Esos costosos banquetes no son más que el epílogo aparatoso y festivo de un largo proceso de instrucción, la catequesis
Estamos en época de primeras comuniones, por lo que con frecuencia vemos en los restaurantes esas celebraciones tan criticadas hasta por los curas porque parecen mini-bodas. Sin embargo, por lo que se refiere a los niños y niñas comulgantes, esos costosos banquetes no son más que el epílogo aparatoso y festivo de un largo proceso de instrucción, la catequesis, frente al cual aquellos aspectos me parecen secundarios. Bueno, no tan secundarios si también tenemos en cuenta cosas como el chantaje que se ejerce sobre la infancia con los regalos y el que las niñas vistan como novias, con vestidos blancos como símbolo de pureza.
Como digo, para mí lo más grave puede ser que los niños y niñas, que hacen la primera comunión cuando tienen 9 o 10 años, han sido previamente sometidos a un largo adoctrinamiento catequético en las parroquias, generalmente complementado en las clases de religión en la escuela. En las dos formas de catequesis se les inculca la doctrina católica, que está recopilada y puesta al día en el Catecismo de la Iglesia católica, que es por tanto la referencia clave a este respecto. El Catecismo se resume, para las catequesis, en catecismos infantiles y en los libros escolares de religión. Cuando alguien dice «pues a mis niños no les enseñan “…” [cosas que comentaré que dice el Catecismo] en la catequesis» parroquial o escolar, debe de ser que tienen catequistas que no cumplen bien su cometido. Consideremos estos dos aspectos: (1) la doctrina que se inculca a la infancia, y (2) el método que se emplea para hacerlo. Me apoyaré mucho en la ciencia por su carácter racional y objetivo.
(1) La doctrina. Esta incluye una serie de aseveraciones sobre (a) cómo son las cosas (qué existe, qué cosas pasan, y por qué) y (b) cómo hay que comportarse (qué es bueno y qué es malo).
(1a) Sobre cómo son y funcionan las cosas, nos encontramos (en los catecismos y en los libros escolares de religión) con un extenso repertorio de afirmaciones contrarias a la ciencia, empezando por el creacionismo. Lo que es científico es el evolucionismo, que desde Darwin explica la diversidad de la vida –incluyendo, obviamente, a la especie humana– por mecanismos naturales, lo que excluye radicalmente cualquier intervención sobrenatural, como la de un Dios creador y providente. Se excluye asimismo cualquier propósito o intencionalidad en la evolución de las especies. La ciencia trabaja también para dar cuenta de las actividades del cerebro (la mente), descartando las fantasiosas almas –inmateriales e inmortales– de la doctrina católica. Y quien dice almas, dice otros entes ultramundanos: ángeles, demonios y demás seres espirituales que habitan el cielo, el infierno o el purgatorio (que siguen ‘existiendo’ en la doctrina católica, insisto en que vean el Catecismo). La fe católica se opone explícita y frontalmente a la ciencia cuando proclama milagros, pues estos consisten en fenómenos que la ciencia no sólo no puede, sino que no podrá explicar jamás. La resurrección de Jesús (y de otros), la virginidad de María (modelo de mujer asexuada y sumisa), las ascensiones y asunciones al cielo, las curaciones prodigiosas, el milagro cotidiano de la transubstanciación…: todo ello es falso a la luz de la ciencia (y generalmente del sentido común).
(1b) Sobre los aspectos morales de la doctrina, la ciencia no tiene nada que decir (las cuestiones morales en principio son acientíficas, no anticientíficas), pero sí sobre los fundamentos en que se apoyan. Por ejemplo, la ciencia no opina sobre la bondad o maldad de la eutanasia o del aborto. Pero el rechazo católico del aborto se basa en última instancia en que Dios le insufla un alma a cada zigoto, un alma inexistente para la ciencia, de modo que el rechazo se queda sin fundamento. (Y, por cierto, el mayor abortista sería Dios, dada la frecuencia de abortos espontáneos). En cuanto al rechazo católico a la eutanasia, se fundamenta en que Dios nos ha creado y por tanto es dueño de nosotros, de modo que no podemos disponer de nuestra vida a nuestro antojo. Esa propiedad y dominio de Dios sobre nosotros también sirve para rechazar la homosexualidad y negar que hagamos lo que nos apetezca con nuestros cuerpos, pues nos niegan que sean “nuestros”.
