El domingo pasado desenterraron en León los restos de una maestra republicana, Genara Fernández García, que fue fusilada por un pelotón de soldados el 4 de abril de 1941 en el mismo campo de tiro donde lo fueron también las autoridades legítimas de la ciudad y de la provincia (alcalde y gobernador civil de León, presidente de la Diputación, etcétera) en los primeros días de la insurrección militar de 1936. A Genara, apodada por sus enemigos la Pasionaria de Omaña (la comarca de la que procedía), la habían condenado a muerte por repartir propaganda subversiva que recibía en su puesto de taquillera de un cine de la ciudad, trabajo con el que se ganaba la vida tras haber sido apartada del ejercicio de su profesión al finalizar la guerra. Su cuerpo estaba solo en una tumba cuya exhumación ha sido posible gracias a su descubrimiento casual y a los trabajos de la Asociación por la Recuperación de la Memoria Histórica. Hasta aquí, todo normal (si es que es normal que la exhumación de unos restos humanos no la haga el Estado y que la financie, entre otros, un sindicato noruego). Lo que ya no fue tan normal es que, junto con los restos de la maestra y algunos corchetes de su vestido, apareciera en perfecto estado una medalla de la Virgen. En su expediente de depuración y en el sumario del juicio que la llevó al paredón constaba un informe que hablaba de su peligrosidad social y de una “muy mala” conducta religiosa demostrada fehacientemente tanto en su vida privada como en la profesional (al parecer, no rezaba al comenzar la escuela con sus alumnos ni los llevaba a la iglesia como otros maestros). No se llegaba a decir en tal informe que escupía a las imágenes religiosas, pero casi.
¿Qué hacía entonces esa medalla de la Virgen en la sepultura en la que estuvo oculta durante 78 años, se preguntaban los participantes en su exhumación y algún periodista presente? Yo creo que la respuesta está clara: la pobre maestra reconvertida a la fuerza en taquillera de cine no era tan enemiga de la religión como decía el informe que la llevó al paredón, lo que induce a pensar que el resto de las acusaciones quizá tampoco fueran muy ciertas. Algo, por otra parte, muy habitual, como todos sabemos, en los expedientes de depuración o judiciales en una dictadura. Si por algo se caracteriza la ilegalidad política es por utilizar la mentira como un arma más contra el enemigo.
Con cuentagotas, una detrás de otra, gracias a la colaboración de muchos, se van abriendo las fosas de la vergüenza en España y cerrando con ello (no reabriéndolas como algunos pregonan) las heridas de miles de españoles que hasta ese momento no han podido enterrar dignamente a sus familiares tirados por las cunetas o en fosas comunes, ante el desentendimiento de un Estado que ha postergado su obligación constitucional de hacerlo. Lo denunciaba una asociación de los propios jueces criticando esta semana la escrupulosidad legal de ese mismo Estado a la hora de sacar de su panteón faraónico al responsable último de todos esos enterramientos y muertos en un capítulo más de una exhumación postergada en el tiempo con trabas jurídicas y políticas entremezcladas y que de momento tendremos que conformarnos con imaginar leyendo la novela de Alfonso Domingo A tumba abierta, un ejercicio de política-ficción con ecos de humor negro y berlanguiano y que, como la sepultura de la maestra desenterrada en León, encierra en su final una significativa sorpresa que no les desvelaré, puesto que forma parte sustancial del cuento.