La denominada popular y mundialmente Mezquita de Córdoba, también llamada Santísima Iglesia Catedral por la Iglesia Católica, no es una cosa ni la otra: son las dos o ninguna. O un templo ecuménico (que no ecumenista) habilitado para el rezo compartido. O un monumento laico (que no laicista) como Santa Sofía en Estambul. Así se zanjaría el debate sobre la funcionalidad de un monumento singular y único en el planeta, reclamo universal de Córdoba, catalogado y protegido con dinero público como BIC por el Ministerio de Cultura, declarado Monumento Nacional en 1882 y Patrimonio de la Humanidad en 1984. Hablaríamos de una decisión política coherente con su trascendencia histórica, artística y espiritual, que hubiera sido posible hace apenas unos años, si no fuera porque ya no pertenece a los cordobeses, ni a los andaluces, ni a los españoles: es propiedad privada de la Iglesia Católica.
El 2 de marzo de 2006, coincidiendo con la problemática de aquellas vigas en subasta, la Iglesia Católica inmatriculó (es decir, inscribió por primera vez) la Mezquita y Catedral de Córdoba en el Registro de la Propiedad. A su nombre, por supuesto. Nadie antes había movido un dedo al respecto. Ni el Cabildo que la ocupaba de “hecho” sin pagar el IBI (la Unión Europea ha enviado reiteradas órdenes al Gobierno para que se lo exija). Pero tampoco las administraciones públicas que subvencionan sus reformas con nuestro dinero. Una sencilla ley hubiera bastado para catalogarla como bien de dominio público.
El Obispado alegó como título justificativo para hacerla suya la “toma de posesión” (que no de propiedad) en 1236, cuando se trazó sobre el pavimento una franja de ceniza en forma de cruz diagonal con las letras de los alfabetos griego y latino. La posesión en el tiempo no sirve para adquirir bienes de dominio público. Ni el Acueducto de Segovia. Ni el Teatro de Mérida. Itálica. Pero la Mezquita y Catedral de Córdoba, las dos cosas o ninguna, no estaba inventariada como bien de dominio público.
Mientras el resto de los mortales tenemos que hipotecarnos hasta las cejas para comprarnos un piso, a la Iglesia Católica le bastó el regalo impagable de una reforma de la Ley Hipotecaria promovida por Aznar, inconstitucional a mi juicio, que la equipara con el mismísimo Estado a estos efectos adquisitivos y registrales. El artículo 206 de esta ley la autoriza, cuando carezca de título escrito de dominio, para inscribir los bienes inmuebles “mediante la oportuna certificación librada por el funcionario a cuyo cargo esté la administración de los mismos”. El funcionario es un canónigo que no es funcionario. Le sobra su palabra para afirmar que algo es suyo. Y gratuitamente.
Una inscripción así no es oponible frente a terceros hasta pasados dos años. Hasta entonces, cualquiera podría atacar la validez del presunto título adquisitva. Casualmente, se aprueba la Ley de Patrimonio Histórico Andaluz en 2007. Y en una disposición adicional dedicada exclusivamente a la Iglesia Católica, la Administración andaluza renuncia a ejercer los derechos de tanteo y retracto sobre los bienes inscritos de esa manera. En apenas un año, la Iglesia Católica había blindado legalmente los papeles de propiedad que antes no tenía sobre la Mezquita y Catedral, a la que a partir de entonces llamaría en sus folletos exclusivamente Santísima Iglesia Catedral de Córdoba. Toma la parte por el todo. Y hace suyo el todo. Con la complicidad y el silencio de los que se sientan a la derecha y a la izquierda del padre.
Artículo publicado en el Día de Córdoba
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