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La visita de Ratzinger

El sábado 6 de noviembre, el Papa Benedicto XVI, al calor del Año Santo, visitará Santiago de Compostela y protagonizará diversos actos en la capital de Galicia. Con tal motivo se ha suscitado una controversia que abarca diversas vertientes. La primera de ellas se refiere al coste del viaje papal a Santiago. No se trata tanto de la cantidad que representa para el erario público sufragar esa visita -aunque teniendo en cuenta la oscuridad que envuelve todavía las cuentas de su último viaje a Valencia, es una cuestión importante-, sino el hecho mismo de que los poderes públicos tengan que cargar con el coste de las actividades del Pontífice. Porque, en efecto, son cada vez mas los ciudadanos, incluidos numerosos católicos, los que estiman, con razón, que la Iglesia Católica debe autofinanciarse y que el Estado debe retirar las generosas aportaciones que realiza la Iglesia, aportaciones que esos mismos ciudadanos consideran incompatibles con el principio constitucional de la aconfesionalidad del Estado. Ratzinger viene a Santiago como cabeza visible de una iglesia y no como jefe de Estado. Su viaje, en términos diplomáticos, es una visita privada y, por tanto, los poderes públicos deben limitarse a garantizar su seguridad y la de los actos que protagoniza. Nada más, y nada menos.

Más preocupante todavía resulta el mensaje pastoral, o más exactamente político-pastoral, que el Papa pueda transmitir desde Santiago. La preocupación no disminuirá si se consideran las posiciones defendidas por el Papa en su reciente viaje al Reino Unido o la liturgia escogida para el acto central del Obradoiro. Porque es evidente que el actual Pontífice -como el anterior- emite señales que sólo se entienden desde la nostalgia del privilegio, cuando la Iglesia disputaba con éxito al Estado el derecho a definir el bien público.

Pero también es cierto que la historia ha dejado una huella indeleble y una herencia política que ya nadie, incluido Ratzinger, puede ignorar. La expropiación de los monasterios católicos en la Inglaterra del XVI; la expulsión de los jesuitas decretada por Luis XIV en Francia en el siglo XVII y por Carlos III en España en el XVIII; la expropiación y redistribución de los bienes señoriales de la Iglesia realizada por los revolucionarios franceses del XVIII, la desamortización y venta de los bienes de la Iglesia Católica impulsada por Mendizábal y Juárez en la España y México del siglo XIX, o la prohibición del establecimiento de la Compañía de Jesús en la República Helvética mediante precepto constitucional en 1848, son solo algunos hitos en un largo proceso histórico que fue desbrozando las sociedades europeas desde hace cinco siglos y contribuyendo progresivamente a crear un modelo social en el que el individuo se ha convertido en el referente central y su libertad es inalienable, en el que el conflicto social es la base de la representación democrática de la voluntad general, en el que la soberanía reside por fin en el pueblo. Así pues, la sociedad europea se basa en la ética civil, que no es una verdad revelada, sino la consecuencia de la historia de nuestras naciones, de su evolución social y cultural.

Si el Papa quisiera de verdad contribuir a la construcción de una ética global, debería aprovechar su viaje para recomendar a la Conferencia Episcopal que abandone su anacrónica pretensión de trasladar el derecho canónico a normas de derecho común y, a partir de ahí, contribuir a la búsqueda consensuada de unos principios básicos de ética laica de los que emanen las normas jurídicas que regulen nuestra convivencia. No se trata, en modo alguno, de pedirles a los ciudadanos que renuncien a sus creencias, sino de recordar que aquéllas no pueden imponerse a quienes no las comparten. Por eso el Estado laico y democrático respetan profundamente las creencias religiosas, pero se opone rotundamente a que éstas puedan imponerse al conjunto de la sociedad. De esta manera, el laicismo constituye la garantía de que no se pueda violentar la conciencia de nadie, pero que tampoco se pueda impedir la autodeterminación y la libertad personal de los ciudadanos.

Por supuesto, Benedicto XVI tiene todo el derecho a expresar sus opiniones, pero no le asiste ninguno para coaccionar y presionar a los poderes públicos democráticos para inducirles al incumplimiento de su inexcusable deber de legislar y gobernar de acuerdo con el pluralismo político que caracteriza a nuestras sociedades y que representa uno de los pilares básicos de la democracia. En todo caso, en nombre de la misma libertad que asiste al Pontífice, los ciudadanos pueden y deben valorar tanto el contenido de sus declaraciones como la oportunidad política de las mismas. Y eso haremos.

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