Adoctrinar es robar la inocencia, es doblegar nuestra razón a favor de ideas que no son nuestras, sino de otros
Crecí, como todos los españoles de mi generación, bueno, en realidad de todas las generaciones, incluidas las más jóvenes, siendo adoctrinada en el nacional catolicismo. No digo “educada”, sino “adoctrinada”, porque para nada educar y adoctrinar es lo mismo, sino todo lo contrario. Educar es, como dice el maravilloso pedagogo Jurjo Torres “generar sueños”, y adoctrinar es lo más opuesto a eso, es robar no sólo los sueños sino, además, la capacidad de soñar; es imponer una creencia, es obligar a asumir algo inasumible en edades tan tempranas en las que es imposible tener herramientas de defensa intelectual contra cualquier perversión o ataque ideológico. Adoctrinar es robar la inocencia, es doblegar nuestra razón a favor de ideas que no son nuestras, sino de otros. Es eso que una buena amiga, Milagros Riera, siempre ha llamado “pederastia intelectual”.
De tal manera que pasé mi infancia y parte de la adolescencia, como todos, siendo incapaz de creer en la posibilidad de que lo que me contaban como verdad única no era verdad, o era, como poco, cuestionable. Y dediqué mucha energía desde muy jovencita, porque soy persona con una buena dosis de espíritu crítico, a intentar buscar argumentos o hechos reales que justificaran ese adoctrinamiento recibido. Por supuesto, lejos de encontrar ideas o hechos que apoyaran esos idearios, lo que fui encontrando poco a poco, según fui sumergiéndome en libros de historia, o de filosofía y, por supuesto, en la realidad de la vida misma, fue todo lo contrario: cientos, miles de argumentos, de ideas, de hechos históricos que demuestran sin lugar a dudas que las religiones no son lo que dicen, sino una herramienta del poder para someter a las sociedades y sumirlas en la oscuridad y en la ignorancia. Simplemente la larguísima historia de la Inquisición nos muestra con enorme claridad que el amor no es lo que mueve a la religión.
Y uno aprende, muy a destiempo porque nadie nos habla sobre ello, que existe algo que se llama Laicidad que no es otra cosa que respeto. Laicidad es un principio de convivencia pacífica y respetuosa con las ideas ajenas fundamentado en la neutralidad del Estado respecto de las distintas variantes ideológicas y de conciencia de los ciudadanos. Es decir, la laicidad es, desde la perspectiva de lo político, la independencia del Estado respecto de cualquier creencia particular o de cualquier religión. Porque cualquier Estado, para ser democrático, tiene que acoger a todos, y no sólo a unos pocos que militen en determinada organización o que profesen determinada creencia, ya sean mayoría o sean minoría. De hacerlo así no hablamos de democracia, sino de teocracia o de dictadura.
La laicidad es, decía, respeto por las ideas y las creencias ajenas. Quien imponga sus ideas al resto les está alejando de su libertad. Pero la laicidad en realidad no ataca a nadie, ni a ninguna creencia ni a ninguna religión, algo de lo se suelen quejar mucho los que más suelen atacar a los demás. Simplemente, al contrario, se defiende de quien o quienes imponen sus ideas al resto, propugnando y defendiendo el pluralismo ideológico y la consecuente libertad de conciencia sin la cual no puede existir igualdad de derechos.
En estos presupuestos de respeto primordial a las ideas y a las creencias o increencias ajenas cualquier injerencia de las religiones en las cuestiones de Estado es una vulneración del Estado de derecho porque beneficia a algunos en perjuicio de otros. Y ello sin tener en cuenta la enorme y abusiva financiación con dinero público de la Iglesia católica. Es por eso que los Estados democráticos están obligados a la asepsia ideológica y confesional que es la matriz del respeto a la igualdad esencial de todos los ciudadanos.
La reciente ceremonia de Estado el 10 de julio de homenaje a las 28000 víctimas en España por el coronavirus ha marcado un hito en esa asepsia confesional que hay que exigir al Estado y a todas las instituciones públicas. Ha sido la primera vez en España que se ha llevado a cabo una ceremonia civil sin precedentes en lugar de un acto religioso. Hace pocos años hubiera sido impensable. Gracias a Sánchez y a Iglesias ha sido posible.
Como hemos visto todos, no ha pasado nada. No se ha parado el mundo. No se ha profanado nada. No ha aparecido ningún demonio con pezuñas y tridente. Al contrario, el armazón de la ceremonia ha sido el respeto y la razón. Se ha homenajeado a los miles de fallecidos sin importar sus creencias particulares, sin importar su clase social, su origen o sus fobias o filias. Ha sido una ceremonia en mi opinión muy hermosa, y llena de simbolismos y de espiritualidad, ajena a la parafernalia y a la irracionalidad de la religión. Palabras de aliento, de pesar, de honor y reconocimiento a las víctimas y a sus familias; unidad, tolerancia, sentimiento, ofrenda de flores, una llama de homenaje, respeto, muchísimo respeto, un poema en la rotunda y preciosa voz del actor José Sacristán: Silencio, del poeta Octavio Paz; ese poeta mexicano maravilloso que decía cosas tan bonitas como “si dios existe es en cada uno de nosotros, como aspiración, como necesidad, y también como último fondo intocable de nuestro ser” o “las almas se pierden o se ganan aquí, en este mundo”.
Coral Bravo es Doctora en Filología