creo”), yo no me considero católico, ni siquiera religioso. Aunque acepto sin problemas que pertenezco a una sociedad culturalmente católica. Tampoco tengo reparos para convivir con prácticas y ritos como los funerales, las bodas, los bautizos, etc. Ni verán en mí un combatiente contra las procesiones que estos días ocupan las calles de la mayoría de nuestras ciudades, causando no pocos inconvenientes y gozando de privilegios impensables a otras religiones.
 
Es más, desde un punto de vista estético, las procesiones son manifestaciones que a veces resultan  atractivas para muchos, creyentes o no. Puede ser la ocasión de acercarse a un dominio del arte en el que España brilla con luz propia. La imaginería española en sus diferentes escuelas cuenta con innumerables artistas vivos y muertos, entre los cuales se encuentran algunos de los maestros más relevantes de la historia de la talla en madera. La escuela castellana con el francés Juan de Juni, Alonso Berruguete y Gregorio Fernández; la sevillana con Juan Martínez Montañés y Juan de Mesa; la cordobesa con Alonso Gómez de Sandoval; la granadina con Alonso Cano; la murciana con Salzillo; y también, la canaria con José Luján Pérez.
 
A este bello y rico patrimonio, se añade los no menos valiosos pasos o tronos que portan las imágenes, obras de anónimos artistas del trabajo en madera o de orfebres; los mantos de las vírgenes bordados con manos infinitamente pacientes y  hábiles; las impolutas túnicas de los nazarenos hechas con los  más nobles tejidos; los riquísimos adornos florales y un largo etcétera de diversos ornamentos procesionales que las cofradías han ido reuniendo desde hace siglos. Es casi imposible no rendirse ante semejante  espectáculo. Yo lo disfruto, porque ahora soy parte del “público” que como la gran mayoría de gente que presencia los desfiles aprecia lo que se le ofrece; disfrutamos por igual ante la exhibición artesana de Las Fallas o el  bellísimo colorido de la Feria de Abril de Sevilla. Y podemos también  disfrutar el Jueves Santo con la visita a los “monumentos”, cuando se abren todos los templos para adorar al Santísimo. Ocasión inmejorable para visitar lugares que en muchos casos permanecen cerrados el resto del año. Siendo de Toledo, no existe alternativa mejor a una tarde de jueves que  recorrer una formidable colección de tesoros normalmente inaccesibles.
 
Pero el lujo y los carísimos elementos de los desfiles procesionales tenían otro objetivo. El observador no era un “publico”. Las personas eran fieles a los que había que impresionar.  Como casi todo en la vida, los factores presentes en cualquier manifestación social se relacionan dialécticamente (ese bellísimo concepto para el análisis social de Carlos Marx, del que todos opinan y al que casi nadie ha leído). Aquí no se sabe que es antes, si los fieles acogotados ante semejante despliegue suntuario; ante imágenes siempre dolientes o sangrantes, o la Iglesia Católica que se sirve del fenómeno para reiterar una y  otra vez el mensaje de que somos pecadores y la vida un valle de lágrimas.  El efecto es que fieles e Iglesia se retroalimentan mutuamente sin solución de continuidad. Los primeros terminan creyendo en el valor de la sangre y el sufrimiento como único camino de salvación y obtención de favores del “Altísimo”, la segunda, más culpable, aprovechándose de ese sentimiento para mantener a la parroquia sometida.
 
Nada es casual. Es la forma que en el mundo católico tomó la reacción del Concilio de Trento a la Reforma protestante. Si  para Lutero era motivo de escándalo la implacable e inmoral  extorsión en forma del pago de indulgencias para financiar San Pedro de Roma, la Contrarreforma hace  que los católicos tomen ración doble de lo mismo. El Barroco subsiguiente no es sino la exhibición colosal del inmenso poder terrenal para que fuera interiorizado por los fieles como el correlato de la Omnipotencia Divina. Vayan a Roma. Visiten el “Gesú” o Santa María de Aracoeli. Notarán como encojen ante semejante poderío. 
 