Según la Iglesia, tenemos que someternos a las imposiciones del Dios amo y señor que sólo ella conoce adecuadamente, y que la llevan a ser ferozmente homofóbica, LGTBI-fóbica y misógina (recuerden el libro “Cásate y sé sumisa”; un reflejo de lo que se espera de la mujer lo tenemos en los vestidos de “mininovias” de las niñas en las primeras comuniones). El hecho es que la Iglesia y el Estado vaticano atentan contra los derechos humanos de mujeres, homosexuales y otras personas que no encajen en su extremadamente machista visión, y quieren imponer su deplorable moral no solo a sus fieles, sino a toda la ciudadanía. Reflexionemos: ¿no han sido esas normas sagradas inmutables, de “origen divino”, ampliamente superadas por las muy humanas y mejorables declaraciones de derechos?
Lo que me pregunto además, con asombro e indignación, es ¿cómo los poderes políticos (gobiernos de derechas y de izquierdas) pueden dejar en manos de una organización como la Iglesia católica (y de las instancias equivalentes de otras religiones) la educación moral de la infancia? (Más de tres millones de niños reciben actualmente instrucción religiosa en la escuela). ¿No es una educación que promueve, entre otras cosas deleznables, la infravaloración de la mujer y de personas LGTBI+, y por ende comportamientos machistas y supremacistas? ¿Cómo no se considera esto en la prevención de la violencia de género y de la violencia homófoba…?
(2) El método de instrucción. No solo la doctrina que se inculca en la catequesis es anticientífica (además de contraria a los derechos humanos), sino que el método de enseñanza también es contrario al científico. La ciencia basa su avance en la aportación de pruebas y la falsabilidad (debe haber manera de falsar –refutar– las hipótesis si son falsas); siempre debe estar abierta a la autocorrección, a la profundización, a un mayor alcance explicativo, en definitiva a la mejora. No vale el principio de autoridad (creer algo solo porque alguien importante lo diga). En cambio, el método religioso-catequista es dogmático: se aportan (supuestas) verdades indiscutibles y definitivas, y hay que aceptar sin rechistar lo que digan los libros sagrados y la autoridad jerárquica, sobre todo el papa. Todo ello lleva a aceptar proposiciones absurdas (toda la historia de “la salvación” lo es) violentando la lógica y el lenguaje. De hecho, se incurre a menudo en el pensamiento y los rituales mágicos (recordemos los pases harrypotterianos de manos realizados por los sacerdotes para propiciar la transubstanciación o el perdón de los pecados, o la teofagia de la comunión). No olvidemos que los niños en catequesis deben asistir los domingos a esas ceremonias mágicas y teofágicas. No extrañe que, en muchos casos, aunque con los años se acaben desechando las creencias más irrisorias, quede un poso de propensión a creer en otras chifladuras pseudo y anticientíficas.
Debo hacer hincapié en que con esos dos aspectos interrelacionados –doctrina y método– se asedian de manera insidiosa (con apariencia bondadosa) las mentes infantiles cuando son más vulnerables, tanto en las parroquias como en las escuelas. En realidad, en estas últimas el asedio empieza antes, pues ya hay clases de religión en la etapa de educación infantil (3 a 6 años) en colegios públicos, concertados y privados, mientras que la catequesis parroquial comienza sobre los 7-8 años.
Pero hay un aspecto especialmente condenable, respecto a los “métodos”, que se circunscribe a la catequesis parroquial: las confesiones. Las niñas y niños están obligados a realizar el sacramento de la penitencia, por el que deben confesar sus pecados a un sacerdote. Es decir, deben contarle a una autoridad sagrada, no familiar, a menudo en un entorno de intimidante proximidad física, sus pecados visibles o secretos: sus actos, pensamientos, deseos y sentimientos más recónditos; nada debe quedar fuera del escrutinio divino-sacerdotal. Esto puede generar en los menores sentimientos de vergüenza y culpa que a veces llegan a ser angustiosos, aunque se supone que, tras el arrepentimiento, los curas los alivian temporalmente con sus pases y palabras mágicas de perdón y la imposición de penitencias. Piénsenlo bien: ¿no hay un evidente abuso de poder?, ¿no deberían prohibirse esas prácticas de acoso sobre las conciencias infantiles?
