No se escucha mucho –para decirlo amablemente– hablar sobre el laicismo en los proyectos de los constituyentes sobre el Chile futuro. Y resulta totalmente necesario colocar este tema en la palestra, a la vista de la intromisión continua de las Iglesias en los asuntos públicos. La última manifestación invasora es reciente: la declaración del Comité Permanente de la Conferencia Episcopal oponiéndose al matrimonio igualitario.
Como una forma de contribuir a la reflexión, quiero referirme aquí a las ideas del filósofo y abogado Paul Cliteur, nacido en Amsterdam en 1955; en especial, las vertidas en su libro Esperanto moral. Por una ética laica (2009).
Su tesis es que en sociedades multiculturales, como lo son la mayoría en nuestro mundo –sociedades en que conviven creyentes de diversos credos religiosos y también personas que no profesan ningún culto–, se posibilita una mejor convivencia si puede establecerse un consenso mínimo sobre determinados principios morales. Estas cuestiones morales no deben ser aquellos valores en los que las tradiciones religiosas ya coinciden casualmente, sino que se precisa un entendimiento en la forma en la que se va a hablar de moral, en la forma en que se justifica esa moral, es decir, se precisa un entendimiento a partir de una ética. Esta ética ha de jugar el papel de una “lengua” que resulte inteligible y aceptable para todos los ciudadanos creyentes o no, en orden a debatir desde ella sobre lo que ha de juzgarse en la sociedad como bueno o malo, correcto o incorrecto, permitido o prohibido.
Cliteur no vacila en declarar que la ética que mejor puede jugar el rol de “esperanto moral” (un lenguaje neutro entendido por todos) es la ética autónoma, es decir, aquella en que no se vincule lo moral con la religión. La ética religiosa supone que la moral se fundamenta en dogmas sagrados, que se basa en la palabra de Dios revelada en textos antiguos. La ética autónoma es de carácter secular, laico, no recurre a fundamentos trascendentalistas para explicar y justificar una conducta moral.
Los problemas de convivencia en una sociedad se deben, justamente, al intento de imponer, por parte de una religión fundamentalista (católica, evangélica, islámica), una ética religiosa para valorary juzgar los asuntos morales y políticos. Los devotos fanáticos procuran imponer su creencia y lenguaje a quienes no participan de su credo, muchas veces incluso a través de la violencia. Cliteur escribe: “La ética religiosa, y más concretamente la teoría del mandato divino de la moral, es por definición una ética que separa a la gente. Más aún: cohesiona al grupo religioso, y a veces también étnico, y desintegra la sociedad. Sólo la ética autónoma permite a largo plazo la convivencia pacífica entre personas de distintas tradiciones religiosas en una sociedad multicultural”.
¿Cómo se difunde la autonomía moral? Adoptando un modelo de Estado religiosamente neutral. El equivalente político-filosófico de la ética autónoma es un Estado aconfesional que se dirija a los ciudadanos en tanto que ciudadanos, no por su pertenencia a determinado grupo étnico o religioso, y que ponga en práctica efectivamente la separación de moral y religión en sus instituciones.
Este Estado laico o neutral –que admite todas las religiones, pero ninguna ocupa una posición de privilegio– no hace propaganda a favor de un credo u otro, ni financia públicamente ninguna Iglesia ni institución religiosa. Y acepta como una opción asimismo válida la no creencia en divinidad ninguna ni en potencias sobrenaturales.
El establecimiento de un Estado aconfesional es la mayor garantía para encauzar satisfactoriamente las relaciones de ciudadanos de distintas tradiciones culturales y religiosas. Es el espacio propicio para favorecer el esperanto moral –un lenguaje aceptable por todos que justifique una moral y una política alejadas de la religión–.
Frente a los retos de nuestra época, la postura laicista necesita consolidarse y expandirse para contribuir al mejor futuro de la humanidad. El ideal de una buena vida humana, desde esta mirada secular y laica, exige el desarrollo de sociedades en que puedan convivir armoniosamente los creyentes de las diferentes confesiones religiosas junto a los que no profesan ninguna religión, para lo cual los seres humanos han de tomar las riendas de su propio destino y no someterse a preceptos cuya única legitimidad procede del hecho de que la tradición los atribuye a Dios o a los dioses.
El dominio público ha de estar libre de influencias religiosas y la fe debe circunscribirse a la esfera personal, solo como una cuestión de observancia privada. El programa laico no solo tiene que aplicarse al poder político, sino también a la justicia: debe reprimirse únicamente el delito, la falta contra la sociedad, que no debe confundirse con el pecado, la falta moral respecto de una determinada tradición religiosa.
Asimismo, la escuela tiene que escapar de la influencia de poderes eclesiásticos y convertirse en un espacio de conocimiento abierto donde tenga lugar la presentación y el debate de todas las convicciones. Este ideal humanista de sociedad secular y laica –tan necesario de cultivar en nuestra democracia chilena– no ha abandonado la sacralidad. Pero lo sagrado aquí no son los dogmas religiosos, sino los derechos humanos que son la base de la dignidad de las personas.