“Nada es irremediable”, señala el lingüista, pensador y activista social.
El Partido Republicano de hoy en día constituye una fuerza extremista que ya no cumple con los requisitos de un partido político en la corriente principal, y a buen seguro ya no se encuentra interesado en participar en la política “normal”. De hecho, el GOP [Grand Old Party, apelativo histórico habitual del Partido Republicano] de hoy se ciñe tanto a creencias extremas e irracionales que hasta los partidos y movimientos de la extrema derecha en Europa, entre ellos el Rassemblement National de Marine Le Pen, parecen convencionales por comparación.
La identidad política del GOP se ha visto drásticamente configurada por el expresidente Donald Trump, pero esas movimientos recientes no habrían sido posibles si no hubiera ya toda una serie de grupos que recorren la sociedad y la cultura norteamericanas (entre ellos, supremacistas blancos, cristianos evangélicos derechistas y activistas de la Segunda Enmienda [sobre el derecho a portar armas de fuego], por no mencionar más que a unos pocos) que han abrazado puntos de vista extremistas y “proto-fascistas” sobre la forma en que debería gobernarse el país y los valores que debería mantener. Para ellos, Trump era y sigue siendo la “gran esperanza blanca”. En este contexto, la base de votantes de Trump — que sigue creyendo en la idea de que les han robado las elecciones y apoya el GOP dirigido por Trump para extirpar la teoría crítica de la raza de los colegios y restringir el derecho al voto — lo dice todo sobre la naturaleza antidemocrática y amenazadora del GOP de hoy.
En la entrevista que sigue [a cargo, como es habitual en la revista Truthout, de su fiel interlocutor C. J. Polychroniou], Noam Chomsky, universalmente renombrado como activista e intelectual académico, explica lo que le ha sucedido al Partido Republicano y por qué está en juego algo más incluso que la democracia si las fuerzas “proto-fascistas” inspiradas por Trump regresan al poder.
En el curso de las últimas décadas, el Partido Republicano ha experimentado una serie de transformaciones ideológicas: del conservadurismo tradicional al reaccionarismo y, por último, a lo que podemos definir como “proto-fascismo”, en el que lo irracional se ha convertido en la fuerza impulsora. ¿Cómo explicamos lo que le ha ocurrido al GOP?
Tu denominación “proto-fascismo neoliberal” me parece una caracterización bastante precisa de la actual organización política … dudo en llamarla “Partido”, habida cuenta de que podría sugerir que tuvieran algún interés en participar honestamente en la política parlamentaria normal. Más adecuado, me parece, es el juicio de de los analistas políticos del American Enterprise Institute, Thomas Mann y Norman Ornstein, de que el moderno Partido Republicano se ha transformado en una “insurgencia radical” que desdeña la participación democrática. Y eso fue antes de los martillazos de Trump-McConnell de los últimos años, que remachan la conclusion con mayor fuerza.
El término “proto-fascismo neoliberal” capta bien tanto los rasgos del actual partido como la diferenciación con el fascismo del pasado. El compromiso con la forma más brutal de neoliberalismo es evidente en el historial legislativo, y de manera crucial en la subordinación del Partido al capital privado, a la inversa del fascismo clásico. Pero los síntomas fascistas están ahí, entre ellos el racismo extremo, la violencia, el culto al líder (enviado por Dios, según el exsecretario de Estado Mike Pompeo), la inmersión en un mundo de “hechos alternativos” y un frenesí de irracionalidad. Y también de otras maneras, como en los extraordinarios esfuerzos en los estados en manos de los republicanos para suprimir la enseñanza en los colegios que no se adapte a sus doctrinas de supremacismo blanco.
