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Las hijas de Galileo. Virginia (1600-1634) y Livia (1601-1659)

Galileo Galilei, el sabio y erudito italiano que la Inquisición estuvo a punto de quemar vivo, porque había descubierto que el Sol no gira alrededor de la Tierra, tuvo con su amante Marina Gamba dos hijas y un hijo. La primera de los tres fue Virginia, que vino al mundo el 16 de agosto del año 1600; la segunda, Livia, que llegó un año después (1601) y el último, el hijo, Vincenzo, cinco años más tar-de.(1606). Galileo le dio al hijo estudios universitarios, pero a las niñas, como no podía aspirar a casarlas con nadie importante, porque eran hijas del amor y el pecado, sin pedirle a ninguna de ellas su parecer, a la edad de doce años una y de once la otra, ambas juntas, las internó en un convento de monjas. Esta decisión paterna, tras un breve tiempo de novias o novicias y el solemne acto de abnegación del mundo, convertía a las dos chicas en esposas de Jesucristo y nueras de Dios padre. Demasiados títulos y atributos celestiales para, una vez entradas en el convento, Virginia y Livia pudieran salir un día de él. Aunque el esposo, muerto muchos siglos atrás en la cruz, era un marido permanentemente ausente, no había posibilidad de nulidad de matrimonio ni divorcio. En el convento se entraba con suma facilidad, pero jamás se podía salir, porque incluso des-pués de muertas, los cadáveres de las monjas quedaban en el cementerio del convento.

Corría el año 1612 y las relaciones de Galileo con la Iglesia católica iban viento en popa. Era el científico mimado por la teocracia romana y, aunque para la Iglesia filosofía, ciencia y arte, sólo debían ser las criadas de la teología, y, en consecuencia, sus cultivadores los criados del papado y el clero, a él siempre lo trataron muy bien. Papas y cardenales condescendían a recibirlo en sus palacios y aparentar su amistad y aprecio; él también se sentía orgulloso y halagado con la amistad de los poderosos. En este breve idilio entre el poder y la ciencia, ¿qué mejor muestra de adhesión y servilismo a la causa católica que entregar a la institución el tesoro de sus dos hijas? Dos pimpollos apenas entradas en la pubertad, una con doce años, otra con once. Era la mejor manera de demostrar que él, Galileo Galilei, científico y cultivador a ratos de la literatura y la filosofía, estaba al servicio de la teocracia papal. La voluntad de las niñas… Pero, ¿tiene voluntad una criatura con doce años? Era el padre el que disponía en nombre de ambas. Y la decisión del padre fue entregar las dos niñas a sus benefactores. Benefactores que, pocos años después, se convertirían en sus peores enemigos.

Las dos víctimas entraron en el convento de San Mateo de las monjas clarisas de Arcetri, pueblo de las proximidades de Florencia, en 1612. Unos meses antes había muerto Marina Gamba que, de haber estado viva, posiblemente se habría opuesto a tal atropello. Ninguna de las dos niñas sentía la más mínima vocación religiosa y a ninguna de ellas, como ya queda dicho, el padre le pidió su opinión. Putas y monjas, al cambiar de vida, cambian también de nombre y Virginia, que a pesar de todo seguía queriendo a su padre, en honor a él y a sus grandes descubrimientos en el cielo, tomó el nombre de María Celeste; Livia, sin que se sepan las razones, tomó el de Arcángela.

La vida en el convento siempre fue dura y monótona. Misas, rezos, costura y meditación. La alimentación era pésima y lo que monjas y frailes llamaban el mundo sólo lo veían a través de las espesas celosías de las ventanas del convento. Virginia, la hija mayor de Galileo y Marina Gamba, que siempre había sido de salud frágil, murió con sólo 34 años, víctima de la disentería, entonces llamada cólico morbo, producida sin duda por la falta de higiene en la cocina del convento. La disentería es una enfermedad que afecta al intestino y se contagia sobre todo por falta de aseo en las comidas o bebidas. Sabido es que el odio al agua y al jabón formaba parte del credo católico y el escritor Bertrand Russell, premio Nobel de Literatura, nos ha dejado unas páginas muy significativas sobre este tema que merece la pena recordar:

La limpieza les daba horror. Los piojos fueron llamados “perlas de Dios” y eran signo de santidad. Los santos y las santas se jactaban de no haber usado nunca el agua para sus pies, excepto cuando tenían que cruzar un río.-Ber-trand Russell.-“Historia de la Filosofía”, pág. 424.

El texto de Bertrand Russell hace referencia a los conventos de la Edad Media. En el siglo XVII la higiene debía ser algo mejor, pero no del todo satisfactoria. El agua continuaba siendo para frailes y monjas la aliada de la concupiscencia de los sentidos y su disfrute, que los santos y santas siempre supieron evitar, sólo podía llevar al pecado. Estas deficiencias en el aseo, unidas a una salud siempre quebradiza, explican la muerte de la monja María Celeste en plena juventud, víctima de la disentería.

