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La religión y las elecciones en EU

El tema de las relaciones entre la religión y la política, siempre presente en la realidad norteamericana, se manifiesta ahora con una fuerza inusitada.

Lo cierto es que en última instancia, cuando una confesión, cualquiera que sea –judaísmo, cristianismo o islamismo (las más intolerantes), budismo, hinduismo, etc.– pretende abarcar la vida toda de un individuo o de una colectividad, no hay forma de evitar o esquivar la confrontación.

Cuando Mike Huckabee ganó la elección en las asambleas electorales (caucus) de Iowa, dijo que más que una decisión de los votantes había sido una decisión divina. Antiguo pastor bautista, el ex gobernador de Arkansas representa el ala más conservadora de la sociedad norteamericana en la actual campaña presidencial de Estados Unidos. En ella militan o se instalan quienes reclaman la educación religiosa en las escuelas públicas, la enseñanza de los mitos bíblicos sobre la creación en lugar de la ciencia, la penalización del aborto en cualquiera de sus variantes, que las mujeres desempeñen preponderantemente su “natural” obligación de ejecutar las tareas hogareñas, que se considere a los homosexuales como enfermos sujetos a rehabilitación, que se proclame a Estados Unidos de nueva cuenta como una “nación cristiana”, entre sus postulados de mayor notabilidad.

Durante las pasadas elecciones presidenciales, esta corriente conservadora o diríase más bien retrógrada (por cuanto busca volver al pasado) fue decisiva en el triunfo de George Bush, quien pertenece a la denominación de los cristianos renacidos. Miles de activistas pertenecientes a las organizaciones religiosas se volcaron para hacer proselitismo a su favor y sobre todo, lo hizo la poderosa alianza de medios de comunicación que controla  estas agrupaciones, en la radio, la prensa y la televisión.

El tema de las relaciones entre la religión y la política, siempre presente en la realidad norteamericana, se manifiesta ahora con una fuerza inusitada. Las derechas combaten casi a cada una de las conquistas relacionadas con la autonomía y la libertad de los individuos, batalla generadora de una de las mayores divisiones en la sociedad del gigante imperial. Tanto, que diversos analistas sostienen que hoy la principal diferencia entre los norteamericanos no es la de ser demócratas o republicanos, blancos, hispanos o afroamericanos, sino en asistir a la iglesia y no hacerlo. En muy pocos países se expresa ahora una polarización tan aguda  como en Estados Unidos, pues frente a las exigencias de esta vertiente derechista, se alza también una extensa corriente liberal, empeñada en la defensa de la diversidad y del pluralismo ideológico.

Esta pugna aparece hasta cierto punto inusitada, por el país en el cual se desarrolla. No nos sorprendería para nada si tuviese lugar en Turquía o en Pakistán ahora mismo o en  España o en cualquiera de los países latinoamericanos durante el siglo XIX, cuando naciones hubo que se ofrendaron al Sagrado Corazón de Jesús, pero tiene lugar en el siglo XXI y en la colectividad más heterogénea y compleja del orbe. Y en el primer Estado  que puso en su constitución la garantía de la libertad de cultos (desde 1791) y la separación de las instituciones políticas de las religiosas. Ya en 1820 un afamado clérigo calvinista Lyman Beecher, a propósito de la ley que en Connecticut  prohibió el apoyo del gobierno a las religiones declaraba, equivocándose de medio a medio, que el acto representaba la última lucha por la separación entre la iglesia y el Estado.

La primera explicación del fenómeno es el uso que los poderosos intereses económicos y políticos hacen de la fe religiosa. Ello no es nada nuevo en la historia del mundo (Gibbon decía que en Roma todos los dioses eran falsos para los filósofos, todos verdaderos para el pueblo y todos útiles para los estadistas, y por su parte, Maquiavelo advirtió en el siglo XVI, como nadie, la utilización política de la religión) pero en Estados Unidos, se ha sublimado esta vieja práctica. Allí los medios de comunicación son capaces de conformar opiniones o forjar ídolos en unas semanas y también se hace posible manipular las conciencias de millones tocándoles las fibras del temor, la soledad, la inseguridad, la impotencia, en las que se fundamentan los credos religiosos, para convertir a éstos en una fuerza política concreta. ¿Dónde está el mal, proclaman predicadores y políticos republicanos? Pues en la pérdida de la fe, en los extravíos del espíritu, en la educación laica. El remedio es pues volver los ojos a Dios (pero sobre todo a sus pastores) y dejar que las enseñanzas confesionales orienten a la sociedad y definan sus rumbos.

Tanto vigor tiene hoy el fundamentalismo norteamericano, que cada candidato ha de ingeniárselas para sortear sus cuestionamientos y esquivar sus efectos. Barack Obama, el torbellino afroamericano quien disputa codo con codo a Hillary Clinton la candidatura demócrata –paso que prácticamente asegura hoy la presidencia– ha tomado el que es quizá uno de los caminos más eficaces. él mismo se presenta como un individuo profundamente religioso –y no hay elementos de juicio para dudarlo– pero, aludiendo a esta acre disputa que data al menos desde hace treinta años, sostiene que los ciudadanos norteamericanos y el propio gobierno pueden tomar de las religiones un conjunto de valores espirituales y articularlos en un lenguaje universal que no requiere la creencia en Dios o el transitar por una senda religiosa específica.

Ello le ha permitido rebatir a los fundamentalistas quienes pretenden hacer de la Biblia no sólo el libro sagrado del cristianismo, sino convertirla en ley, a la manera del Corán islámico, haciendo ver el absurdo de aplicar todos sus contenidos a la vida actual. Por ejemplo, les pregunta: ¿Estaremos de acuerdo con justificar la esclavitud, o aceptar que comer mariscos es una abominación, como se dice en el Levítico, o dejarnos llevar por el Deuteronomio y su prescripción de lapidar al hijo que se aparta de la fe?

Lo cierto es que en última instancia, cuando una confesión, cualquiera que sea –judaísmo, cristianismo o islamismo (las más intolerantes), budismo, hinduismo, etc.– pretende abarcar la vida toda de un individuo o de una colectividad, no hay forma de evitar o esquivar la confrontación. Y, en esa tesitura, la única salida histórica ha sido que el Estado garantice una ley que pueda ser aceptable para todos, cimentada por tanto en valores morales generales (honestidad, laboriosidad, respeto a los otros) impidiendo el empalme entre la organización política y las organizaciones religiosas, antesala segura de las guerras civiles y el aniquilamiento de las libertades públicas.

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