Se está promulgando una legislación que prohíba la enseñanza de la “teoría crítica de la raza”, el nuevo demonio, que substituye al comunismo y al terror islámico como plaga de la era moderna. La “teoría crítica de la raza” es la frase espantajo utilizada para el estudio de los factores estructurales y culturales sistemáticos en una horrenda historia, a lo largo de cuatrocientos años, de esclavitud y perdurable represión racista. El adoctrinamiento adecuado debe prohibir esta herejía. Lo que sucedió durante cuatrocientos años y está hoy bien vivo debe presentarse a los estudiantes como una desviación de la verdadera Norteamérica, pura e inocente, en buena medida como en los estados totalitarios bien manejados.
Lo que está ausente en el “protofascismo” es la ideología: el control estatal del orden social, incluyendo a las clases empresariales, y control del Estado en manos del Partido con el líder máximo al mando. Eso podría cambiar. La industria y las finanzas alemanas pensaron en un principio que podían doblegar a los trabajadores y la izquierda, a la vez que continuaban al mando. Aprendieron que lo que pasó fue otra cosa. La actual escisión entre el liderazgo empresarial más tradicional y el partido dirigido por Trump sugiere algo similar, pero sólo de modo remoto. Estamos lejos de las condiciones que llevaron a Mussolini, Hitler y sus secuaces.
Por lo que respecta a la fuerza impulsora de la irracionalidad, los hechos son ineludibles y deberían causar honda inquietud. Aunque no podemos concederle a Trump todo el mérito de ese logro, desde luego ha mostrado una gran habilidad a la hora de llevar a cabo una tarea que suponía un desafío: poner en práctica medidas políticas en beneficio de su electorado de gran opulencia y poder empresarial, a la vez que engañaba a las víctimas para que le venerasen como a su salvador. No es un logro baladí, e inducir una atmósfera de absoluta irracionalidad ha constituido un instrumento primordial, un requisito previo en la práctica.
Tendríamos que distinguir entre la base de votantes, hoy en día mayormente en manos de Trump, del escalón político (el Congreso), y distinguir ambos de una élite más tenebrosa que dirige realmente el Partido, McConnell y asociados.
Las actitudes entre la base de los votantes son verdaderamente siniestras. Eso, dejando aparte el hecho de que una gran mayoría de votantes de Trump cree que las elecciones fueron un robo. La mayoría cree también que “El tradicional modo de vida norteamericano está desapareciendo tan rápidamente que puede que tengamos que recurrir a la fuerza para salvarlo” y un 40 % adopta una posición más contundente: “si los dirigentes electos no protegen a Norteamérica, lo tendrá que hacer la gente misma, aunque requiera acciones violentas”. No resulta, quizás, sorprendente, cuando se informa de que una cuarta parte de los republicanos creen que “el mundo del gobierno, el de los medios de comunicación y el financiero están controlados en los EE.UU. por un grupo de pederastas que rinden culto a Satán y dirigen una red de tráfico global de niños”.
En el fondo hay preocupaciones más realistas sobre la desaparición del “tradicional modo de vida norteamericano”: un mundo supremacista blanco en el que los negros “saben cuál es su lugar” y no hay contagios de “anormales” que pidan derechos para los gays y otras obscenidades semejantes. Esa forma de vida tradicional desde luego que está desapareciendo.
Hay también elementos de realismo en las diversas teorías de la “gran substitución” que parecen consumir a buena parte de la base de Trump. Dejando aparte los absurdos sobre inmigración y conspiraciones de las élites, basta un simple vistazo a la distribución de nacimientos para mostrar que la dominación blanca va declinando.
Vale la pena recordar también las hondas raíces de esas preocupaciones. Entre los fundadores [de los EE.UU], había dos distinguidas figuras de la Ilustración, una de las cuales tenía la esperanza de que el nuevo país se viera libre de “mancha o mezcla”, roja o negra (Jefferson), mientras que la otra pensaba que a alemanes y suecos quizás se les debiera prohibir la entrada al ser demasiado “atezados” (Franklin). Los mitos de origen anglosajón predominaron a lo largo del siglo XIX. Todo esto aparte del racismo virulento y sus horrendas manifestaciones.
