En un clima cuajado de violencia ha comenzado la campaña preelectoral mexicana. Los partidos políticos aprestan sus cuadros que entrecruzan acusaciones sobre supuestos vínculos con los diversos cárteles del narcotráfico que batallan entre sí y con las fuerzas de seguridad por el control del Estado.
Las encuestas previas devuelven una fotografía tradicional de la política mexicana. Aparecen, en primer plano, el centro derechista Partido Acción Nacional (PAN) -en el gobierno-, el siempre poderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI) y, el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que sueña y promete transformar los hábitos y costumbres políticas de México.
El dato esencial de este debate será la perdida de libertades civiles. No sólo por la aplicación del Plan Mérida y la creciente injerencia de Estados Unidos en la política doméstica de la nación mexicana. Seremos testigos de la transformación del Estado laico, solidario, que extendía su brazo protector a todos los perseguidos del mundo, en uno dependiente del poder religioso, de un culto que, desde siempre, ha sido barrera –aun cuando se trate de sus expresiones más progresistas- de la libertad del hombre.
Este camino comenzó a desandarse, con mayor vigor, cuando el presidente Vicente Fox Quesada, acompañado por su gabinete, y en calidad de representante de un Estado no confesional, se postró ante el papa Juan Pablo II, que llegaba, en tono de conquistador, para, oficialmente, canonizar a Juan de Diego. No conocemos, más allá, de los anuncios oficiales, las cláusulas de la capitulación.
Pero sí, que fue firmada en la Nunciatura, donde volvió a postrarse, ahora, frente a un jefe de Estado extranjero.
Hoy la cuestión es más compleja. Mucho más grave. Se avanza en una contrarreforma religiosa de suma peligrosidad. No sólo acabará con el Estado laico tal y como lo conocemos ahora -dando paso, aunque traten de negarlo en todos los tonos imaginables tanto los actores políticos como los religiosos, a una etapa de reformas que se proponen incluir la educación religiosa en las escuelas públicas, la posibilidad para las asociaciones religiosas de poseer y administrar medios electrónicos de comunicación y la abierta participación política y electoral de los ministros de culto-.
Este hecho, de inusitada trascendencia, es apenas la cabeza de playa de una ofensiva mayor. Ofensiva que pretende alzarse con el control de todo el sistema educativo latinoamericano, con la complicidad absoluta de sus gobiernos. Ya que todos, salvo el de la República Oriental del Uruguay, han acordado con las jerarquías eclesiásticas cogestionarlo para, de esa manera, limitar el acceso a la enseñanza de profesores y alumnos de otros credos y no creyentes o librepensadores, lo que tornaría aún más injusto el sistema, por este tiempo, jaqueado por la crisis mundial del capitalismo.
Ante la posibilidad de la polémica, que desde ya aceptamos, es menester plantear algunas cuestiones, al decir de los abogados, de previo y especial pronunciamiento. Si se condena la intromisión, en las sociedades árabes y musulmanes, de los imanes y ayatollah, en los asuntos del César y se alarma por sus abusos ¿por qué se acepta la intrusión de otros credos en la vida cotidiana de los latinoamericanos? ¿No es un caso de doble moral? ¿Es legítimo aceptar esa capitis diminutio?
Retornemos a México. Nos desviamos demasiado del eje de nuestro breve ensayo. La pretensión de los obispos católicos de lograr un estatus constitucional diferente esconde otras cuestiones no dichas por los representantes del PRI –que auspicia la contrarreforma- ni por los gubernamentales. Buscan que el Estado mexicano financie toda su actividad pastoral y se les exima de responsabilidad fiscal en desmedro del conjunto de la población. Sería justicia que cada culto lograra su autofinanciamiento mediante el aporte de sus fieles, que deberían expresar, de manera fehaciente, su voluntad.
Lo peor del caso es que el Episcopado, el gobierno de Felipe Calderón y ahora hasta el PRI justifican su posición bajo el argumento de que se tienen que alinear con los tratados internacionales y el respeto a los derechos humanos en ellos incluidos. ¿Desde cuándo se volvió un derecho humano que las iglesias puedan poseer medios de comunicación electrónicos? ¿Aceptamos –sin hesitar- que las restricciones a la actuación política y el sometimiento a los tribunales ordinarios de los ministros de culto son violaciones a los derechos humanos? ¿Buscan, quienes promueven esta maniobra, obtener beneficios extraordinarios controlando el voto católico? ¿Qué más hay detrás de la escena? ¿Cuál es la moneda de cambio? ¿Lo sabremos algún día?
La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos –tal su denominación oficial- establece, con sabiduría, en su artículo 24, que: “Todo hombre es libre de profesar la creencia religiosa que más le agrade y para practicar las ceremonias, devociones o actos del culto respectivo, siempre que no constituyan un delito o falta penados por la Ley. El Congreso no puede dictar leyes que establezcan o prohíban religión alguna. Los actos religiosos de culto público se celebraran ordinariamente en los templos. Los que extraordinariamente se celebren fuera de estos se sujetarán a la ley reglamentaria”.