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Morir con dignidad

El anuncio del Gobierno de que regulará por ley el derecho a una muerte digna de los enfermos terminales debería concitar el mayor consenso y ningún rechazo. Se trata de un derecho humano fundamental y, por tanto, la iniciativa destaca entre la batería de propuestas adoptadas ayer por el Consejo de Ministros que pretende ahondar en la agenda social de un Gobierno que ha quedado superado por la coyuntura económica. Las propuestas, en todo caso, dibujan un apretado e incierto calendario legislativo de aquí a junio de 2011 sin coste económico.

La regulación de la muerte digna puede tener, sin embargo, un importante beneficio social. Con los avances médicos actuales no tiene justificación alguna -incluso podría calificarse de conducta social inhumana- que un paciente terminal sufra un periodo de dolor, ahogos, o agitación cuando lo que se espera y desea es que el tránsito final sea lo más apacible posible.

Ante la iniciativa del Gobierno, algunos se han preguntado por qué presentarla ahora, en el tramo final de una legislatura por demás agitada como la actual. Otros han sacado a relucir la cantinela de que hay problemas mucho más importantes. La pregunta correcta sería, sin embargo: ¿por qué tan tarde? o ¿por qué un Gobierno socialista ahora y no uno del Partido Popular antes? Y es una frivolidad cuestionar que un Gobierno se preocupe de que los últimos momentos de la persona transcurran sin sufrimiento porque deba prestar su atención a cuestiones consideradas más importantes.

La normativa anunciada por el Gobierno no es improvisada. Se remite a las líneas de actuación de la Estrategia Nacional de Cuidados Paliativos elaborada en la época de Bernat Soria en el Ministerio de Sanidad. Responde a una necesidad social urgente; cuenta con el apoyo casi unánime de los médicos y nada tiene que ver con la eutanasia, una promesa electoral del PSOE en 2004 que ha quedado diluida ante el rechazo beligerante de la Iglesia católica. El debate sobre la eutanasia sigue pendiente y alguna vez habrá que afrontarlo como han hecho otros países.

El llamado caso Leganés, que sacó a la luz una preocupante falta de claridad en conceptos básicos sobre la ayuda al buen morir, hacía urgente un marco regulatorio que erradique cualquier riesgo de inseguridad jurídica para los profesionales que le asisten.

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