Así nos ha ido. En el otro lado –los protestantes- la religión llevo a otras formas. Max Weber[1] en su majestuosa obra “La ética protestante y el espíritu del capitalismo” demostró a quien tenga la curiosidad de leerla, que lo decisivo en el mundo occidental –protestante- ha sido el intento de convertir el beneficio en ethos. En cambio en otras sociedades, como la nuestra, la persecución del beneficio se vio como un acto motivado por la avaricia y por tanto moralmente sospechoso. El protestantismo logró con éxito convertir la búsqueda de beneficios en una cruzada moral. Apoyando ese sistema moral se llegó a la expansión sin precedentes de la búsqueda del provecho y, en última instancia, al sistema capitalista. Pero no deduzcamos apresuradamente que todo él sea bueno. Ya me ocuparé en otro post del asunto. Lo relevante, por el momento,  es saber que en un lado se llegó al progreso  (y a más cosas) y en el  otro al ancestral retraso que padecemos.
 
Y España además, por un lado el rey Carlos, más quinto del Imperio, que primero de España; obsesivo combatiente sin éxito contra la Reforma protestante; convertido en un autentico manirroto, vació las arcas de Castilla y se gastó de forma irresponsable la plata americana e hipotecó el futuro del país dejándola en manos de los banqueros Fugger de Augsburgo; por otra, dominicos y jesuitas, inquisición y doctrina, fueron los ejércitos católicos que preservaron la fe católica entre nosotros.
 
Veo estupefacto en el telediario los “empalaos” de Valverde de la Vera (Cáceres);  las crucifixiones reales de Pampanga (Islas filipinas)  el Domingo de Ramos;  los once disciplinantes, más conocidos como "picaos", que se flagelan  hasta sangrar el Jueves Santo por las angostas calles de San Vicente de la Sonsierra (La Rioja) o como azules y blancos se increpan mutuamente en Lorca en la “defensa” de su “virgen” y donde tiene lugar el mayor espectáculo del mundo que circo alguno pueda emular. Todos actos llamados de “fe y penitencia”; todos convertidos en ancestrales ritos de la Semana Santa y presenciados como “bienes culturales de interés turístico” por espectadores atónitos que acuden a ellos reclamados por singulares campañas publicitarias pagadas por las instituciones turísticas públicas. Como ven nada es gratis.
 
Es interesante leer[2] a Miguel Ángel Aguilar hablando sobre Jürgen Habermas[3]. “Éste se viene aplicando a repensar la relación entre la teoría social y la teoría de la secularización, y a desacoplar la teoría de la modernidad de la teoría de la secularización. Reconoce nuestro autor que la secularización del poder del Estado es el núcleo duro de este proceso, entendido como un decisivo logro liberal que no debería perderse en la disputa entre las religiones del mundo. A su entender, la progresiva desintegración de la piedad popular tradicional es un fenómeno que "ha dado origen a dos formas modernas de conciencia religiosa. Por un lado, un fundamentalismo que o se aparta del mundo moderno o se vuelve hacia él de una forma agresiva; por otro, una fe reflexiva que se relaciona con otras religiones y que respeta las conclusiones falibles de las ciencias institucionalizadas, así como los derechos humanos". Pero las sociedades modernas se encuentran con la persistencia de grupos religiosos cuyas tradiciones siguen siendo relevantes, aunque las sociedades mismas estén en gran parte secularizadas. Claro que para él "las religiones no sobreviven sin las actividades culturales de una congregación" y ahí radica precisamente su característica más exclusiva”. Por ejemplo la Semana (santa o no) de Sevilla. 
 
Yo desdeño el fondo de todo. Con sangre y sin ella.  Fue una de las causas por las que empecé a ir “perdiendo mi religión”. Me quedo con lo que tiene de arte y espectáculo. En el mejor de los casos me conmueve la belleza, pero puedo vivir perfectamente sin procesiones, en las que solo encuentro una forma de expresión artística. Si fuera creyente estaría próximo al genial Antonio Machado:
 
 
Oh, la saeta, el cantar/ al Cristo de los gitanos,/ siempre con sangre en las manos,/ siempre por desenclavar!/ ¡Cantar del pueblo andaluz,/ que todas las primaveras/ anda pidiendo escaleras/ para subir a la cruz!/ ¡Cantar de la tierra mía,/ que echa flores/ al Jesús de la agonía,/ y es la fe de mis mayores!/¡Oh, no eres tú mi cantar!/ ¡No puedo cantar, ni quiero/ a ese Jesús del madero,/ sino al que anduvo en el mar!
 

 


[1]Weber, Max: La ética protestante y el espíritu del protestantismo. Barcelona: Ediciones Península, 1977.
[3] West, C., Taylor, Ch., Butler, J.P. y Habermas, J: El poder de la religión en la esfera pública. Madrid: Editorial Trotta, 2011
 
 

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