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Musulmanes sin mezquitas

La neutralidad de la Administración con relación a las distintas confesiones religiosas es la única forma de que queden garantizados sin favoritismos todos los cultos. El reglamento que los regula, aprobado por el Govern el 20 de julio, establece justamente criterios generales para la apertura de centros de culto. Pero nunca una norma ha sido suficiente para ordenar fenómenos sociales tan complejos como la práctica religiosa y para serenar los espíritus. Y si se trata de fijar principios que afectan a la instalación de oratorios y mezquitas de la comunidad musulmana –200.000 creyentes en Catalunya–, la complejidad es mayor.

A todo ello hay que añadir la crisis abierta en Lleida por el imán Abdelwahab Houzi, un predicador radical –salafista–, que no se aviene a razones y quiere imponer su criterio a las autoridades locales. En cierto sentido, aspira a movilizar a su feligresía para echar un pulso al ayuntamiento, mientras crece la alarma entre una parte de los vecinos, integrantes de una sociedad con inquietudes religiosas mayoritariamente templadas. Un sector de la población que, en todas partes, ve en la presencia pública del islam un riesgo o un competidor de la propia identidad, por no hablar de algunos episodios –muy pocos– de perfil racista.

Lo cierto es que, a pesar de que con demasiada frecuencia la comunidad mulsulmana cumple con sus preceptos religiosos en condiciones materiales extremadamente precarias, los conflictos han sido mínimos hasta la fecha. Aunque no hay en toda Catalunya una mezquita propiamente dicha, los oratorios, peor o mejor instalados, han causado muy pocos problemas y, todo lleva a pensar que si en el futuro abre las puertas alguna mezquita, los problemas de convivencia con un entorno de ascendencia cristiana serán mínimos o no los habrá.

De forma que el ruido de fondo provocado por el fundamentalismo recalcitrante o por los alarmados por la asentamiento del credo musulmán en nuestra sociedad no debieran dominar el debate. Ni hay riesgo en dignificar el culto ni hay razones para someterse a la presión de predicadores iluminados. Si lo hay, en cambio, en dejar las cosas más o menos como están ahora y jugar con la cohesión social.

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