La laicidad no es un concepto filosófico, ni una opción ideológica, pero es más que un talante o que una actitud de neutralidad o que una aptitud para desarrollar las propias convicciones, dado que es un principio jurídico que tiene la virtualidad de cualquier otro de los principios generales extraídos del sistema de valores de un ordenamiento que, como el nuestro, coloca en lugar cimero la libertad y la democracia. La laicidad es la expresión jurídica de la tolerancia, traducida en una arquitectura espiritual abierta de la Ciudad.
La laicidad es un principio básico de nuestro ordenamiento jurídico que, desde la separación entre las iglesias y el Estado, informa y organiza la libertad y la diversidad de creencias y convicciones en el seno de una sociedad vertebrada por unos valores compartidos y caracterizada por ser radicalmente democrática, tal como auspicia la Constitución. El preámbulo de la misma, redactado en 1978 por el profesor Tierno Galván, señala entre los objetivos de la carta magna, consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la Ley como expresión de la voluntad popular. La Constitución corresponde a un momento histórico determinado, la segunda mitad de los años setenta del pasado siglo, caracterizado por la muerte del general Franco y la extinción de una dictadura que abarcó cuatro oscuros decenios, la transición política hacia la democracia y el esfuerzo por dotar de contenido liberal a este concepto, entonces susceptible de diversas interpretaciones, en ocasiones contradictorias entre sí, tiñéndolo, en cualquier caso, de una coloración innegablemente decantada hacia la consecución y la distribución del bienestar. De la transcrita frase del preámbulo se extrae con nitidez la idea de que la voluntad popular es el origen y la causa del ordenamiento constitucional; que, a diferencia de la Constitución de 1812, no se invoca para nada a la divinidad, lo que evita (o, al menos, ahuyenta), cualquier interferencia en los asuntos públicos de quienes pudieran considerarse sus portavoces; y que en el Estado de Derecho alumbrado, resulta indiscutible, por tanto, la autonomía del legislador. Bastaría con esta somera referencia a un solo párrafo del preámbulo de la Constitución para hallar el fundamento más sólido a la laicidad. No obstante, la laicidad va a salirnos al paso como un corolario insoslayable de la exégesis del articulado.
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