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El Observatorio recoge toda la documentación que detecta relacionada con el laicismo, independientemente de la posición o puntos de vista que refleje. Es parte de nuestra labor observar todos los debates y lo que se defiende por las diferentes partes que intervengan en los mismos.
Que los estados y sociedades en su dimensión pública dejaran de ser confesionales ha sido históricamente una ardua y dura batalla, incluso sangrienta. Hasta la época moderna, no se concebía el laicismo ni individual ni colectivo. La creencia religiosa, el temor a Dios, era una norma relevante y de obligado cumplimiento. Ya conocemos que les pasaba, durante muchos siglos, a los que se apartaban de esta ortodoxia. No fue hasta el siglo XVIII, y sólo para unas escasas minorías, que empezó a imaginarse un mundo sin Dios y en todo caso, ganó enteros el concepto de “tolerancia religiosa”, es decir, el respeto absoluto a cualquier tipo de creencia arrancando de las iglesias el derecho adquirido a la imposición de una fe y una moral incontrovertible. En el mundo de la Ilustración, que es de lo que hablamos, se fue imponiendo también la noción primordial de que las estructuras políticas, los Estados, debían ser no confesionales, pues la dimensión religiosa formaba parte del ámbito de lo que era privado. Todo el mundo podía tener y expresar la religiosidad que quisiera, o no tenerla, pero en ningún caso podía imponerla o hacerla dominante en el espacio público. Un hecho éste, al que el catolicismo fue, y todavía es, reacio a abandonar. Que una parte importante de la ciudadanía del sur de Europa venga de tradición católica, no implica, aunque sea practicante y que su vínculo vaya más allá de ser un referente cultural, un hábito, que ha ido perdiendo peso en un mundo y unas vidas mayoritariamente secularizadas.
En la España del nacionalcatolicismo, la laicidad costó de que llegara. Durante el largo período franquista, la confesionalidad del Estado y de la ciudadanía se daba por hecha, una imposición de la que nadie se podía apartar. Cuando Europa ya se había desembarazado del oscurantismo religioso, de una cultura social articulada en torno a las nociones de pecado y de castigo, en España vivíamos en una cultura capellanesca construida sobre el miedo, el temor de Dios y una moralidad entre falsa y casposa. Aquí, hasta la muerte de Franco, todavía era obligado participar en todas y cada una de las celebraciones católicas que, más allá de connotaciones tradicionales y de fiesta, implicaba aguantar sermones que oscilaban entre las advertencias y la pura farsa. Acabado el dominio nacionalcatólico y como en todo el mundo, los cambios de costumbres y la laicidad se impusieron rápidamente. Prácticamente, sólo se mantenían las festividades que inducían a comer y beber, más allá de creyentes fervientes que, lógicamente y con toda libertad, continuaban sus prácticas, su vivencia religiosa en formas más tradicionales, ya fuera por creencia o hábito establecido. Las manifestaciones más públicas de la fe, fuera de los templos, se fueron abandonando ya que tenían un componente invasivo respecto a un espacio público que debía ser neutral. Los tiempos ya no estaban para “autos de fe”.
Pero parece que todo vuelve y, en los últimos años, asistimos a una recuperación de la expresión pública de la religiosidad que casi retoma un carácter intimidatorio como es el caso de las procesiones. Sea por creencia, folclore o una mal entendida noción de “cultura popular”, se reponen las celebraciones públicas en las formas más tradicionales. Parecería que la Iglesia también está entregada a la gramsciana “batalla por la hegemonía cultural” y los medios de comunicación y colaboran de forma bien predispuesta. Quien sea adepto a los noticiarios televisivos, se comerá durante la Semana Santa todo tipo de procesiones públicas que parecen luchar por todas partes para ver quién tiene la versión con mayor profusión de fanatismo e irracionalidad. No se explica como algo “particular”, sino como algo que nos incumbe y se presupone que participamos todos. Se despliegan todo tipo de recursos técnicos para retransmitir, más y mejor, una exhibición de pensamiento mágico y de fantasías disparatadas, como cultura compartida. Popular, lo llaman. Curiosa la mezcla entre expresiones medievales y tecnología. En tiempos de confusión, parece que la laicidad, como la racionalidad o el pensamiento científico, están en retroceso. Ya no nos ofenden las expresiones de formas de dominio y de estructuras básicamente clasistas. Todo vale para que el espectáculo continúe.
Josep Burgaya
Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor titular de la Universidad de Vic (Uvic-UCC), donde es decano de la Facultad de Empresa y Comunicación. En este momento imparte docencia en el grado de Periodismo. Ha participado en numerosos congresos internacionales y habitualmente realiza estancias en universidades de América Latina. Articulista de prensa, participa en tertulias de radio y televisión, conferenciante y ensayista, sus últimos libros publicados han sido El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y el cruce del modelo social europeo en tiempos de crisis (Octaedro, 2013) y La Economía del Absurdo. Cuando comprar más barato contribuye a perder el trabajo (Deusto, 2015), galardonado este último con el Premio Joan Fuster de Ensayo. También ha publicado Adiós a la soberanía política. Los Tratados de nueva generación (TTP, TTIP, CETA, TISA…) y qué significan para nosotros (Ediciones Invisibles, 2017), y La política, malgrat tot. De consumidors a ciutadans (Eumo, 2019). Acaba de publicar, Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (El Viejo Topo, 2020). Colabora con Economistas Frente a la Crisis y con Federalistas de Izquierda.
Blog: jburgaya.es
Twitter: @JosepBurgayaR