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Laicismo jurídico y laicismo filosófico

Dos documentos recientes – “Constitución, laicidad y educación para la ciudadanía” (manifiesto del PSOE con motivo del XVIII aniversario de la Constitución), y la Instrucción Pastoral “Orientaciones morales ante la situación actual de España”, de la Conferencia Episcopal Española (CEE) —dan fe de la importancia actual del debate sobre el laicismo.
 
Tres, en caso de que otorguemos algún valor e importancia al informe del Grupo de Alto Nivel (GAN) de la Alianza de Civilizaciones, que, en muchos aspectos no los tiene, pero que aporta informaciones de interés, aunque harto conocidas, respecto del islam y el laicismo. La lectura atenta de estos tres documentos y su análisis crítico pueden ser de gran utilidad para una discusión de la que todos salgamos con más y mejores conocimientos de hechos y opiniones de los que ahora, al parecer, tenemos los unos y los otros.
 
Para empezar, parece que hay buen acuerdo en considerar que del término laicismo debemos considerar, principalmente, dos acepciones. Una, de tipo jurídico y político, denota la separación de la iglesia, entendida como confesión o como organización, y del Estado; otra, de carácter filosófico, indica una cosmovisión naturalista del universo y de la vida que es ajena por completo a cualquier tipo de creencia religiosa. El documento de la CEE, como era de esperar, sanciona el laicismo jurídico —ese muro de separación entre la iglesia y el Estado del que escribió Thomas Jefferson cuando se aprobó la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos— al que se define como “justa autonomía del orden temporal, en sus instituciones y procesos” y se declara “enteramente compatible con la fe cristiana y hasta directamente favorecido y exigido por ella”; empero, rechaza de plano el filosófico. Más que de fe, en realidad se trata de una cuestión histórica de profundos efectos en la cultura occidental. El origen del laicismo jurídico se remonta a la “querella de las investiduras” (1050-1122), un conflicto fundamentalmente intelectual y legal que se saldó con una amplia victoria del Papa y sus seguidores. El resultado inmediato de esa victoria fue el primer sistema legal moderno de alcance universal, el derecho canónico, monumento del racionalismo jurídico pre-aristotélico de la Europa medieval y deudor, a la vez, del corpus juris civiles de Justiniano, felizmente reencontrado por los juristas europeos hacia finales del siglo XI.
 
Pero el aspecto más revolucionario de esta acción papal fue que todos, príncipes seglares y jerarcas eclesiásticos, tuvieron que respetar que, así como la Iglesia era una corporación autónoma regida por el derecho canónico, la sociedad civil se podía organizar en corporaciones sujetas a sus propias reglas, desarrolladas en paralelo con el derecho canónico, y a establecer por tanto, sus propias asambleas, tribunales, etc. Esta idea de entidades o corporaciones autónomas, gobernadas por sus propias leyes y regulaciones, que está ausente en otras grandes culturas o civilizaciones, como la china o la islámica, supuso la creación de “zonas neutras” o ámbitos públicos de discusión y participación —tales como las universidades y las academias de ciencias— protegidos de la incursión de las autoridades religiosas donde pudo asentarse el pensamiento crítico y especulativo, la libre indagación de la naturaleza, y el racionamiento lógico y autónomo, condiciones necesarias —aunque no siempre suficientes— para el nacimiento y desarrollo de la ciencia moderna, uno de los mayores logros que nuestra cultura occidental, hoy tan frecuente e injustamente denostada,  ha dado al mundo. El laicismo, pues, no estuvo propiciado ni condicionado por la fe —aunque, qué duda cabe, que la máxima evangélica “Dad al César lo que es del César…” se adujo, y se aduce, convenientemente— sino por el empeño del papado en lograr, no sólo en materias de religión sino en todos los órdenes de la gobernación de las cosas de este mundo, esa justa autonomía legislativa, judicial y ejecutiva que ahora nuestros obispos le conceden al Estado.
 
El laicismo de un Estado puede ser activo o pasivo. El primero, a grandes rasgos, se caracteriza por considerar a las distintas religiones —como culto e identidad grupal más que como credo— un servicio como otro cualquiera del Estado de bienestar. Es, en términos coloquiales, el laicismo del “café gratis para todos”. Claro que cada confesión religiosa se ve favorecida por el erario público según una escala un tanto arbitraria, a la cual nuestros gobernantes actuales usualmente denominan “implantación social”. Este tipo de laicismo parece ser el que inspira al PSOE, pues, por ejemplo, según las últimas noticias disponibles, la propuesta de Ministerio de Educación es que los centros de enseñanza públicos y los que reciben subvenciones del Estado, impartirán obligatoriamente clases de religión a demanda de los alumnos (y de sus padres, se supone), si bien asistir o no a esas clases es una elección libre de éstos. Además, se financia y se imparte tanto la enseñanza confesional o adoctrinamiento como la meramente cognitiva o educativa. Este tipo de laicismo, que podemos también llamar un sucedáneo del relativismo propio del multiculturalismo posmoderno —que se muestra condescendiente, pese a infravalorarlos intelectualmente, en el fondo, con los pobres mortales que necesitan consuelo y buscan sacrosanta identidad grupal en la religión— es el que parece deducirse también del documento del PSOE citado al inicio de estas líneas. Así, podemos leer que “en un momento como el actual, en el que el fenómeno migratorio está convirtiendo a la sociedad española en una sociedad multicultural, es preciso recordar y reafirmar el valor de un principio constitucional, el de Laicidad (subrayado en el original)”, o, más adelante, y con horrorosa sintaxis, “la laicidad es el espacio de Integración. (sic).”
 
