El autor parte de la premisa de que «el sostenimiento democrático de una sociedad no se basa en las creencias transcendentales de los ciudadanos, sino en ideas compartidas, derivadas de la aceptación de un marco político concreto e inmanente». Plantea que muchos ayuntamientos contravienen el imperativo categórico de aconfesionalidad durante las fiestas y se pregunta qué pasaría si desapareciera de ellas todo vestigio confesional y transcendente.
Las relaciones entre cierta izquierda y las formas públicas de manifestar las vivencias religiosas personales no dejan de asombrarme. Y digo «cierta izquierda», pues ésta ni se agota ni se reduce a una forma determinada de considerarse como tal.
En primer lugar, sigo sin entender qué interés puede tener alguien en que los demás sepan de qué pie transcendental cojea en este mundo. El sostenimiento democrático de una sociedad no se basa en las creencias transcendentales de los ciudadanos, sino en ideas compartidas, derivadas de la aceptación de un marco político concreto e inmanente.
En segundo lugar, las relaciones con Dios son íntimas, al menos si hacemos caso a lo que dicen de ellas sus más excelsos partenaires, que hasta percibo cierta obscenidad cuando hablan, pillos ellos, con tanto énfasis del amor de Dios, de la Virgen y de san Sebastián. Cuando chamullan de este eros teológico, ¿de qué amor hablan? Mala cosa sería si es una falacia, una engañifa, un cuento; pero si fuese verdadero, entonces, habría que aclarar si dicho amor es casto y puro como las eneas de agua dulce. Y si la cosa va en serio, ¿qué sentido tiene amar a alguien y no recibir a cambio siquiera una caricia en la mejilla? Pues el amor sin sexo no tiene mucho sentido y, sobre todo, ninguna gracia. Los místicos, que eran rijosos como bonobos, lo sabían muy bien.
La verdad es que este asombro mío alcanza cotas inverosímiles de perplejidad cuando llega el verano y las fiestas de los pueblos se desatan de forma tan lujuriosa como entusiástica.
En dichas fiestas, los ayuntamientos, instituciones del Estado, es decir, estructuras políticas aconfesionales por imperativo categórico de la Constitución, no hacen sino contravenir dicho carácter. En la mayoría de las fiestas, que llaman patronales, los ayuntamientos se comportan de manera anticonstitucional. Pues, no sólo se subvierte en ellas el sentido común, sino la propia Constitución.
Bueno, lo hacen durante las fiestas, donde la recuperación rancia de cierto nacionalcatolicismo es escandalosa, y lo hacen durante el año, a la hora de festejar la construcción de un nuevo edificio público, unas piscinas, un colector de aguas fecales, un campo de fútbol, una residencia de ancianos… Todo, menos un puticlub. En todos esos eventos, allí estará el párroco del pueblo con su hisopo aspergeando el edificio y dedicándolo a la suma Deidad -el colmo de la parodia es cuando aseguran que se lo consagran-, como haría un hechicero en el Paleolítico Superior.
No se trata de que quienes dirigen los destinos administrativos de la ciudadanía hagan dejación definitiva de sus creencias metafísicas. Para nada. Sólo se trataría de que en esos momentos, en los que ofician representando una institución pública, se olvidaran de sus credos y glorias metafísicos. ¡Coñe, que tampoco se les exige tanto!
Una institución aconfesional, como lo es el ayuntamiento, no tiene por qué ir a misa mayor del santo o programar cada inicio de un acto festivo del día con un himno a san Pancracio o una aurora dedicada a santa Eufemia. Cuando lo hacen, están contraviniendo el pluralismo confesional del resto de las personas, incluidas, por supuesto, las de los que no creen. Y es irrelevante saber si los ediles son de izquierdas o de derechas; si son ateos o agnósticos. Como es inocuo que sean vegetarianos o andróginos. El principio constitucional de la aconfesionalidad obliga a ambas fuerzas políticas por igual.
La religión es asunto privado; la política no, que es manteca que afecta a la organización pública en la que la ciudadanía puede intervenir, porque trata de cosas reales, empíricas, verificables, tangibles. Pero de la religión, que versa sobre asuntos falsables -«la voluntad de Dios», «los designios del Todopoderoso»-, nada seguro se puede decir de ella. De ahí lo peligrosa que es para la convivencia; sobre todo, cuando sus más excelsos intérpretes, como son los obispos, reniegan una y otra vez del Estado de Derecho si lo manipulan los socialistas.
La religión no pinta nada en la vida política. Política y religión son términos incompatibles. Tanto que, si una persona decide meterse en política, y es creyente, lo primero que tendría que hacer es preguntarse si ambas actividades son concurrentes de forma simultánea. Sí, ya lo sé, no hace falta que me griten tanto. La mayoría de la clase política ya es creyente. Por desgracia.
Y es un infortunio, porque el creyente, de izquierdas o de derechas, no se priva de imponer su visión teocrática a la realidad de la vida cotidiana. Lo comprobamos cada día en la ingrata cantidad de jueces dictando sentencias amparándose en su conciencia de creyente, y no en la legislación y jurisprudencia al uso. Y lo vemos todos los años en las fiestas de los pueblos, donde no hay acto público que no esté revestido por una misa o un prefacio en honor de san Cirilo.
De verdad cree esta buena gente, sea de izquierdas o de derechas, que las fiestas de sus pueblos serían menos fiestas si desapareciera de ellas todo vestigio confesional y transcendente?
Entiendo que los creyentes consideren que la fe sin obras es una fe moribunda o muerta. De ahí su obsesión por hacer obras de este jaez a todas horas y en todos los lugares. No puedo negar que dichas obras les debe de hacer mucho bien en el bazo y en la glándula pineal. Si no, no tendría ningún sentido que se obcecaran tanto en insertar en cualquier tipo de actividad la presencia del hisopo.
Estoy convencido de que ellos serán así la mar de felices y que se sentirán realizados metafísicamente. Pero estaría bien que alguna vez repararan en que llevan toda la vida ejerciendo una dictadura religiosa contra quienes ni creen en semejante fe y, menos aún, en los efectos bondadosos de las obras que eligen para su fortalecimiento.
Decía Voltaire que las personas débiles necesitan a Dios para comportarse bien. Por eso él decidió, el muy tunante, ser deísta y permitirse en vida todos los vicios inmanentes posibles. También dijo un ruso que si Dios no existe, todo está permitido. Por el contrario, Sartre decía que, dado que Dios no existe, la responsabilidad del sujeto se agiganta, porque asume la obligación de dotarse de una sintaxis con la que ordenar este perro mundo sin salirnos de él por la tangente de la fe.
Pues hacerlo sería «cambalachear la realidad», como decía un personaje de Galdós.