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Marear la perdiz y el diccionario: sobre la supuesta diferencia entre “aconfesional” y “laico”

Sostenía el filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein que no existen problemas filosóficos sino lingüísticos, y que el origen de no pocas discusiones –la existencia de Dios, mismamente– se debe, en última instancia, a un uso ilegítimo de las palabras. Esta sagaz intuición, más allá de la escolástica, es perfectamente aplicable a la política. Agazapados y viciándolos, buena parte de los discursos actuales esconden matices semánticos que nuestros políticos a veces ignoran, casi siempre confunden y con frecuencia –como es el caso que nos ocupa– se inventan.

            El pasado 1 de junio, en el pleno municipal de Alcázar, tuvimos ocasión de asistir a un ejemplo de esto último. No es mi intención discutir aquí la oportunidad y el alcance –que intuyo muy limitado– de la moción “para que Alcázar de san Juan se sume a la futura red de municipios por un Estado laico”, sino el principal argumento que empleó el grupo municipal del PP para votar en contra. Durante su intervención, el portavoz popular, Eduardo García Villajos, reconvino a la alcaldesa de la localidad, Rosa Melchor, por apelar a la laicidad de nuestra Constitución, aduciendo que esta, en su articulado, define España como un Estado aconfesional y no laico.  La feliz idea de distinguir entre “aconfesional” y “laico” no es producto de la inteligencia del concejal, pero sí la originalidad de su defensa: “Un Estado confesional –arguye– es el menú del día para todos, y es obligatorio comérselo; uno aconfesional es un bufé libre, el que quiere come y come lo que quiere; y en un Estado laicista es que estaría prohibido comer”. Lo que no aclara el señor García Villajos –y estaría bien que así lo hiciera– es si en su ideal “bufé libre de la fe” tienen que pasar por caja también los que no piensan probar bocado, es decir, los no creyentes.

            Bromas aparte, la discusión tiene su interés y depara algunas sorpresas. La primera de carácter legal. Abro la Constitución. A fuerza de repetir que España es aconfesional –con el interés, claro está, de añadir que no es laica– nos hemos acabado creyendo que efectivamente así se declara; pero lo cierto es que nuestra Carta Magna ni emplea un término ni emplea el otro, sino que se limita a señalar que “ninguna confesión tendrá carácter estatal” (art.16.3).

            ¿Y esto, señores, qué es: aconfesional, laico, ambas cosas, ninguna…? Abro el Diccionario de la lengua española (23ª edición, la última) y busco “laico”: “independiente de cualquier organización o confesión religiosa”. A continuación, voy a la entrada del DRAE para “aconfesional” y leo: “que no pertenece o está adscrito a ninguna confesión religiosa”.  Si el concejal García Villajos, sutil lingüista, ha sido capaz de apreciar alguna diferencia de significado entre ambos términos estaría bien que se lo hiciese saber a los señores académicos, porque ellos, en tres siglos de historia que tiene la institución, aún no se han percatado.

            En realidad, “aconfesional” y “laico” son palabras sinónimas y en muchos contextos intercambiables, como refleja el diccionario y, también, por cierto, las distintas sentencias del Tribunal Constitucional que interpretan la norma (SSTC 46/2001, F.4; 128/2001, F.2 in fine, 154/2002, F.6 y 101/2004, F.3). En las citadas sentencias, los magistrados utilizan indistintamente los términos “aconfesionalidad” y “laicidad positiva”, asumiendo, de este modo, la existencia de una “laicidad negativa”, que se correspondería –ahora sí– con esa hambruna de fe general y obligada que describe, y tanto teme, el señor concejal. En cualquier caso, ni en el texto de la moción (que  “garantiza en condiciones de igualdad el ejercicio de la libertad de conciencia, religiosa y de culto”) ni en el uso habitual por parte de los hablantes tiene el término laicidad este sentido negativo, sino la simple separación de Iglesia y Estado.

            Sospecho que la confusión del portavoz popular, interesada o no, se ha construido por analogía con los términos “agnóstico” y “ateo”, que, pese a estar relacionados, expresan, sin embargo, cosas distintas. Pero este no es el caso de “laico”, voz griega derivada de laós (“muchedumbre, pueblo”) y “aconfesional”, de formación más moderna, que combina un prefijo de origen griego con una raíz latina. Si bien en su origen se crearon para expresar cosas distintas (“laico”, por ejemplo, se utiliza también con el mismo significado de “seglar”), en el español actual y en el contexto en el que nos movemos, la definición de los Estados, ambas palabras han devenido en sinónimas.

            Se trata de un fenómeno natural en las lenguas, que en el caso del español se debe, a veces, a la coexistencia en nuestro léxico de una palabra latina junto con otra de origen distinto. Y es que, de hacer caso al señor García Villajos, llegaríamos al absurdo de objetar que su comparación no es, como él afirma, gastronómica (palabra de raíces griegas) sino culinaria (voz latina), o afirmar que los vecinos de Alcázar no pasean por las calles a sus perros (palabra prerrománica) sino a sus canes (voz latina) o, en fin, por volver a la Constitución, negar que el Jefe del Estado sea un monarca (voz griega) sino un rey (voz latina). Un sindiós, vaya.

            Para tranquilidad de todos, pueden los alcazareños seguir intercambiando estos sinónimos y otros ad libitum (que es lo mismo que “a placer” pero en latín), como hizo su alcaldesa sin menoscabo de la lengua. Y el grupo municipal popular, puesto que vivimos en una democracia, puede seguir defendiendo el tipo de relación entre Iglesia y Estado que mejor le parezca; pero se le agradecería, a fin de evitar confusiones, que no busque diferencias donde no las hay, y que admita que su posición se sitúa en un espíritu preconstitucional, sinónimo también, y eufemismo, de ya saben ustedes qué tiempos pretéritos y afortunadamente superados.

Juan Mendózar Cruz

Es filólogo clásico.

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