La preocupación por los cultos satánicos ya tiene bastante peligro, pero otras creencias profundamente irracionales son bastante más relevantes. Una de las revelaciones más amenazadoras de los últimos días fue una observación apenas advertida en el último informe de un grupo de la Universidad de Yale que sigue atentamente las actitudes respecto al cambio climático, ese eufemismo para el calentamiento del planeta que acabará con la vida humana organizada, a menos que pueda ponerse pronto bajo control. El informe descubrió que “En el ultimo año se ha producido un brusco descenso en el porcentaje tanto de republicanos liberales/moderados como de republicanos conservadores que creen que debería ser una prioridad del presidente y el Congreso desarrollar fuentes de energía limpia. Las actuales cifras representan un bajón absoluto desde que empezamos a realizar la encuesta en el año 2010”.
Entretanto, todos los días hay noticias que ofrecen información sobre nuevos desastres potenciales: así, por ejemplo, la publicación este 11 de junio de estudios que informan del derrumbe acelerado de un inmenso glaciar antártico que podría elevar el nivel del mar casi 50 centímetros, además de los recordatorios por parte de los científicos que avisan de que “El futuro está todavía abierto al cambio… si la gente hace lo necesario para que cambie”.
No cambiará mientras prevalezcan estas actitudes de las que se informa. A menos que se superen, eso podría suponer una sentencia de muerte si la actual estrategia del Partido Republicano tiene éxito en devolver a los desguazadores al poder. La estrategia es sencilla: sin que importe el daño que se haga al país y a su propia base de votantes, hay que asegurarse de que la administración no pueda hacer nada para poner remedio a graves problemas internos y embestir con una legislación al estilo Jim Crow [conjunto de leyes sureñas posteriors a la Guerra Civil norteamericana destinadas a impedir el voto de la población negra] para bloquear el voto de la gente de color y de los pobres, contando con la aquiescencia del poder judicial que McConnell y Trump han conseguido instalar.
El Partido no es un caso perdido. Los demócratas han contribuido al no conseguir ofrecer una alternativa constructiva que responda a las necesidades y justas aspiraciones de muchos de los que se han sumado en masa a las filas de Trump. Eso puede cambiar. Por ende, están cambiando las actitudes entre los republicanos más jóvenes, e incluso entre los jóvenes evsngélicos, parte central de la base republicana desde los años 70.
Nada es irremediable.
En relación al escalón político, poco podemos decir. Con excepciones marginales, han abandonado cualquier apariencia de integridad. Las actuales votaciones constituyen un indicativo claro: total oposición republicana a medidas a favor de las cuales saben que están sus votantes, con el fin de garantizar que la administración Biden no llegue a nada.
La capitulación más abyecta del escalón político fue la del calentamiento global. En 2008, el candidato republicano a la presidencia, John McCain, tenía una propuesta limitada sobre el clima en su programa, y los republicanos del Congreso estaban considerando una legislación aneja. El conglomerado energético de los Koch [donantes más desmesuradamente opulentos de los republicanos] respondió en bloque y se extinguió toda chispa de independencia. Eso quedó muy en evidencia en las últimas primarias republicanas de 2016, antes de Trump: negación al 100 % de que esté pasando lo que está pasando, o algo peor, afirmando que tal vez sí, pero nosotros vamos de cabeza al desastre sin disculparnos (tal como afirmó John Kasich, a quien por su integridad se honró invitándole a hablar en la Convención Demócrata de 2020).
No se me ocurre ninguna objeción a lo que afirmas, pero me encuentro un poco desconcertado por la insistencia de Biden en tratar de llegar a acuerdos con los republicanos en algunas de las cuestiones de importancia a las que se enfrenta el país. ¿No es una quimera el enfoque bipartidista?
