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Las primeras comuniones

La mayoría de los niños españoles de entre ocho y diez años son preparados para la primera comunión, una celebración en la que, según vemos cada mayo en los restaurantes, se ha desenfrenado el despilfarro. Los propios padres son los primeros en reconocer las contradicciones que esto supone, con una intachable mala conciencia. Pero aparte eso, ¿qué puede haber de malo en la catequesis y en las clases de Religión para la educación infantil?, si incluso la mayoría de los padres que no se proclaman católicos apuntan en ellas a sus hijos… Como tengo hijos pequeños, el asunto me ha dado que pensar, e intentaré responder (dando por descontado lo positivo de estimular la fraternidad y la solidaridad). Para facilitar la verificación o refutación de lo que diga, haré referencias, entre corchetes, a pasajes del libro esencial para los catequistas, el Catecismo. Recordemos que la doctrina oficial de la Iglesia, resumida en este Catecismo [11], es de obligado seguimiento [88,100], y que, de hecho, es muy mayoritaria la adhesión de los católicos a su mayor defensor, el Papa.

Estaremos de acuerdo en que deberíamos favorecer la formación de personas fuertes que sepan hacer buen uso de la razón para entender la realidad, que sepan lo que quieren y respondan de sus actos, que respeten a los demás y defiendan los derechos humanos para todos los humanos. Si esta formación ha sido importante siempre, su necesidad, incluso como mera defensa frente a la manipulación ideológica y física, se está acentuando ante las desconcertantes novedades de los tiempos que corren. Me detendré pues en cómo afecta la enseñanza religiosa ortodoxa a estos grandes valores: la racionalidad, la responsabilidad moral y la tolerancia.

Respecto a la racionalidad, la educación debe promover que los niños aprendan a observar la realidad y a sacar conclusiones adecuadas, basadas en la detección de regularidades y de cadenas de causas y efectos, mediante razonamientos correctos, desestimando las diversas formas de pensamiento irracional. Debe alentar una actitud crítica y abierta, que les permita reconocer errores y rectificar. ¡Formidable e inacabable tarea! En la catequesis, se hace creer a los niños en la existencia de almas, ángeles [328], demonios [414], un Dios personal [35-37], cielo, purgatorio [1031], infierno [1035], providencia [303], exorcismos [1673], adivinaciones del futuro [2004], transubstanciación eucarística [1413], resurrecciones [184], y milagros en general [156]. No está mal la lista de entes y fenómenos (esenciales en la fe) para no haber ni una sola prueba fiable de ninguno de ellos. No es que residan en un plano ajeno al mundo material, con lo que se evitaría el conflicto con la ciencia: recordemos que los hechos milagrosos (no cualquier cosa poco frecuente o inexplicada) se oponen, por definición, a las leyes de la naturaleza… y, por consiguiente, a la ciencia. Aún más: esas creencias se apoyan en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia, en “textos inspirados por Dios”. Unos textos tan plagados de contradicciones, que los teólogos se han visto obligados, para asumirlas, a violentar el buen uso de la razón y del lenguaje mediante admirables filigranas exegéticas y el extendido empleo de la categoría de “misterio”: de la Trinidad, del mal, del pecado original… A la postre, el contenido de las propias Escrituras resulta tan inconveniente que está quedando reducido a cenizas poéticas.

En mi opinión, forzar esa falseada visión de lo que existe y puede suceder y de lo que no, y alimentar un empleo incorrecto de la razón, no es inocuo: se opone al objetivo educativo de la racionalidad. (Y conste que soy un entusiasta de la ciencia ficción y que creo que son muchísimas las cosas que aún desconocemos y en las que estamos equivocados.) Cuando se dice que no es para tanto, que los niños no se creen mucho aquellas cosas, lo que se está diciendo no es que no sea mala la instrucción irracional, sino poco eficaz. Pero, en ocasiones, el irresoluble conflicto entre la fe católica y la racionalidad favorece la conquista de versiones blandas del doblepensar orwelliano: “sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer, sin embargo, en ambas; emplear la lógica contra la lógica…”. Capacidades alienantes (y en absoluto exclusivas de los católicos)… que a menudo operan como virtudes, pues ayudan a superar (en falso) incluso los más graves desacuerdos con la propia Iglesia, o a llevar con jovialidad incoherencias como las comunioneras o las navideñas.

Quizás este lastre mental pueda soltarse con un des-engaño radical, pero me temo que le suele quedar a uno una mayor tendencia una percepción distorsionada de lo que hay, que propicia el creer en horóscopos o en prodigios en Fátima. Me entristece que una persona adulta, dueña de un cerebro capaz de análisis y discernimiento, sucumba bajo una visión un tanto alucinada y un modo de pensar supersticioso. Pero debe considerarse una opción personal (autónoma) legítima.

