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La palabra blasfemia

Solemos escaparnos por la tangente de la supuesta tolerancia: son sus costumbres, hay que respetarla.

Decidieron matarla. Ella se llama Aneeqa Ateeq, tiene 26 años y unos jueces de Rawalpindi, Pakistán, la condenaron a la horca. Un hombre la acusó de haberle mandado por WhatsApp unas imágenes; Aneeqa dice que él le tendió una trampa porque lo rechazó. El tribunal no muestra las imágenes —so pretexto de que entonces se haría cómplice. Pero informa de que son chistes sobre un señor Mahoma que vivió hace 1.500 años, del que muchos creen que se conectaba con un personaje que llaman Alá. Por eso dicen que decir sobre él cualquier cosa que no acepten sus textos oficiales es una blasfemia. Y en Pakistán la blasfemia se paga con la muerte.

La palabra blasfemia suena fuerte: quizá sea esa efe o el final en emia, que nunca anuncia nada bueno. La palabra blasfemia suena antigua: de tiempos en que unos pocos decidían lo que todos podían o no podían decir, lo que podían o no podían hacer. La palabra blasfemia viene del latín blasphemia y del griego ídem y todavía significa, según la Academia, “palabra o expresión injuriosas contra alguien o algo sagrado”. La palabra blasfemia suena ajena: no lo es.

La blasfemia es exactamente lo contrario de la libertad de expresión —so capa de respeto por los religiosos. Sus libros sacros proclaman que los que no creemos lo que ellos creen vamos a quemarnos para siempre en sus infiernos, pero lo intolerable es hacer chistes o comentarios sobre su terrorismo: a eso llaman blasfemia. Hay países que hicieron una revolución en, digamos, 1789 y decidieron que la blasfemia se oponía a la libertad de religión y libertad de prensa, y la borraron de sus libros. Hay otros que no la hicieron y ahí está.

España conservó la blasfemia en su Código Penal cuando lo reescribió en 1983, democracia plenaria. Cinco años después las Cortes —con mayoría del PSOE— la eliminaron, pero mantuvieron, entre varios otros “delitos”, el de “ofender los sentimientos de los miembros de una confesión religiosa” haciendo “escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias”, que resulta muy parecido y sigue en uso: de tanto en tanto los jueces lo aprovechan para perseguir a alguien, desde Javier Krahe o Willy Toledo a la Cofradía del Coño Insumiso.

O sea que, técnicamente, yo no podría burlarme en estas líneas de cualquiera de los despropósitos que las religiones cuentan —y, sobre todo, de los que cuenta la religión con más poder aquí, la de Roma. No podría reírme de esos cuentos que pretenden que un muchacho nacido de una virgen que lo concibió en coito inmaterial con un espíritu caminó sobre el agua, digamos, o convirtió un pez en muchos peces o resucitó. No podría, pero los riesgos que corro serían tanto menores que los que ofrecen algunos países musulmanes.

Frente a ciertas barbaries solemos escaparnos por la tangente de la supuesta tolerancia: son sus costumbres, hay que respetarlas. El relativismo cultural está bien visto: ¿cómo aplicar nuestras ideas a quienes tienen otras? Y lo apuntala la culpa occidental: no podemos imponer nuestros conceptos a los pueblos que antes oprimimos —y ahora explotamos. Suena convincente, y es un efecto de la falta de convicciones de estos tiempos: no creemos tanto en lo que creemos. La duda, el cuestionamiento permanente de nuestras opiniones es un buen principio, pero debería basarse en ciertos principios. Pamplinas: que nadie puede arrebatarle la vida a otro, por ejemplo, o que nadie tiene más derechos.

Si no, queda aceptar costumbres, leyes: que te maten, digamos, por reírte de un mito. Sucede: Aneeqa Ateeq fue condenada a muerte en Pakistán. Nuestra prensa, tan justamente preocupada por las desigualdades de los géneros, no dice una palabra, y nadie la dice. Me pregunto —siempre me pregunto— si esa condena nos sorprende menos porque ahora, en nuestras sociedades biempensantes, también castigamos esa forma nueva del delito de blasfemia que cometen quienes dicen cositas que van contra los dogmas de estos tiempos. El modelo es el mismo pero no es lo mismo: a ella van a colgarla. Yo creo —en algo hay que creer— que si el mundo no es capaz de organizarse para evitar que un Estado asesine a una mujer por hacer un chiste, el mundo está hecho mierda. Y eso, por desgracia, no es blasfemia: es lo que hay.

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