El patriarcado religioso recurre a las agresiones sexuales para demostrar su poder omnímodo en las religiones
La pederastia es, sin duda, el mayor escándalo de la Iglesia católica durante el siglo XX y principios del XXI y el que más ha desacreditado a dicha institución bimilenaria hasta el punto de producirse numerosas apostasías por esta causa. No se trata de una enfermedad pasajera que afecte excepcionalmente a algunos de sus miembros, sino de un cáncer con metástasis que alcanza a todo el cuerpo eclesiástico: cardenales, obispos, sacerdotes, diáconos miembros de la Curia Romana, de Congregaciones Religiosas –preferentemente masculinas-, maestros de noviciados, educadores en seminarios y profesores de colegios religiosos.
Quienes se presentaban como modelos de entrega a los demás, se entregaron sí, pero a crímenes contra personas indefensas. Quienes se consideraban expertos en educación utilizaron su supuesta excelencia educativa para abusar de los niños, preadolescentes y adolescentes que los padres y las madres ponían en sus manos confiadamente. Quienes decían ejercer la “guía de almas” para llevarlas al cielo por el camino de la salvación se dedicaban a mancillar sus cuerpos, anular sus mentes y pervertir sus conciencias.
¿Conocían el Vaticano y las curias diocesanas tan perversas y humillantes prácticas? Por supuesto que sí, ya que les llegaban numerosos informes y frecuentes denuncias, en las que ellos mismos estaban implicados, pero no actuaban conforme a la gravedad del delito. Todo lo contrario, a las víctimas y a las personas que denunciaban tamañas monstruosidades se les imponía silencio y se les amenazaba con penas severas que podían llegar a la excomunión si osaban hablar.
Tal modo de proceder creó un clima de permisividad, una atmósfera de oscurantismo y un ambiente de complicidad con los pederastas, a quienes se eximía de culpa, mientras que ésta se trasladaba a las víctimas. Hacer públicas agresiones sexuales contra personas indefensasse consideraba una desobediencia, peor aún, una traición al silencio impuesto por las autoridades competentes, que decían representar a Dios en la tierra. Como afirmaba la feminista estadounidense, “Si Dios es varón, el varón es Dios”, y muy especialmente los clérigos.
No importaba la pérdida de la dignidad de las víctimas, ni las lesiones físicas, psíquicas y mentales con las que tenían que convivir de por vida. No había acto de contrición alguno, ni arrepentimiento, ni propósito de la enmienda, ni reparación de los daños causados, como tampoco rehabilitación, y menos aún compasión. Tal actitud suponía una nueva y más brutal agresión, que algunos, los menos, y tras muchos años de sufrimiento, se atrevían a denunciar con el riesgo de que no los creyeran y de que los delitos hubieran prescrito.
La permisividad del delito, el silencio ominoso, el ocultamiento, la falta de castigo, la complicidad y la negativa a colaborar con la justicia, convertían la pederastia en una práctica legitimada estructural e institucionalmente por la jerarquía eclesiástica en todos los niveles. Y así durante décadas y décadas, llegando hasta nuestros días, en una institución que se dedicaba a la educación de la infancia, la adolescencia y la juventud, presumía de formar en los más altos valores morales y se presentaba como ejemplo de transparencia y autenticidad.
La mayoría de los casos de pederastia se produjeron en instituciones religiosas dirigidas por varones: seminarios, noviciados, colegios de religiosos o en congregaciones femeninas en las que algunos confesores, padres espirituales y capellanes acosaban y agredían sexualmente a las religiosas. Tales comportamientos sexualmente violentos demuestran que el patriarcado religioso recurre a las agresiones sexuales para demostrar su poder omnímodo en las religiones y, en el caso que nos ocupa, sobre las personas más vulnerables.
Un poder legitimado por la religión, que convierte a los clérigos en representantes de Dios, portavoces de su voluntad y vicarios de Cristo, y considera sus comportamientos, por muy inmorales que fueren, no sancionables. Masculinidad sagrada y violencia, pederastia religiosa y patriarcado son binomios que suelen caminar juntos y causan más destrozos que un huracán.
¿Qué hacer ante este cáncer? Tolerancia cero, llevar a los presuntos culpables ante los tribunales civiles y, muy importante, que los jueces pierdan el miedo reverencial a las “personas sagradas” y las juzguen conforme a la gravedad del delito. ¿Y en el interior de las instituciones eclesiásticas? Hay ir a la raíz de tan diabólico comportamiento, que se encuentra en la masculinidad dominante convertida en sagrada, en el poder eclesiástico –no eclesial- -igualmente revestido de falsa sacralidad o de sacralidad perversa y en el sistema patriarcal imperante en la Iglesia católica.
¡Y cambiar la imagen de Dios Padre Padrone! Como reza el título de uno de los ensayos más lúcidos de Rafael Sánchez Ferlosio, “Mientras no cambien los dioses nada habrá cambiado” (Destino, 2002). Habrá quienes declaren no el cambio sino la muerte de los dioses como condición necesaria para cualquier cambio. De momento yo me conformo con la muerte del dios del patriarcado que, aliado con el dios del mercado y de los fundamentalismos, hace verdaderos estragos en las religiones, pero también en la sociedad y en la naturaleza, sobre todo entre las personas y los colectivos humanos más vulnerables, entre los que se encuentran las mujeres, las niñas y los niños y la naturaleza maltratada.
Juan José Tamayo es director de la cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones Ignacio Ellacuría, de la Universidad Carlos III de Madrid.
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