Veamos otro valor que hoy parece más reclamado que la razón, y al que no es aplicable, si no es dogmáticamente, el concepto de verdad: lo que se suele entender por “ética” o responsabilidad moral. Sólo es responsable quien es dueño de sí mismo, capaz de decisión libre: autónomo. Sin embargo, los preceptos de la moral católica se imponen mediante procedimientos de interiorización que me parecen abusivos. Para empezar, se apoyan en la irracionalidad ya comentada. Pero es que, además, el incumplimiento de los preceptos, el pecado, puede suponer la condenación eterna, el infierno [1033]. Contraemos un pecado aun antes de pecar: ¡el “pecado original” de Adán [390], por culpa del cual estamos sometidos a la ignorancia, el sufrimiento y  la muerte [405]! Con los pecados, los niños “ofenden” a otro ser, Dios [1440], que observa (junto a los ángeles…) todos sus actos y pensamientos. ¿No atenta la creencia en estos acompañantes/policías de la mente contra la libertad más profunda, la de las acciones, pensamientos y emociones más íntimas? El beneficio psicológico consiste en un sentimiento de seguridad y en el alivio del peso de muchas decisiones morales sobre criterios ajenos, superiores. Pero ¿no supone esta dejación una pérdida de dignidad? No es de extrañar que muchos católicos, sacerdotes incluidos, se rebelen de hecho contra aspectos importantes de la moral católica.

Casi todos, creyentes o no, coincidimos en los efectos atroces que puede ocasionar el fundamentalismo. Entonces, ¿ya no hay intolerancia ni discriminaciones injustas en la Iglesia ni en la instrucción católica que reciben los niños? Recordemos los pecados graves contra el sexto mandamiento: la lujuria, la masturbación, la fornicación, la pornografía, la prostitución, la violación y la homosexualidad [2351-9]. Naturalmente, coincido en la reprobación de lo que sencillamente son actividades delictivas o abusivas. Pero la durísima y dañina condena de comportamientos sexuales alternativos, que no dañan a nadie (¡al contrario!), ¿no es intolerante? Con la prohibición de los métodos anticonceptivos [2370] la Iglesia obstaculiza, a escala planetaria, el acceso educativo y material a los medios para el control autónomo de la natalidad, lo cual trae consigo infinidad de nacimientos en condiciones infrahumanas, que desembocan frecuentemente en una muerte precoz o en una vida de horror. Tampoco parece que la Iglesia pueda hacer mucho por mejorar la discriminación de la mujer, pues ella misma es dueña de uno de los estados más machistas del planeta, en el que prevalece una discriminación sexual extrema, que se presenta a los niños como normal. No es la única duda acerca de los valores democráticos: ¿tiene previsto la Iglesia acabar con su dictadura teocrática y masculina?, ¿renunciará a las prerrogativas económicas y educativas en países como España? Pues bien: es a súbditos espirituales de ese estado medieval a quienes se encarga la educación religiosa de los niños: ¿están capacitados para transmitir valores democráticos, de racionalidad y tolerancia? Pues me aseguran que, en ocasiones, sí. Parece que muchos enseñantes religiosos se apartan sustancialmente de la ortodoxia que aquí critico, con lo que mis objeciones estarían fuera de lugar. ¿Quiere decirse que, en esos casos, la catequesis es buena porque los catequistas son, literalmente, herejes? (véase [2089]).

Sorprendentemente, algunos de los padres aludidos al principio están básicamente de acuerdo con lo que llevo dicho. ¿Cómo es posible? En general, no lo sé, pero creo que se dan bastantes casos en que hay algo que pesa más que todos los efectos negativos citados. Los padres buscamos la felicidad de nuestros hijos, y sabemos que se tendrán que enfrentar al dolor y a la muerte: ¡qué gran consuelo la religión, que promete una vida celestial y eterna en cuerpo y alma! Aunque muchos no creen esto firmemente, han comprobado el efecto narcótico de mantener la Gran Mentira Piadosa. A esta ventaja se añade, en otro plano, que es preferible seguir a la mayoría, no distinguirse, y, a la hora de la celebración, no ser menos.

Estas opciones de salvación psicológica y social que supone la religión católica también me parecen, por supuesto, lícitas (tanto como otras formas de rechazo de la realidad y aun de la propia vida, y otras formas de gregarismo), pero siempre que no dañen a terceros y que sean decisiones autónomas. Decisiones de adultos, por tanto. En cambio, no me parece lícito que las distorsiones de la realidad y la renuncia a la autonomía moral que suele conllevar la educación religiosa se inculquen en las mentes infantiles. Y que me disculpen los restaurantes y otros comercios.

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