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No clonar a los obispos

No basta con envolver el lenguaje estrecho de las iglesias de ayer en una ‘movida’ que haga bailar a la gente de hoy en asambleas espectaculares; de cara al futuro hay que reconstruir, revisar, reinterpretar

«El papel de la teología no es clonar a los obispos. Hacer teología no es repetir como papagayo las declaraciones del llamado magisterio eclesiástico», se decía en el resumen conclusivo de la Escuela de Teología de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, el pasado 5 de agosto.
La voz del presidente de Europa Laica, Francisco Delgado, interpeló a la teología para tomar en serio la secularidad y laicidad, sobre todo en las relaciones apropiadas de separación entre iglesias y estados. Recogió el reto Juan José Tamayo, apoyándose en «el laico Jesús de Nazaret» y el movimiento laico desencadenado por él: «El cristianismo primitivo, a favor de la libertad de conciencia y la libertad religiosa, no rechaza al estado laico. La secularización está en la entraña misma del cristianismo».
En la conferencia inaugural, el teólogo Roger Haight alentó al público reunido en el palacio de La Magdalena, en Santander, para participar en el curso de verano sobre 'La transformación de la teología, hoy: pluralismo y laicidad'. «Compartimos solidaridad y esperanza, unidos en la fe, pero divididos por las ideologías… Están en declive las religiones, pero no la fe…», decía el teólogo norteamericano. «La juventud se aleja cada vez más de las iglesias, y con razón, porque el lenguaje que se habla en ellas no les dice nada. Pero aumenta la demanda de espiritualidad y los compromisos de solidaridad. El relato evangélico vale para todas las personas en busca de sentido en su vida. Lo que Jesús dijo e hizo, lo que pasó con el ajusticiado inocente que creemos que vive, sigue siendo válido hoy para darnos vida».
También las religiones orientales confrontan semejante problema. Incluso un budismo laico y actualizado, como el que representaba la ponencia de Kotaró Suzuki, reconoce que las nuevas generaciones son cada vez menos institucionales, sin dejar por eso de vivir la búsqueda de espiritualidad y la práctica de solidaridad.
Estamos viviendo una época difícil de transición cultural. «No acabamos de renunciar a los ídolos del pasado ni llegamos a recrear nuevos símbolos», decía hace ya más de medio siglo el filósofo Paul Ricoeur. Hoy, ya en la segunda década del tercer milenio, los lamentos de los neoconservadurismos eclesiásticos, casados con el gruñido crispado de sus homólogos políticos, en plena crisis por el juego de los poderes financieros, no halla eco en las nuevas generaciones; indignadas con razón, no logran que se haga oír su demanda de una nueva equidad. Cuando se les pregunte por su fe, no serán pocos quienes afirmen que «creen en Dios, pero no en las iglesias». Y encuestas como la del barómetro de 'El País' (20 de julio de 2011) colocarán en altura favorable a las ong y a Caritas, dejando en ínfimo lugar a los políticos y a los obispos.
A las voces de cierta teología que repite el lema de una 'nueva evangelización', habrá que responder con la exigencia de un nuevo lenguaje y una nueva práctica. «El cristianismo está en un período de declive -seguía diciendo el profesor Haight-, pero no se debe al sentido interno del mensaje cristiano, sino al modo como es presentado en nuestra cultura de hoy». No basta envolver el lenguaje estrecho de las iglesias de ayer en una aparente adaptación espectacular o en una 'movida' que haga bailar a la gente de hoy en asambleas espectaculares. No basta una adaptación superficial al presente, rebozando con música de hoy ideologías de ayer. No podemos vivir de la añoranza del pasado. Desde el presente de Jesús, El que Vive, y de cara al futuro hay que reconstruir, revisar, reinterpretar.
Pero el lenguaje que escuchamos en sermones episcopales y encíclicas pontificias parece seguir la pauta de las réplicas presuntamente artísticas como la basílica de Nuestra Señora de la Paz construida en la ciudad de Yamoussoukro (Costa de Marfil) a imagen de la de San Pedro, en el Vaticano: una de las mayores iglesias católicas del mundo, con una cúpula de 149 metros de altura y capacidad para más de 15.000 personas en su interior y 300.000 en la explanada exterior.
Mientras el entonces presidente de Costa de Marfil, Felix Houphouet-Boigny, pagaba de su bolsillo casi 150 millones de dólares para construir entre 1986 y 1989 la iglesia que el papa Juan Pablo II consagró en 1990, seguía muriendo de hambre la infancia anémica de su pueblo.
Cuando el cardenal Fisichella nos invite a una nueva evangelización, habrá que recordarle que no sea clonación repetitiva sino reinterpretación creadora.
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