Parece lógico esperar que el segundo tipo de laicismo, el pasivo o neutro, el del muro jeffersoniano infranqueable entre la religión y el Estado, fuese el que sostuviera ideológica y promoviese políticamente una izquierda racionalista e ilustrada, no desnaturalizada. Mas para que fuese así, nuestra izquierda tendría que renunciar—amén de a un infantil anticlericalismo fundamentalmente anticatólico —al multiculturalismo de las identidades grupales religiosas (muy emparentadas, por cierto, con las nacionalistas) y ser tan crítico con la religión islámica como lo es con la cristiana en general y con la católica, en particular. Pues gran parte de la política religiosa del PSOE está siendo condicionada por un temeroso respeto al islam, tal y como se puede comprobar analizando el informe final del GAN de la Alianza de Civilizaciones de Rodríguez Zapatero, el tercer documento que se citaba en el arranque de este artículo. Pues carece de toda lógica que en el manifiesto del aniversario de la CE del partido se propugne el laicismo como medio idóneo para la integración de confesiones religiosas en una sociedad multicultural, y en el otro —que si bien no es del PSOE, está promovido y aceptado por su Secretario general— se critique falazmente y se desvalore, hasta el punto casi de rechazarlo, el laicismo, lo cual es una clara concesión a una fe religiosa opuesta doctrinalmente a la separación entre lo público y lo privado, entre la Mezquita y el Estado (o Trono).
 
Y el caso es que, bien mirado, los eruditos musulmanes que sostienen, en contra de lo que dicen nuestros obispos en su reciente Pastoral, que la fe es incompatible con el laicismo jurídico y político, no van muy desnortados. Pues amén de que no exista tradición cultural alguna de esta clase de laicismo en la gran mayoría de las sociedades de musulmanes, sus líderes religiosos y políticos son conscientes de que este laicismo de metodología social conduce, tarde o temprano, en las mentes más inquietas, al laicismo filosófico, muy corrosivo para cualquier religión. En esto último están de acuerdo nuestras altas jerarquías católicas, pues la parte de la Pastoral que dedican al laicismo filosófico, a la cosmovisión naturalista y científica del mundo y de la vida, es en verdad de una simplicidad intelectual manifiesta y de dureza y acritud dogmáticas sorprendentes.
         

Como instrucción pastoral para los creyentes que duden, podría ser aceptable; como propuesta de debate con los agnósticos, es un grave error. Pues parecen olvidar sus eminencias, que en cuestiones de verdades trascendentes y reveladas, todos dudamos. Pero algunos necesitan creer, y por eso, creen y profesan alguna fe religiosa. Otros, con tanto derecho como éstos, por el contrario, necesitamos dudar, conque no podemos creer de la misma manera.

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COMENTARIO de Rafael Gallego
La diferencia entre laicismo filosófico y jurídico me parece un error. No sé cuales son los origenes de la palabra "laicismo". Es cierto además que en el Diccionario de la RAE da a la palabra "laicismo" el significado que aquí denomina "laicismo filosófico". Pero lo cierto es que mientras permitamos que "laicismo" signifique ambas cosas estaremos permitiendo el discurso victimista de los obispos. Esto del "laicismo filosófico" se debería evitar, y denominar a esa postura con el nombre de "naturalismo" o "materialismo" o "ateismo", ¿no?.

Tampoco me gusta eso del laicismo activo y pasivo. El laicismo "activo" es lo que yo llamo "lightcismo", y no es más que una forma de multiCLERICALISMO. Porque como bien dices, cuando el Estado se inmiscuye en cuestiones de creencias o convicciones, no puede hacerlo más que a través de los clérigos de las diferentes confesiones, es decir, atropellando al individuo que es el único detentador del creencias o convicciones.

EL Estado que practica el "laicismo activo" está negando con su "actividad" la propia sustancia del laicismo, por lo que "laicismo" y "activo" son palabras incompatibles. Es como decir, en relación a la pena de muerte, que un estado es "abolicionista activo" por que aplica la pena de muerte como un "servicio público": pues si es activo, no es abolicionista.

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