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La guerra de los jueces

El jurista José Antonio Martín Pallín, fiscal y magistrado emérito del Tribunal Supremo, publica ‘La guerra de los jueces: el proceso judicial como arma política’ (Catarata). El libro consta de ocho capítulos, y elDiario.es adelanta el titulado ‘Algunos jueces utilizan una doble vara de medir para la libertad de expresión’. Este capítulo plantea que la libertad de expresión es un “pilar fundamental de la democracia” y que existe una contradicción técnica jurídica al momento de aplicar sanciones estipuladas en el Código Penal

La extensión y la consolidación de la libertad de expresión como atributo inherente a la dignidad y libertad de los seres humanos, sea cual sea su condición o clase, ha sido una lucha constante de la humanidad. Una lucha que ha dejado mucha sangre en el trayecto hasta proclamar dicha libertad como un derecho fundamental y esencial para medir la calidad democrática de un país, que establece como norma fundamental el respeto a la palabra y a la expresión tanto individual como colectiva. El artículo 20 de nuestra Constitución reconoce y protege el derecho a expresar y difundir  libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, escrito o cualquier otro medio de reproducción. La Constitución descarta la posibilidad de restringir ese derecho mediante la censura previa, aunque advierte que, como es lógico, no es un derecho sin límites. Por ello, frecuentemente puede entrar en colisión con otros derechos de la persona, cuestión que debe decantarse siempre por la prevalencia de la libertad de expresión. Provisionalmente se ha considerado que puede entrar en conflicto con el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia. 

Existe una jurisprudencia muy consolidada que ha sentado como principio general que las personas que tienen alguna notoriedad pública deben soportar todo tipo de expresiones y críticas, por muy desaforadas que sean. En algunos casos pueden ser hasta injuriosas, pero no me parece aceptable extender esta flexibilidad a una falsa imputación de un hecho delictivo, es decir, a una calumnia, porque abriría un espacio desaconsejable para la convivencia política y social. A su vez, los políticos, especialmente los parlamentarios en el ejercicio de sus funciones, gozan de una plena  impunidad cualquiera que sea su contenido y proyección.

El Código Penal incluye como delito las injurias a la Corona y extiende la protección al Gobierno de la Nación, al Consejo General del Poder Judicial, al Tribunal Constitucional, al Tribunal Supremo y al Consejo de Gobierno o al Tribunal Superior de Justicia de una comunidad autónoma. Obsérvese que ni el Parlamento ni el Gobierno de una comunidad autónoma gozan de la misma protección. El Código Penal, dentro del capítulo de los delitos contra la Corona, introduce una extraña figura de calumnias al rey y a varias personas de la familia real, pero añade que la calumnia o la injuria tiene que producirse en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de estas. 

La primera contradicción técnica jurídica es que pueda haber injurias contra una institución. Es como si dijéramos que puede haber injurias al Ministerio de Cultura o hacia la Dirección General de Tráfico: no puede ser. Habrá injurias al ministro de Cultura, o al director general de Tráfico. Pero no a la Corona. Podrá haber injurias al rey, eso ya es discutible. Ahora bien: el rey, como jefe del Estado, está sometido a la crítica, por lo que primaría la libertad de expresión. 

Yo no tengo dudas sobre este asunto. Además, es la tendencia universal, tanto de la cultura anglosajona como la que procede en la actualidad de Bélgica y de otros países: la libertad de expresión es un pilar fundamental de la democracia; el ‘honor’ del rey no lo es. Debe primar la libertad de expresión. Cuando, en una ocasión, la Casa Real inglesa ejerció acciones contra un periódico inglés, lo hicieron en calidad de personas, no como jefes de Estado. Es cierto que algunas personas confunden la libertad de expresión con la mala educación y son dos cosas totalmente distintas. 

La libertad de expresión es un pilar fundamental de la democracia; el ‘honor’ del rey no lo es. Debe primar la libertad de expresión.

Las estadísticas por condenas judiciales en materia de libertad de expresión son alarmantes y en muchas ocasiones han sido revisadas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Según quienes han recopilado los datos, se pueden computar hasta 128 condenas e incluso penas de prisión por delitos derivados del ejercicio de la libertad de expresión. El delito de enaltecimiento del terrorismo ha supuesto 122 condenas de cárcel desde 2004 hasta 2020. A ellas se suman al menos otras seis por injurias a la Corona, a las instituciones del Estado y ofensas a los sentimientos religiosos, desde Suso Vaamonde hasta Pablo Hasél. 

