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La mano despiadada de la Iglesia

En una vieja película de Bernardo BertolucciPrima della rivoluzione (1964), hay un personaje que, en un momento dado, se refiere a la mano spietata della Chiesa, que es cómo se titula este artículo. La frasecita me ha vuelto a la cabeza tras observar la actitud del presidente de los obispos españoles, el cardenal Juan José Omella, en lo referente a la respuesta de la entidad que dirige, la Conferencia Episcopal, al espinoso asunto de los abusos sexuales (presuntamente) cometidos en el seno de la iglesia católica que sus máximas autoridades se resisten a investigar. Su última ocasión de retratarse –que no es la primera ni, me temo, será la última– ha sido a raíz de la investigación de más de 250 casos de abusos recopilados por un informe del diario El País que la Conferencia Episcopal se ha quitado de encima arguyendo que de eso ya se encargarán en el Vaticano. La bofetada moral se ve tamizada por el hecho de que algunas órdenes religiosas españolas se han puesto a la labor, pero que la entidad que las engloba a todas se lave las manos con este asunto y diga que, si eso, ya lo investigarán en el Vaticano, da una imagen deplorable de la jerarquía eclesiástica nacional y remite a la famosa frase de la película que dirigió Bertolucci a los 22 años. Para acabarlo de arreglar, también ha habido comentarios diciendo que el informe de El País es discutible, sesgado y, tal vez malintencionado. Mientras tanto, algunas víctimas han recibido disculpas por sms con un tono más funcionarial que compasivo cuyo subtexto sería algo así como: “Ya que se pone usted tan pesado con sus traumas, ahí van nuestras disculpas. Y ahora, déjenos en paz, si es tan amable”.

No es que a uno le sorprenda nada surgido de la jerarquía eclesiástica –no hace mucho, un jefazo de la clerigalla afirmaba que la prensa se ceba con los curas, cuando también se han dado abusos en otros ámbitos–, pero, aunque solo fuera por el bien de la institución, creo que debería tomarse estas cosas más en serio. A fin de cuentas, son legión los curas pillados tocando a quien no debían y fabricando traumas a granel. Se han dado casos en España, Italia, Francia –donde ahora hay una exhaustiva investigación en marcha–, Irlanda, Estados Unidos –donde las demandas causaron un agujero notable en las finanzas de la iglesia católica, que es, por cierto, la principal propietaria de suelo urbano en la onerosa ciudad de Nueva York– y prácticamente cualquier lugar con una cierta densidad de sacerdotes católicos por metro cuadrado. Y en todos ellos se ha demostrado la complicidad de ciertos mandos con sus propias ovejas descarriadas, a las que solían cambiar de parroquia cuando la cosa empezaba a cantar demasiado en la que hasta entonces controlaban. Sigue faltando, como institución en la que mucha gente cree, la necesaria autocrítica. La Conferencia Episcopal Española, comandada por monseñor Omella, no parece tener ninguna intención de efectuarla: que investiguen las distintas órdenes, si les da por ahí, o que se encarguen en el Vaticano, que nosotros, como máxima autoridad, no vamos a colaborar en nada y a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga.

Durante sus últimos años de vida, mi madre estuvo al cuidado de una señora peruana muy agradable y entregada que no se separaba nunca de su biblia. Un día, le eché un vistazo y comprobé que se trataba de una biblia evangélica. Le pregunté por qué se había apartado del catolicismo y me respondió que era el catolicismo el que se había apartado de ella y de la gente como ella, que la iglesia oficial de su país se ponía siempre de parte de los ricos y que los evangélicos, por lo menos, la escuchaban y, si podían, le echaban una mano. Así ha ido perdiendo audiencia la iglesia católica en Sudamérica, igual que la ha ido perdiendo en España, sobre todo entre el pueblo gitano. Digo yo que, si aspira a sobrevivir y a seguir extendiéndose, la iglesia católica debería tomarse un poco más en serio los problemas que la afectan, siendo el de la pedofilia uno de los más conspicuos. Quitarse a la gente de encima arguyendo que mienten, que exageran o que le tienen manía dudo mucho que le ayude a recuperar su prestigio, ya bastante devaluado en el transcurso del tiempo. De hecho, a Omella no le costaba nada sumarse a la investigación en marcha, crear una de esas comisiones que no sirven para nada más que cubrir el expediente y ponerse a esperar a que escampe. Si no se ha tomado ni la molestia de recurrir a unas medidas inútiles e hipócritas es porque debe creer que no las necesita y que dispone de la fuerza suficiente para enviar a las víctimas de los curas sobones al carajo (o al Vaticano, que en este caso viene a ser lo mismo). Y que esa actitud es compatible con los lamentos por la falta de vocaciones y el materialismo rampante que se está apoderando de occidente (sin necesidad de incluir a esos purpurados que invierten el dinero de los pobres en fabricarse unas residencias suntuosas, que también los hay y no son pocos).

El cardenal Omella va muy sobrado, pero es ver cómo se comporta y recordar aquello de la mano spietata della Chiesa.

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