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La JMJ, ¿antesala del nuevo fascismo?

Durante una semana la ciudad de Madrid ha sido escenario múltiple para la celebración de una gran fiesta de la Iglesia Católica. Una fiesta para una Iglesia en crisis, ávida de captar vocaciones entre los más jóvenes, casi entre los niños, para tratar de paliar la desesperada situación de sus seminarios y curatos, escasos de carne fresca. No es ésta, por supuesto, la razón que da la Iglesia Católica para sus fastos. La institución con sede en Roma justifica esta Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) como un acto (¿auto?) de fe mundial. En realidad trata de ser un escaparate para demostrar al mundo que la Iglesia de Roma aún tiene gancho entre los jóvenes.

Nada hay que objetar a que una organización religiosa privada monte sus saraos con la excusa que más le plazca. Otra cosa es que la fiesta la tengamos que pagar todos los ciudadanos de un Estado que se dice laico pero que en realidad no lo es. El dispendio público, indispensable para que la JMJ haya podido celebrarse (la Iglesia es tacaña y avarienta por naturaleza), ha sido el motivo principal de la respuesta ciudadana al evento. Sin embargo, no debería ser la única razón de disgusto para el ciudadano consciente y bien informado. En realidad, ni siquiera es la causa más grave.

Mucho peor es la sumisión que han mostrado los cargos políticos elegidos en las urnas ante el sumo sacerdote de la secta católica. Porque la abyección del presidente o presidenta que doblan la rodilla ante el papa es algo más que una humillación pública y personal: es un símbolo de rendición de los poderes públicos democráticos ante una organización que basa su doctrina en mentiras y que funciona de forma dictatorial. Sólo esto ya sería suficiente para la indignación ciudadana: los encargados de la cosa pública no deberían, con sus genuflexiones, humillar a la democracia y a los votantes.

La actitud arrastrada de personajes como Esperanza Aguirre Gil de Biedma, José Bono Martínez o José Luis Rodríguez Zapatero (que parece haber olvidado aquella chufa del talante), entre otros que pierden la compostura con tal de besar la mano del obispo de Roma, implica un insulto a toda la ciudadanía y un derroche aún más grave que el enorme capital que los ciudadanos hemos pagado, contra nuestra voluntad, para financiar la visita a España de Joseph Ratzinger, antiguo militante del NSDAP (el partido nazi), sus acólitos y sus fans.

Pero hay más. El espectáculo de millares de jóvenes ruidosos, exaltados y con frecuencia beodos vagando sin tregua por Madrid recuerda de manera penosa a las kermesses en las que se fue fraguando, hace casi un siglo, el nazismo. La JMJ es motivo de preocupación para los ciudadanos, pero no sólo por el dinero que unos cuantos políticos meapilas han dispendiado en nuestro nombre: es el anuncio de que un tiempo peor ha llegadoHay un algo de fascismo primitivo en esta alegría centrada en la ostentación de símbolos y la adoración a un líder que además es hechicero supremo de una secta, la Iglesia Católica, caracterizada por su larguísimo historial de crímenes.

Los fascismos del siglo XX se forjaron en este tipo de fiesta-espectáculo en donde una juventud alegre y despreocupada lanzaba vítores al gran jefe, salvador providencial, y se paseaba impunemente por las ciudades molestando sin pudor a los vecinos mientras todo el mundo se hacia el distraído.

La JMJ puede ser un espejo del triste futuro que se avecina si la ciudadanía no reacciona a tiempo. Pero el peligro real no es la Iglesia. Es poco probable que esta institución vetusta recupere el poder que una vez tuvo a base de una doctrina tediosa y unos rituales alejados de cualquier sentido sacro, y ello a pesar de la apariencia multitudinaria de eventos puntuales como la JMJ. Sin embargo, el neoliberalismo, la refundación radical y extremista del capitalismo acentuada tras la crisis de 2008, está utilizando como puntal ideológico el fanatismo religioso —cristiano en este caso— para vender su proyecto social: un neofeudalismo adornado de tecnología, una ley de la jungla urbanizada que se presenta al público como si fuera un designio de la divina providencia y, por ello, inevitable.

Los fascismos originales ya se apoyaron en las diversas Iglesias para justificar su barbarie. Nadie olvidará la imagen del papa Pío XII bendiciendo los blindados fascistas que partían hacia el frente para asesinar a ciudadanos europeos. Por otra parte es seguro que en las primeras grandes fiestas nazis los participantes no pensaban que iban a convertirse, al cabo de unos pocos años, en genocidas y criminales, pero así se empieza: exaltación del símbolo, culto al líder, sumisión de los poderes públicos, represión de los disidentes… La situación actual es parecida, sólo que los distintivos del «partido» JMJ (mochilas, gorritos y demás parafernalia), así como las innumerables banderas nacionales, llevan impresos, en los lugares más visibles, los emblemas de los patrocinadores, para que no se olvide quién pone el dinero, que es el único dios del capitalismo. Los jóvenes de la celebración papista no parecen tanto cruzados como deportistas profesionales con el «uniforme» cubierto de publicidad y siempre abrazados a la bandera que les identifica como unidades pertenecientes a su grupo-nación. La JMJ es, pese a todo, más una exaltación del nacionalismo y el consumismo que un acto religioso (pocas cruces se han visto, en proporción, entre tantísima bandera).

La historia se repite como farsa. Al cabo de un siglo, y en medio de una nueva crisis económica, los capitalistas quieren recuperar hasta las migajas que habían repartido de mala gana en virtud de la doctrina del Estado del Bienestar. El retorno al pasado, la recuperación de los viejos modos de dominación y explotación, incluye el uso de la fe para justificar el estado de las cosas y mantener sujeta al menos a la parte de la población más inculta, manipulable o irreflexiva. Para el resto, para los ciudadanos conscientes, está la policía, a la que se ha dado carta blanca para mostrarse tal cual es: una fuerza armada cuya finalidad es proteger los intereses de los ricos y privilegiados. La desfachatez creciente de la extrema derecha (policía incluida), su impunidad para amenazar y agredir, y la criminalización de los disidentes mientras la verdadera autoridad —el gobierno— mira hacia otro lado o incluso colabora fascinada con los fanáticos, recuerda demasiado a los acontecimientos del primer tercio del siglo XX como para dejar pasar todo esto por alto.

La JMJ es motivo de preocupación para los ciudadanos, pero no sólo por el dinero que unos cuantos políticos meapilas han dispendiado en nuestro nombre: es el anuncio de que un tiempo peor ha llegado.

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