En su célebre libro La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag —una superviviente de cáncer, que años más tarde sucumbiría a otro tipo de cáncer— nos advirtió sobre percibir la mala salud como una simbología de algún otro mal social. “Mi punto es que la enfermedad no es una metáfora, y que la forma más honesta de mirar a la enfermedad es la que esté más purificada y sea más resistente al pensamiento metafórico”, escribió.
A medida que la pandemia mundial crecía, muchas personas no siguieron su consejo. Figuras como un portavoz del Estado Islámico, Hulk Hogan y un pastor conservador de Florida llamado Rick Wiles declararon que el virus era un castigo de Dios. Otras voces más ecológicas sugirieron que era la venganza de la naturaleza contra la raza humana, aunque, para ser justos, también hubo voces más fuertes que aconsejaron no antropomorfizar a la “madre naturaleza”. La vieja idea de ciencia ficción de que la raza humana es el virus del cual la Tierra está tratando de recuperarse también fue compartida. Los políticos caracterizaron a la pandemia como una guerra. Arundhati Roy la llamó “un portal entre un mundo y el siguiente”. Las ventas de la novela de Albert Camus de 1947, La peste, se dispararon.
Yo no me creí nada de eso, que la pandemia era una retribución divina o terrenal, ni tampoco me creí los sueños de un futuro mejor. Muchas personas quisieron sentir que algo bueno saldría del horror, que como especie de alguna manera aprenderíamos lecciones virtuosas y emergeríamos del capullo del confinamiento como espléndidas mariposas del nuevo mundo y crearíamos sociedades más amables, más gentiles, menos codiciosas, más ecológicamente sabias, menos racistas, menos capitalistas y más inclusivas. Esto me pareció y me sigue pareciendo un pensamiento utópico. No vi al coronavirus como un presagio del socialismo. Las estructuras de poder del mundo y quienes se benefician de ellas no se rendirían fácilmente a un nuevo idealismo. No pude evitar que me pareciera extraña nuestra necesidad de imaginar que de lo malo pudiera emerger lo bueno. Europa durante la Peste Negra, y luego Londres durante la Gran Peste, no estuvieron llenas de personas intentando ver el lado positivo. La gente estaba muy ocupada intentando no morir.
No somos la especie dominante del planeta por accidente. Tenemos grandes técnicas de supervivencia. Y sobreviviremos. Sin embargo, dudo que se produzca una revolución social debido a las lecciones de la pandemia. Pero sí, claro, uno puede esperar una mejora y luchar por ella. Quizás nuestros hijos vean —construyan— ese mundo mejor.
Es parte de nuestra tragedia que durante esta crisis y en muchos países —incluyendo los tres que más me han importado en mi vida—, nos haya caído la maldición de tener líderes con impresionante cinismo y mala fe. En India, el gobierno de Narendra Modi utilizó la pandemia para culpar a los musulmanes. En el Reino Unido, Boris Johnson (a pesar de haber contraído y haberse recuperado del virus) manejó la crisis con una incompetencia impactante, primero minimizando los riesgos, y luego reaccionando demasiado tarde y utilizando continuamente el argumento antiinmigrante de quienes apoyan el Brexit, a pesar de que las dos personas principales del personal sanitario que lo atendieron en el hospital eran inmigrantes y de que el Servicio Nacional de Salud del Reino Unido, en su conjunto, depende de sus habilidades y coraje.
Y en los Estados Unidos de Donald Trump, donde nada era impensable, sin importar cuán bajo cayeran él y sus seguidores, siempre hubo un nuevo fondo que tocar: en Trumpistán, el virus (como todo lo demás) fue politizado, minimizado y calificado de “trampa demócrata”. Se burlaron de la ciencia, la lamentable respuesta del gobierno a la pandemia fue ocultada por un aluvión de mentiras, los que llevaban gorras rojas agredieron a los que llevaban cubrebocas, y la montaña de muertos siguió creciendo sin ser lamentada por el charlatán egocéntrico que aseguraba, a pesar de toda la evidencia en contra, que estaba haciendo grande a Estados Unidos nuevamente.
Reparar el daño hecho por estas personas en estos tiempos no será sencillo. Es probable que yo no alcance a ver estas heridas curadas. Quizás se requiera de una generación o más. El daño social de la pandemia en sí, el miedo a nuestras viejas vidas sociales, en bares, restaurantes, salones de baile y estadios deportivos tardará en sanar (aunque un porcentaje de personas parece ya no conocer el miedo). Nos volveremos a abrazar y besar. Pero, ¿seguirá habiendo salas de cine? ¿Librerías? ¿Nos sentiremos bien en vagones del Metro repletos de personas?
El daño social, cultural y político de estos años y la profundización de las ya profundas divisiones en la sociedad de muchas partes del mundo, incluyendo Estados Unidos, Reino Unido e India, permanecerá por más tiempo. No sería exagerado decir que mientras miramos a través de estos abismos, hemos comenzado a odiar a las personas que están del otro lado. Ese odio ha sido fomentado por cínicos y se desborda de diferentes formas casi todos los días.
No es fácil descifrar cómo solventar esa brecha… cómo lograr que el amor se abra camino.