No del todo. El líder de la mayoría demócrata, Chuck Schumer, sí que logró un triunfo del enfoque bipartidista. Abandonando un compromiso anterior con la legislación sobre cambio climático, Schumer se unió al republicano Todd Young para esconder un programa limitado de política industrial dentro de un proyecto de ley de los de “odio a China” que apelaba a sentimientos chovinistas compartidos. Los republicanos se aseguraron de que esos componentes significativos, como la financiación de la National Science Foundation se vieran reducidos. Young celebró ese triunfo declarando que “cuando futuras generaciones de norteamericanos dirijan la vista hacia nuevas fronteras”, no verán allí “plantada una bandera roja”, sino la nuestra, roja, blanca y azul. Qué mejor razón podría haber para revivir la manufactura nacional a la vez que se intenta socavar la economía china…en un momento en el que la cooperación es condición sine qua non de la supervivencia.
Mientras tanto, el Departamento de Defensa de Biden está reorientando recursos y planificación hacia la guerra con China, una forma de locura que apenas recibe atención, analizada con detalle en el Número 1 del Comité por una Política Juiciosa entre EE.UU y China, del 11 de junio de 2021.
Trump ha transformado el Partido Republicano en culto a la personalidad. ¿Es esta la razón por la que los líderes republicanos han bloqueado la creación de una comisión que investigue el asalto del 6 de enero al Capitolio?
Trump ha copado la base de los votantes, pero el escalón político se enfrenta a una disyuntiva. Durante mucho tiempo, la élite del Partido ha sido un club de ricos, indulgente con el poder empresarial más todavía que los demócratas, incluso después de que los demócratas abandonaran a la clase trabajadora en los años 70, convirtiéndose en un partido de Wall Street y los profesionales pudientes. El mundo empresarial estaba dispuesto a tolerar las payasadas de Trump mientras les sirviera lealmente, con cierto disgusto, puesto que manchaba la imagen que proyectan de “grandes empresas con alma”. Pero para sectores de importancia, el 6 de enero [fecha del asalto al Congreso] ya fue demasiado.
Los tipos como McConnell que dirigen el Partido se ven atrapados entre una furiosa base de votantes cautiva de Trump y los dueños de la economía a los que sirven. Una comisión de investigación, de ser honesta en algo, habría agrandado esta grieta, para la que han de encontrar un modo de sutura, si el Partido, tal cual es, ha de sobrevivir. Así que, mejor cancelarla.
Las mentiras, la propaganda y la restricción del derecho al voto se han convertido en los principios de gobierno del GOP de hoy en día. ¿Hasta qué punto van a funcionar en provecho del Partido Republicano y qué repercusiones tendrán en el actual clima político en general y en el futuro de lo que sea que quede de democracia en los EE.UU. en particular?
La estrategia de Trump, enormemente eficaz, de legitimar “hechos alternativos” se basaba en un interminable aluvión de mentiras, pero entre los escombros flotaban una cuantas declaraciones veraces. Una de ellas es que los republicanos no pueden ganar nunca unas elecciones limpias. Eso es un verdadero problema para el club de los ricos. Resulta difícil conseguir votos con el lema: “Te quiero robar. Vótame”. Eso deja sólo unas pocas opciones. Una consiste en impedir que vote la “gente equivocada”. La otra consiste en configurar el programa del Partido de manera que las medidas políticas queden ocultas por las apelaciones a “cuestiones culturales”. Y ambas se han perseguido activamente. Trump les dio a estas prácticas un giro particularmente vulgar, pero no las inventó él.
La actual oleada de legislación republicana al estilo Jim Crow resulta comprensible: La observación que hace Trump es precisa, y es probable que lo sea todavía más en el futuro con los cambios demográficos y la tendencia de los votantes más jóvenes a favorecer la justicia social y los derechos humanos, también entre los republicanos. Esos esfuerzos se han vuelto más factibles después de que el Tribunal [Supremo presidido por] Roberts vaciara la Ley de Derecho al Voto [Voting Rights Act] con la sentencia Shelby de 2013, que “preparó el escenario para una nueva era de hegemonía blanca”, tal como observó correctamente Vann Newkirk.
