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Mentiras divinas

Millones de personas toman aún hoy decisiones apoyándose no en el empirismo o en las evidencias de la ciencia, sino en principios como la fe, la moda y los prejuicios.

Una de las mentiras de la infancia que más resiento es el prolongado engaño de mis padres al asegurar que el Niño Dios nos traía regalos en Navidad.

Fue la primera gran mentira que marcó mi vida, una mentira enorme porque yo, además, desconocía las leyes de la ficción. Con el paso del tiempo sufrí la deslealtad de algunos amigos, conocí las infidelidades de varias parejas, me enteré de numerosas calumnias y resulté víctima de una estafa.

Para entonces ya había aprendido del arte y la literatura que los trucos de la magia y de la novela no eran mentiras, sino pactos de acciones preavisadas en busca de entretenimiento: “Ahora verás un acto de prestidigitación, te presento un texto de ficción”.

Toda mentira implica dos cosas del mentiroso: que sea consciente y tenga la intención de hacer daño, pero si en algo coinciden el mago y el falsario es en anhelar la credibilidad de su audiencia. Para ello dan a su engaño apariencia de verdad y construyen ilusiones en los otros. A veces las imponen, como en el mandato religioso de la fe, porque “fe es creer lo que no vemos, ya que Dios lo ha revelado”.

Al aceptar como verdad incuestionable la palabra de su dios, la mayoría de los creyentes niegan la incertidumbre, desconocen el valor de los hechos y rechazan el discurso de la ciencia. Las religiones ofrecen máscaras cómodas a sus seguidores y terminan formando feligreses que creen en las mentiras divinas, no en las verdades que deberían hallar por sí mismos.

Mentir va en contra de los cánones morales de mucha gente y es un verbo señalado como pecado en varias religiones, las mismas que, vaya paradoja, obligan a creer en eso que llaman la doctrina de su iglesia, el dogma, el verbo de su dios.

Desaparecer el engaño del mundo de la religión, de la política y de otros ámbitos de la vida social resultaría tan imposible como excluirlo de los enfrentamientos que debiera prevenir.

Pienso, en tiempos como estos, que a los políticos debemos juzgarlos, valorarlos o ignorarlos por sus logros en beneficio del bien común o por la ausencia de esto, jamás por lo que prometan, algo que siempre han hecho, casi tanto como mentir e incumplir.

La valoración de cada candidato resulta más adecuada a partir de su pasado, de su trayectoria de vida, así no haya transcurrido en la arena política. Para empezar, lo que vale es preguntarse si estamos ante un hombre o una mujer de acción, no frente a un hablador ni, mucho menos, un mentiroso.

Millones de personas toman aún hoy decisiones apoyándose no en el empirismo o en las evidencias de la ciencia, sino en principios como la fe, la moda y los prejuicios. El desprecio por la evidencia de los hechos empíricos y científicos parece cobrar cada vez más adeptos. Investigadores del mundo entero denuncian los peligros de la llamada posverdad, un neologismo acuñado a raíz de las afirmaciones falsas de políticos como Donald Trump, líderes que niegan hechos indiscutibles como el cambio climático y que, ante la ciencia, también prefieren el mito.

Durante siglos, los griegos creyeron que parcas caprichosas eran las que mataban a los humanos, hasta que sus primeros médicos empezaron a estudiar las enfermedades mediante autopsias.

El principal obstáculo para el progreso es, sin duda, el conocimiento establecido y perpetuado por adalides del ‘statu quo’, gente a la que no le gusta (porque se trata de gustos y caprichos, lugares comunes, modas, rituales y mitos) lo osado ni lo innovador. Poderosos que no se atreven a aventurar el futuro, porque están bien como están, apenas ofreciendo pañitos de agua tibia, llenos de fe, replicando sus viejas hipótesis, lánguidas y cobardes.

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