A la muerte de Galileo (8 de enero de 1642) se descubrieron ciento veinte y cuatro cartas que Virginia había escrito desde el convento a su padre. Formaban parte de una continuada correspondencia entre la monja y el sabio y ahora es posible consultarlas. Sin embargo, las cartas de Galileo a su hija han desaparecido todas, sin duda destruidas por la abadesa del convento o el cura confesor de las monjas. No hay que olvidar que a los ojos de la In-quisición Galileo era un hereje y guardar las cartas de un hereje era para el convento, además de grave pecado, un inminente peligro. Hubiese podido la Inquisición acusarlo de simpatizar con la herejía. ¿Qué mejor solución que hacerlas desaparecer? Es lo que debió ocurrir a la muerte de la monja. Sin embargo, las cartas de sor María Celeste a su padre sí se han conservado, sin que se tenga noticia de que la Inquisición anduviese detrás de estas cartas. Hay una explicación muy lógica del caso: la existencia de esta correspondencia sólo se supo a la muerte de María Celeste y, una vez muerta la monja, aunque hubiese caído en herejía, poco podía perturbar a la Iglesia. No era el caso de las cartas de Galileo, aún vivo y en prisión domiciliaria y con una Inquisición que no cesaba de sospechar que su cacareado arrepentimiento era falso y sólo pretendía evitar la hoguera. En el fondo Galileo seguía pensando que es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no a la inversa como exigía, asistida por el Espíritu Santo, la Iglesia. Parece que estas cartas sí fueron buscadas y rebuscadas por inquisidores y servidores del papa Urbano VIII sin que jamás nadie lograra dar con ellas.

Las cartas que María Celeste le escribió a su padre demuestran que los descubrimientos de Galileo le interesaban a su hija y ésta seguía con el mayor interés toda su trayectoria científica. De haber continuado en el mundo habría sido su mejor colaboradora. Galileo dijo de ella: “Es una mujer de ex-quisita mente, singular bondad y muy apegada a mí”. Meterla en el convento con doce años fue, sin la menor duda, el gran error del científico. Un error que también repitió con Livia. No fueron sin embargo sus únicos errores. Trasladarse de Venecia, donde gozaba de un merecido prestigio y la Inquisición aún no había alcanzado su grado máximo de perversidad, a la Florencia de los Médicis, fue otro de sus grandes errores. Este error estuvo a punto de costarle la vida, abrasado en una hoguera inquisitorial, como ya le había ocurrido a Giordano Bruno, (1548-1600) y a tantos otros. Si Galileo al fin murió en su cama, como la mayoría de los humanos, fue después de la humillación de tener que desdecirse de cuanto había descubierto y era su corona de gloria. Él debió recordar muchas veces aquel vergonzoso trago de la abjuración de todo lo que había escrito y descubierto:

Yo, Galileo, hijo del difunto Vincenzo Galileo, florentino, de 70 años de edad, personalmente presente en este Tribunal y de rodillas ante Ustedes, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, Inquisidores Generales en toda la República Cristiana contra la herética perversidad. Teniendo ante mis ojos los Sacrosantos Evangelios que toco con mi mano, Juro que siempre he creído, creo ahora y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo en el futuro, todo lo que la Santa, Católica y Apostólica Iglesia tiene por verdadero, predica y enseña.

Pero, como, después de haber sido jurídicamente ordenado que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro, en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa aportando razones muy eficaces en su favor, he sido juzgado por este Santo Oficio como claramente sospechoso de herejía.

En consecuencia, queriendo eliminar de la mente de vuestras Eminencias y de todos los fieles cristianos esta vehemente sospe-cha justamente concebida contra mí, vengo con corazón sincero y fe no ficticia, a abjurar, maldecir y detestar los susodichos errores y herejías y, en general, todo error, herejía y secta contraria a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro no diré ni afirmaré nunca, ni verbalmente ni por escrito, cosas que puedan hacerme sospechoso. Y si conozco algún hereje sospechoso de herejía, lo denunciaré al Santo Oficio o al inquisidor del lugar donde me encuentre. 

Yo, Galileo, que suscribo, he abjurado, jurado, prometido y me he comprometido a lo que precede. En fe de lo cual, de mi puño y letra he firmado la presente declaración de mi abjuración y la he leído en voz alta, palabra por palabra, en Roma en el Convento de la Minerva el 22 de junio de 1633.

Yo Galileo, he abjurado, como anteriormente cons-ta de mi puño y letra.

Jamás olvidaría el resto de su vida tal humillación. Mucho más estando completamente seguro, sin la menor duda, de que era él quien llevaba razón: es la Tierra la que gira alrededor del Sol y no el Sol alrededor de la Tierra, como exigían en su cretina ignorancia la Inquisición y los jesuitas. Era, por otra parte, algo que ya descubrió el sabio griego, Aristarco de Samos, y volvió a descubrir en tiempos más recientes Copérnico. Él no hacía más que seguir una corriente científica que venía de los griegos y que sus experimentos y cálculos matemáticos confirmaban. Era así y, por más condenas y hogueras que levantara la Inquisición y el papa Urbano VIII, seguiría siendo así por los siglos de los siglos. Llamar hereje a quien había descubierto esta realidad era tildar de herejes a todas las personas que en el futuro, antes o después, también habrían de descubrirla. En este sentido, todos los actuales habitantes del planeta Tierra somos herejes, pues a nadie se le ocurrirá aceptar en este siglo XXI que el Sol gira alrededor de la Tierra.

