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Estudiantes de 2º de Bachillerato siguen una clase de Filosofía en un instituto valenciano.

La reacción educativa

Hace pocos meses se publicaron en el BOE nuevos decretos de enseñanzas mínimas, tanto para la educación primaria como para la secundaria. En estas leyes, como su nombre indica, el Ministerio de Educación establece los aspectos básicos comunes de las enseñanzas obligatorias (y el bachillerato) para todas las comunidades autónomas. Se trata de textos algo densos, con abundante terminología técnica y cargados de referencias, aun implícitas, a cuestiones muy específicas sobre la enseñanza y el aprendizaje de los contenidos escolares. Pues bien, sorprendentemente, dado lo especializado de estos decretos, y como suele pasar siempre que se introducen cambios educativos, los medios se han llenado de opiniones en las que autores de signo diverso, y con las formaciones más variadas, se despachan a gusto con la pedagogía, o siendo más precisos, con la nueva pedagogía. Con este término genérico se refieren a las ideas que subyacen a las reformas de las enseñanzas obligatorias. Lo que plantean estos autores suele ser, en realidad, muy viejo. Resumiendo, nos vienen a decir que la nueva pedagogía es perniciosa porque supone prescindir del esfuerzo, dejar de lado contenidos valiosos y olvidar prácticas escolares tradicionales que los autores consideran especialmente valiosas.

Este tipo de respuestas, como decía antes, son muy comunes desde que a principios de los años setenta se impulsó en nuestro país la primera gran reforma de la enseñanza (la que sustituyó el viejo bachillerato de las reválidas por el del BUP y el COU). Es significativo que ante una misma cuestión la reacción sea idéntica, por distintas que sean entre sí esas reformas, y por diferentes que sean los momentos en que se plantean. Tal y como lo veo yo, este fenómeno revela un mecanismo ideológico de fondo, inmune a los cambios sociales y sorprendentemente transversal. Lo denominaré, sin ánimo de provocar, reacción educativa. La causa de este movimiento reaccionario es sencilla: ocurre simplemente que los que opinamos sobre la educación solemos ser personas que hemos tenido éxito en nuestros estudios. El razonamiento implícito del reaccionario educativo viene a ser: puesto que yo he conseguido una titulación académica, el sistema educativo que yo conocí funcionaba correctamente. También existen los que no tuvieron tanto éxito en sus estudios, aunque en este caso habría que hablar de nihilistas educativos: “Puesto que yo no conseguí un título, el sistema educativo es malo”. Pero estos, precisamente por su condición de fracasados escolares, casi nunca forman parte de la intelligentsia que toma parte en el debate educativo.

Pero incluso si dejamos de lado estas consideraciones (y hay que tener un estómago social realmente duro para hacerlo), la crítica de la reacción educativa se sostiene mal. O, mejor dicho, se sostiene en el recurso sistemático a la falacia del hombre de paja: se construye una disciplina-monigote (la nueva pedagogía) para atacarla sin piedad. Porque el hecho es que le queda a uno la impresión de que pocos de estos autores críticos conocen mínimamente la enseñanza (ni siquiera a través de familiares en edad escolar), y mucho menos la investigación didáctica. Otra constante del pensamiento reaccionario es un miedo casi supersticioso hacia las innovaciones tecnológicas: los teléfonos móviles y las tabletas son educativamente tóxicos. No creo que haya que extenderse mucho para mostrar que el solo hecho de usar un dispositivo electrónico no implica la atrofia del cerebro, como el uso de los medios de transporte no implica la atrofia de las piernas (y permite llegar más lejos con menos esfuerzo). Añadir tan solo que este miedo es, con mucho, y por raro que pueda sonar, el que podemos remontar más atrás en el registro histórico de la reacción educativa. En concreto, algunos historiadores de la filosofía consideran que la obra de Platón (si no el abuelo de todos los reaccionarios, educativos y de otros tipos, al menos sí el espejo en el que a muchos de ellos les gustaría mirarse) no es sino una respuesta al estrés cultural que supuso para algunos atenienses (para los triunfadores escolares de la época, valga el anacronismo) la sustitución de la oralidad por los textos escritos como el principal vehículo de transmisión de la cultura.

Me imagino que todos nos sentimos legitimados para opinar sobre la enseñanza porque pasamos muchos años, en una época de la vida muy importante, en centros escolares. La reacción educativa es, si no inevitable, sí bastante lógica. Pero esto no la hace más disculpable, al menos no entre la gente en posición de opinar en los medios (ese grupo que antes se solía denominar de los intelectuales). No me gusta decir obviedades, pero aquí no me queda más remedio que acabar con una: conocer las aulas y comprender mínimamente la investigación educativa deberían ser los requisitos mínimos para opinar sobre las reformas en la enseñanza.

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