De todos los argumentos que se vienen dando a favor de que Najwa sea finalmente autorizada a asistir a clase en Pozuelo llevando hiyab o lo que le apetezca, el que me suena más chocante es el de que "ante todo debe prevalecer el derecho a la educación". Porque la medida que ha tomado el instituto responde precisamente a una exigencia educativa: los alumnos que asisten a un centro deben saber que su indumentaria tiene que atenerse a lo que marca el reglamento. Es sumamente formativo hacer comprender a los interesados que el adolescente no puede entrar en clase con gorra de béisbol ni la chica con velo, si las normas marcan otra cosa, puesto que en ese respeto a los códigos de conducta en lugares públicos -aunque no nos gusten- estriba una parte básica de nuestra convivencia. Sería renunciar a educar suspender la norma cuando alguien se empeña en contravenirla, tanto como saltarse una lección si los alumnos no quieren aprenderla: en tales casos sí que se viola el compromiso educativo.
Es raro que no estén de acuerdo con este planteamiento quienes defienden una asignatura de Educación para la Ciudadanía que ha de consistir en lecciones de este tipo, siempre suficientemente razonadas. Pero aún más extraño resulta que los más pugnaces contra el hiyab sean precisamente quienes niegan al Estado el derecho a "adoctrinar" en ese campo de valores, porque lo suponen competencia exclusiva de los padres. ¿Acaso se refieren sólo a los padres no musulmanes? Si la religión familiar, por integrista que sea, debe prevalecer como ellos dicen sobre las pautas cívicas y laicas de comportamiento… ¿por qué vociferan luego que es Najwa la que debe doblegarse al centro escolar y no el centro a Najwa y a su padre? Está visto que para la derecha española todas las religiones son malas excepto la católica, lo mismo que para la izquierda todos los falangistas son malos menos Samaranch.
En cualquier caso, debe recordarse -más allá de lo que el reglamento de cada centro señale en materia de indumentaria- que el laicismo es democráticamente exigible en las instituciones públicas, como las educativas, pero no en las personas individuales. Al contrario, las instituciones deben ser escrupulosamente laicas para que las personas puedan profesar la religión que prefieran o rechazarlas todas. No es lo mismo que presida el aula un crucifijo que ver una crucecita o una medalla de la Virgen al cuello de un alumno (por cierto, que la madre de Cristo sea virgen ¿no es también símbolo de menosprecio opresivo de la sexualidad de la mujer?). Ciertas veladuras, como el burka o el niqab, resultan incompatibles con la enseñanza o el DNI, pero otras son tan asumibles como cualquier moda… que también es una forma de religión light. En cuanto a la discriminación femenina, lo importante es que las leyes amparen cualquier reclamación que hagan las interesadas contra imposiciones familiares o vejaciones sociales, pero sin querer doblegar por exceso de paternalismo sus propias elecciones. No vaya a ser que acabemos intentando salvar a las mujeres de sí mismas, como ya se hace con quienes desean fumar o tomar sustancias que el Alto Mando desaprueba. En nuestro país, el laicismo se ve mucho más conculcado por la oferta obligatoria de religión en la enseñanza pública o por el Concordato que por los pañuelitos de las adolescentes. Basta de hipocresías.
Como siempre, debemos recordar el dictamen de aquel teólogo alemán del siglo XVI: "En lo necesario, unidad; en lo no necesario, libertad; y siempre, caridad". Esta es la única religión y el único laicismo compatible con nuestra democracia y los derechos humanos.