Pero las desgracias no suelen venir y solas. Por si fuera poco la humillación de tener que abjurar de rodillas de todo lo que había descubierto, a los pocos meses su hija María Celeste caía enferma de disentería y unos días después estaba muerta. Y para coronar todos sus males, por esas mismas fechas o un poco después empezó a perder visión y, por último, se quedó completamente ciego. Él, que durante tanto tiempo había estado contemplando la inmensidad de los cielos, ahora no podía ver ni el plato que tenía delante. Debió ser entonces cuando, en sus largas meditaciones de invidente, empezó a pensar en el otro gran error de su vida: llevar a sus hijas al convento y dejarlas allí para siempre. Un error tan grave que no sólo afectó a él, que, se quedó solo y desvalido en su casa-prisión de Arcetri, ya que Marina Gamba había muerto en 1612, sino que además consiguió hacer de sus hijas dos desgraciadas, encerrándolas entre cuatro muros en plena juventud. ¿Qué sabían ellas del mundo? ¿Qué habían disfrutado de la vida y sus múltiples dichas y placeres? ¿Qué recordaban de los ríos, del mar y la primavera?

Parece que Virginia logró adaptarse a la vida de convento con relativa facilidad, pero Livia, que era de carácter más mundano, jamás aceptó la vida monjil y siempre consideró el convento como un cautiverio. La escritora Carmen Resino, en su libro La Bóveda Celeste,(editorial Roca, Barcelona), en el que trata de revivir la vida de las dos hermanas en el convento de San Mateo, tras la desgarradora muerte de María Celeste, que ocurre en las primeras páginas del libro, nos presenta a sor Arcángela, una monja atormentada y a la vez resentida contra un padre que, sin tener para nada en cuenta su gustos ni opinión, la había condenado a pasar el resto de su vida en esa desolada prisión que era para ella el convento. Cada vez que alguien de fuera la visitaba le hacía el mismo y desesperado ruego: ¡Sáqueme de aquí! Las visitas se compadecían de ella, pero nadie se atrevió a dar satisfacción a sus deseos porque todos sabían el alto precio que habría tenido que pagar quien se hubiese atrevido a sacar a una monja de su convento. No tenemos referencias de que la visitara su padre. Tampoco mantuvo ninguna correspondencia con él. Sabía que, una vez muertas su madre y su hermana, estaba sola, completamente sola a pesar de tener a su lado a tantas mujeres en la misma situación que ella, y que jamás podría contar con su padre.

Galileo murió, acompañado de su hijo Vincenzo y de sus discípulos Viviani y Torricelli, el 8 de enero de 1642. Sor Arcángela recibió la noticia al día siguiente. Dos años después su irascible enemigo, el papa Urbano VIII, pasó a peor vida. Le sucedió Inocencio X, cuyo pontificado estuvo marcado por los escándalos de su barragana la intrigante Olimpia Pamphili, (1591-1657) que en Roma la llamaban la “Papisa”. A todos sobrevivió sor Arcángela que, a pesar de sus muchos achaques, se mantuvo en pie hasta el año 1659. Murió en el convento de San Mateo y, por lo que cuentan sus biógrafos, hasta el último momento lamentó su cautiverio y que su padre la hubiese encerrado en lo que ella siempre consideró una prisión.

Como Livia Galileo había en aquella época miles y miles de mujeres, ingresadas en conventos y abadías en contra de su voluntad, sin que nadie osara levantar un dedo para salvarlas. Algunas de ellas evolucionaron hacia un misticismo que Richard Dawkins –entre otros–, ha calificado de sucedáneo del amor carnal, otras terminaron neurasténicas, locas o se suicidaron, pero la mayoría supo adaptarse a la vida de rezos y cautiverio. Si alguna, un poco más osada, intentó atenuar las rígidas normas que había impuesto la jerarquía, la castigaron con con la mayor severidad. Tal fue, por ejemplo, el caso de la monja emparedada en Granada en 1612 de la que nos informa Henríquez de Jorquera en sus Anales de Granada.

Un siglo después el escritor francés Denis Diderot (1713-1784) nos dejó en su novela La Religiosa (publicada en 1760) una demoledora denuncia, sin atenuantes ni paliativos, de tal situación. Con mucho gusto lo hubiese quemado la Inquisición, como había quemado a Giordano Bruno y a tantos otros, pero la situación de Europa había cambiado y Diderot ni estaba al alcance de los papas ni los papas eran ya dueños del mundo. Tuvieron que limitarse a incluirlo en el famoso índice de libros prohibidos del Vaticano, junto a Voltaire y a otros grandes maestros. Todo un honor para el libro de Diderot. Pero en esas fechas Livia Galilei, cuya vida se había apagado en la primavera de 1659, quedaba lejos, muy lejos en el tiempo, y ya nadie se acordaba de ella.

Francisco Gil Craviotto. Escritor

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