No olvidemos que, además, se enseña a los niños a creer que están siendo vigilados continua e íntimamente por la divinidad (y sus ayudantes, como los Reyes Magos). Es decir, que, aunque no cuenten sus secretos, hay Alguien que los conoce. El acoso sobre las mentes infantiles no puede ser más alevoso y execrable.
Y no olvidemos tampoco que, con frecuencia, los abusos físicos a la infancia en el ámbito de la Iglesia vienen precedidos y acompañados de esos abusos mentales. El exsacerdote y escritor Adrián Vitali afirmó en una entrevista en la revista argentina Memo que «en el 95 por ciento de los abusos de curas a niños, se usó la confesión como elemento de seducción y de acercamiento al chico». ¿Cómo el Defensor del Pueblo y otros defensores de los menores frente a los abusos sexuales no incluyen la eliminación de la confesión entre las medidas de prevención?
Por todo ello, no comparto lo que tantas veces escucho como coletilla cuando se rechaza justamente el adoctrinamiento religioso en las escuelas sostenidas con dinero público (lo que incluye a las concertadas): «quien quiera religión para sus hijos, que se la pague», y, «para la catequesis, que los lleven a la parroquia». No lo comparto porque los derechos de la infancia no se deben comprar y vender, ni se deben vulnerar al antojo de padres y madres. No deben tener menos derechos las niñas y niños cuyos progenitores facilitan su vulneración (por ejemplo, en escuelas privadas y en las parroquias). ¿No es así respecto a los abusos físicos?, ¿por qué no respecto a los mentales? Está en juego la dignidad humana. Por supuesto, esos progenitores actúan de buena fe y no creen vulnerar nada, al contrario; podemos decir lo mismo de quienes están en alguna “secta” perseguida. Pero el hecho es que los menores afectados requerirían en todo caso más protección, no menos.
¿Qué hacer? En el ámbito político podría avanzarse mucho. Para empezar, con lo que exige Europa Laica (y otras organizaciones laicistas): no a las asignaturas de religión en la escuela (y pongo “asignaturas” en plural porque lo aquí dicho vale, con las lógicas diferencias de matiz, para otras religiones como el islamismo, judaísmo, evangelismo, etc.), pero yo dejaría claro el no a la religión en ningún tipo de escuela, sea pública, concertada, o privada. Naturalmente, hace falta acabar con todos las demás prerrogativas de las iglesias (sobre todo, por ser especialmente desaforadas, las de la católica), que también perjudican, aunque sea de forma menos directa, a la infancia. ¿Cómo puede presumir de progresista y feminista un Gobierno que mantiene los privilegios religiosos, sobre todo el que perpetúa el adoctrinamiento anticientífico, antifeminista y LGTBI-fóbico de la infancia? ¿No se dan cuenta de que este adoctrinamiento promueve además el fundamentalismo ultraderechista y antidemocrático?
Mientras tanto, y al margen de las acciones políticas, creo que en el ámbito personal podemos denunciar, o al menos no favorecer, el adoctrinamiento infantil, ocurra este en el ámbito público o privado. Creamos lo que creamos, no matriculemos a las niñas y niños en religión, no los bauticemos (igual que no los afiliamos a nuestros partidos políticos), ni los apuntemos a catequesis. Por otro lado, no es tan difícil, y tiene valor didáctico, rechazar las invitaciones a bautizos (donde empieza el asedio) y primeras comuniones. Intentemos concienciar a madres y padres sobre los derechos de sus hijos a la libertad de conciencia. Y contribuyamos en lo que seamos capaces a que las niñas y niños ejerciten el pensamiento racional crítico y autocrítico, con buen humor, con respeto a los diversos (in)creyentes pero no necesariamente a las (in)creencias, promoviendo su autonomía moral (indisociable de la dignidad humana) y propugnando una ética humanista laica.
Juan Antonio Aguilera es profesor de Bioquímica y Biología Molecular en la Universidad de Granada. También es miembro de la Junta directiva de Europa Laica, y miembro de ARP-Sociedad para el Avance del Pensamiento Crítico y del Círculo Escéptico.