El desplazamiento de las medidas políticas por las “asuntos culturales” se remonta a la estrategia sureña de Nixon. Cuando los demócratas empezaron a apoyar una tibia legislación de derechos civiles, Nixon y sus asesores se dieron cuenta de que podia desviar el voto del Sur hacia los republicanos con apelaciones racistas, apenas disfrazadas.
Con Reagan había poco disimulo; la retórica y las prácticas racistas le salían de forma natural. Paul Weyrich, estratega nacionalista cristiano, convenció fácilmente a la dirección política de que, abandonando sus anteriores posiciones “pro-choice” [proabortistas] y pretendiendo oponerse al aborto, podían recoger el voto católico del Norte y el voto evangélico de reciente politización. A la mezcla se le sumó pronto la afición a las armas, que ahora llega a inquietantes absurdos como la reciente decisión que revoca la prohibición de los fusiles de asalto en California, de[l juez Roger] Benítez, fusiles, que son, al fin y al cabo, no muy diferentes de las navajas del ejército suizo [de acuerdo con Benítez]. Trump le añadió algo más a la mezcla. Como sus colegas demagogos de Europa, entendió bien que se puede utilizar a los refugiados para azuzar pasiones y miedos xenófobos. Sus apelaciones racistas también rebasaban lo normal.
Trump ha mostrado cierto genio a la hora de instilar venenos que discurren no muy por debajo de la superficie de la cultura y la sociedad norteamericanas. Por esos medios logró adueñarse de la base de votantes republicana. La dirección del Partido anda dedicada a la estrategia obstruccionista de sacrificar los intereses del país con el fin de recuperar el poder. Esto deja al país sólo con un partido político que funcione [el Partido Demócrata], desgarrado él mismo entre un liderazgo neoliberal y una base de votantes más jóvenes que son socialdemócratas.
Tu frase “lo que sea que quede de la democracia norteamericana” resulta pertinente. Por muy progresista que pudiera haber sido en el siglo XVIII — y habría mucho que decir sobre eso —, con los baremos de hoy la democracia norteamericana tiene profundas fallas en aspectos que para el principal Fundador, James Madison, ya iban poniéndose de manifiesto hacia 1791, cuando le escribió a Jefferson deplorando “la osada depravación de los tiempos”, pues los “agiotistas se convierten en la horda pretoriana del gobierno…a la vez sus instrumentos y su tirano; sobornado con sus larguerzas, e intimidado por sus clamores y combinaciones”.
Esa bien podría ser una descripción de los últimos años, sobre todo a medida que el ataque neoliberal tenia como consecuencia completamente previsible poner el gobierno todavía más bajo el mando de concentraciones de poder privado que antes. Las “larguezas” resultan demasiado familiares como para tener que analizarlas. Una amplia investigación de las ciencias políticas más centrales ha demostrado que los “clamores y combinaciones” han dejado a la mayoría de los votantes sin representación, pues sus propios representantes hacen caso de las voces de los superricos, de opulentos donantes y cabilderos de grandes empresas.
El estudio más reciente, recurriendo a sofisticadas técnicas de inteligencia artificial disipa “las nociones de que la opinión de alguien sobre la política pública, fuera del 10% más elevado de norteamericanos opulentos, ayude a explicar esa política”. Thomas Ferguson, destacado especialista académico del poder de las “herramientas y tiranos” del gobierno, concluye que: “Conocer el área política, las preferencias del 10 % en lo más alto y las opiniones de un puñado de grupos de interés basta para explicarlos los cambios de política con una exactitud impresionante”.
Pero permanecen algunos vestigios de democracia, después incluso de los ataques neoliberales. No por mucho tiempo, probablemente, si el “proto-fascismo” neoliberal amplía su ascendiente.
Pero el destino de la democracia no tendrá en realidad gran importancia si los “proto-fascistas” recuperan el poder.
El medio ambiente que sostiene la vida no puede aguantar por mucho tiempo a los desguazadores de la era Trump del declive. Pocas cosas más tendrán importancia si se rebasan los puntos de inflexión irreversibles.