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Otra asignatura pendiente

Me parece muy bien que el Ministerio de Asuntos Exteriores haya preparado un dossier titulado Por la convivencia democrática, destinado a facilitar a nuestras sedes diplomáticas un argumentario que sirva como réplica a la activa, si bien no demasiado fructuosa, propaganda del nacionalismo catalán en Europa. Es un trabajo que puede resultar sin duda útil. Pero ante su mismo título o el de algunos de sus apartados (Sobre la lealtad a los ciudadanos y a las instituciones, Por la concordia frente a la voluntad de no convivir: exigencias de la ética cívica, etc…) me pregunto si ahora el Gobierno no estará por fin echando de menos la asignatura de Educación para la Ciudadanía que ha eliminado del bachillerato para complacer a la clerigonza más reaccionaria. Claro que tampoco resultan más fiables quienes como los socialistas la reclamaron indignados para luego demostrar diariamente en Cataluña o el País Vasco que no la han estudiado muy a fondo. A no ser que sea una sutil estrategia para ejemplarizar los estragos que causa su ausencia…

Más allá de los argumentos históricos o económicos que el informe aporta frente al nacionalismo catalán, quienes padecemos la enfermedad filosófica echamos de menos la elucidación de la cuestión de fondo: en qué consiste la ciudadanía misma. Porque desespera ver que en la disputa actual los protagonistas siguen siendo Cataluña, Andalucía, Euskadi y demás territorios, con sus agravios o exigencias, pero nunca los ciudadanos con los derechos y deberes que los configuran como tales. Es la confusión entre pertenencia (prepolítica, acrítica, sentimental e intelectualmente irrefutable) y la participación, basada en derechos y leyes, en acuerdos institucionales y en la deliberación de cada cual. O si prefieren entre "identidad", que es una construcción esencialista a base de rasgos culturales o folklóricos, y "ciudadanía", que es la titularidad del ejercicio democrático moderno para la que no cuentan particularismos previos religiosos, raciales o regionales.

Lo aclara muy bien un filósofo, el profesor Ramón Rodríguez, en su artículo ¿Justicia o privilegio? (El Confidencial, 9 de febrero): “Se es sujeto de derechos precisamente como un cualquiera, como un don Nadie, por eso la justicia ha de ser ciega y por eso la ley es igual para todos. Pero el resultado inevitable al que tiende la política nacionalista de la identidad es a introducir diferencias en ese nivel básico de la ciudadanía, haciendo que la identidad actúe como un filtro de la condición ciudadana, que establece condiciones y aporta beneficios en virtud de la pertenencia a ella”. Por eso el imprescindible laicismo democrático no consiste sólo en separar al Estado de las iglesias, sino en desligar a la ciudadanía de todo condicionamiento prepolítico (para que nuestra Constitución fuese realmente laica deberían suprimirse los "derechos históricos", algo que no suelen proponer la mayoría de quienes piden reformarla). Y ello no para abolir las diferencias identitarias, sino para que cada ciudadano pueda fraguarse su propia identidad única como desee dentro de leyes compartidas que no reconocen ninguna como condicionamiento político. Me temo que esto se entiende tan mal en Europa como en España, por eso seguimos tan lejos de conseguir una ciudadanía europea. Y de que pueda haber efectivamente una justicia universal, para qué voy a contarles.

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