COMENTARIO: Nadie plantea que un líder religioso no pueda visitar un país, pero no responde a un laicismo el apoyo político del gobierno cubano a la visita papal, el jeugo y el uso de la política y la religión que se está dando es igual de nefasto que el no respeto a la libertad de conciencia, sean convicciones o creencias religiosas. La separación del Estado y las religiones y su neutralidad ante la conciencia se vulneran con esta política de apoyo institucional a un líder religioso, que se recibe además como un jefe de Estado, algo ficticio, que algunos países debían tener en cuenta si no quieren caer en las contradicciones que critican.
La presencia de Fidel Castro en el Vaticano (década de los 90) y la posterior visita de Juan Pablo II a Cuba, en enero de 1998, constituyeron hitos en la historia reciente del país. Al menos para mi generación, educada en un conflicto que implicó hasta a Dios, sin importar el bando de cada cual, comprender el acontecimiento significaba sobreponernos a experiencias que marcaron nuestras vidas.
Para los revolucionarios cubanos – aún reconociendo los aportes de la iglesia a la cultura cubana –, representaba contemporizar con una institución a la que se achacaba haber sido uno de los pilares del estado colonial español y el neocolonialismo norteamericano, así como una de las fuerzas aglutinadoras del movimiento contrarrevolucionario, en una etapa donde la violencia de ambas partes primaba, excluyendo cualquier forma de diálogo.
Por demás, a Juan Pablo II se le reconocía, quizá sobrestimando su poder terrenal, como uno de los hombres que, junto con Ronald Reagan, había logrado acabar con el socialismo en Europa y era considerado una fuerza retrógrada dentro de la propia Iglesia, dado su distanciamiento de las pautas establecidas en el Concilio Vaticano II y su presión hacia los teólogos de la Revolución en América Latina. Recuerdo que hasta católicos de izquierda, de los escasos que existían en Cuba entonces, se opusieron a esta visita y una amiga me dijo, “solo voy a ver al papa (Juan P II) en la Plaza (de la Revolución) si me moviliza el CDR”, tal y como ocurrió.
Los enemigos de la Revolución, por su parte, concibieron estos encuentros como una traición a sus principios. Les resultaba increíble y casi obsceno, que el Santo Padre se diera la mano con el “dictador” en el sagrado recinto del Vaticano y, para colmo, oficiara misa en la Plaza de la Revolución, lugar simbólico de los momentos más radicales del proceso.
Efectivamente, muchos habían sido perseguidos o discriminados por su afiliación a la Iglesia católica. Decenas de jóvenes católicos murieron en defensa de los ideales preconizados por esta institución y, en la emigración, la Iglesia católica los había cobijado y se había distinguido por su respaldo a las posiciones más recalcitrantes. Como resultado de esto, boicotearon una peregrinación a Cuba organizada por la Arquidiócesis de Miami y la Iglesia cubana fue calificada en los peores términos.
Más allá de factores históricos, intereses e inclinaciones ideológicas o coyunturas políticas específicas, he llegado a creer que una de las causas que ha generado la intransigencia de los actores políticos cubanos frente a la posibilidad del diálogo, ha sido la asimetría relativa de los contendientes, lo que ha impedido discutir en condiciones de igualdad.
El enfrentamiento con Estados Unidos define el proceso político cubano y altera la ecuación doméstica. Sin capacidad para modificar por sí misma la política norteamericana, ni reconocidos sus derechos por la parte estadounidense, el dilema para la Revolución ha sido “no abrir brechas al enemigo”. En ese saco han caído muchas opciones que pudieran lucir reblandecedoras y, por tanto, sospechosas, reduciendo los márgenes del debate nacional, en ocasiones de forma excesiva, incluso contraproducente.
A pesar de que la Revolución cubana se ha caracterizado por un activismo político a escala internacional que impidió su enclaustramiento, como ocurrió en otros países socialistas; también por sus iniciativas para contrarrestar las acciones norteamericanas, así como por un dinamismo propiciador de la movilización popular en los momentos más difíciles, la mentalidad de plaza sitiada generó una actitud reacia al debate y la renovación en muchas personas. Al menos en parte, en esto radica la ideología que distingue la existencia de un sector opuesto al diálogo y, desde mi punto de vista, la esencia de la necesidad del cambio de “mentalidad”, planteado por Raúl Castro, para hacer avanzar en este sentido.
La contrarrevolución cubana, por su parte, también ha sido rehén de su asimetría frente al poder revolucionario y ello explica el conservadurismo que predomina en sus posiciones. Incapaz de derrotar a la Revolución, incluso enajenada del escenario doméstico, devino apéndice de la política de Estados Unidos, por lo que su existencia ha dependido del mantenimiento de un estado de beligerancia entre los dos países, imposibilitando el diálogo como alternativa política.
Aquellos que dentro y fuera de Cuba ahora abogan por el diálogo nacional no pueden pasar por alto estos condicionamientos, dado que la hostilidad de Estados Unidos constituye una variable inalterada.
Incluso la visita de Juan Pablo II no tuvo implicaciones favorables en la política de Estados Unidos hacia Cuba, sino todo lo contrario, toda vez que fue seguida por los ocho años de mucha agresividad por parte de la administración Bush y la mayoría de sus presupuestos se mantienen vigentes. La pregunta entonces es si, a pesar de ello, es posible el diálogo entre cubanos.
Al menos la respuesta positiva ha quedado demostrado en lo referido al proceso de diálogo del Estado cubano con la Iglesia católica, el cual tendrá su continuación en la próxima visita de Benedicto XVI, ahora rodeado de un clima político diferente, como resultado de los cambios ocurridos en la sociedad cubana y también en la emigración.
A pesar de la extrema derecha cubanoamericana, no existen condiciones para nuevos boicots miamenses, lo que indica una modificación apreciable en la correlación de fuerzas existente en la emigración y la creciente emergencia de sectores que abogan por el diálogo, los cuales han encontrado en la Iglesia católica local a un interlocutor de sus posiciones.
Por su parte, creo que esta vez pocos revolucionarios cubanos se sentirán ofendidos por la presencia del Papa en Cuba, aunque sus posiciones ideológicas no difieran significativamente de su antecesor, y el diálogo con los católicos se extiende a otros sectores de la población, aumentando el peso de la institución en el debate nacional.
Más importante aún, siendo la “reconciliación nacional” un objetivo reconocido por ambas partes y establecida la reafirmación de la defensa de la soberanía del país como un ingrediente básico del diálogo que se propone – lo que implica tener en cuenta la hostilidad de Estados Unidos –, la lógica de las acciones de cada cual debe concretarse en una coincidencia que aumentará la confianza mutua.
Sería mucho pedir al Sumo Pontífice que logre cambiar la política de Estados Unidos hacia Cuba, pero el simbolismo de su presencia, sus conversaciones con las autoridades cubanas y su contacto con un pueblo donde no solo estarán representados los católicos, puede servir para que los cubanos sigamos tratando de entendernos entre nosotros, superando escollos del pasado. En esto radica la importancia estratégica de su viaje a la Isla.
Instalación del altar en la Plaza de la Revolución en La Habana, Cuba. ©Ismael Fracisco/Cubadebate
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