Ante los continuos reveses sufridos en los tribunales internacionales, el PSOE y Unidas Podemos han anunciado una reforma del Código Penal para eliminar las penas privativas de libertad por delitos de opinión. Uno de los condenados por enaltecimiento del terrorismo ha aplaudido la reforma y ha recordado que Pablo Hasél entró en prisión por un tipo de delito que no tendría que haber existido nunca; del mismo modo, ha declarado que espera que en lo sucesivo nadie tenga que ir a la cárcel por una tontería semejante. Con la entrada de Pablo Hasél en prisión por delitos de enaltecimiento e injurias a la Corona, el Ministerio de Justicia también hace mención al mundo de la cultura para que los “excesos verbales” en manifestaciones artísticas, culturales o intelectuales queden sin castigo penal. 

La propuesta contempla eliminar del Código Penal los delitos contra los sentimientos religiosos, los de injurias a la Corona y a instituciones del Estado y el de enaltecimiento  del terrorismo. Unos delitos que desde 1981 hasta 2020, pero sobre todo a partir de 2009, han supuesto hasta 128 condenas de cárcel y decenas de miles de euros en multas. En total, 158 personas fueron condenadas a cárcel por enaltecimiento, aunque once de ellas fueron absueltas después por el Tribunal Supremo. 

En nuestro Código Penal se recogen los delitos contra los sentimientos religiosos que han dado lugar a numerosas condenas. Algunas alcanzaron notoriedad pública, como la de las activistas de Femen condenadas a una pena de multa por irrumpir en la Catedral de la Almudena en defensa del  derecho al aborto. Curiosamente fueron absueltas en el juzgado y condenadas por la Audiencia Provincial. 

También se han aplicado condenas por haber sacado en procesión una vagina gigante vestida de virgen a la que denominaron la “Gran procesión del santo chumino rebelde”. También se condenó al pago de una multa de 480 euros a una persona que había publicado en la red social Instagram un montaje con la imagen de Cristo y su propia cara. Es cierto que la condena a penas de cárcel por estos delitos es escasa. 

También hay que consignar que la mayoría de los casos de delitos contra los sentimientos religiosos no han sido promovidos por el Ministerio Fiscal, sino por una “asociación” de abogados cristianos de tendencia ultraderechista. Así, han conseguido abrir procesos incluso contra personas  relevantes de la cultura, como Leo Bassi o Willy Toledo. Por otro lado, está pendiente de una sentencia de Estrasburgo una condena contra Abel Azcona por haber hecho una exposición en la que formó la palabra pederastia con ostias, al parecer, consagradas. 

El caso que ha supuesto una mayor pena de cárcel hasta la fecha (seis años y un día) es el del cantautor gallego Suso Vaamonde, que fue condenado en 1980 por la Audiencia de Pontevedra por un delito “de ultraje a la nación española” al incluir la siguiente estrofa en una de sus canciones: “Cuando me hablan de España / siempre tengo una disputa / que si España es mi madre / yo soy un hijo de puta”. 

Así, 25 años después, fue Arnaldo Otegi el condenado, en este caso a un año de cárcel, por llamar a Juan Carlos I “rey  de los torturadores”, en relación con las torturas sufridas por el director de Egunkaria, Marcelo Otamendi. La sentencia, emitida por el Tribunal Supremo, fue calificada como excesiva en 2011 por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que condenó a España a pagar 20.000 euros de indemnización a Otegi. 

Ese mismo año tuvo lugar otro de los casos por los que España recibió una seria reprimenda de la justicia europea: la quema de imágenes del rey. El 13 de septiembre de 2007, tras una manifestación de carácter independentista bajo el lema “Els catalans no tenen rei”, dos activistas, Enric Stern y  Jaume Roura, quemaron una imagen de Juan Carlos I y Sofía. Dos meses después fueron juzgados y condenados a 15 meses de cárcel o multa de 2.700 euros, condena después confirmada por el Tribunal Constitucional. Tuvo que pasar una década para que el caso llegara al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que en 2018 condenó a España a pagar 9.000 euros de indemnización a Stern y Roura porque la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo habían violado, en sus sentencias sobre este caso, su derecho a la libertad de expresión recogido en el artículo 10 de la Convención de Derechos Humanos. La condena a España por parte del tribunal europeo provocó que la Audiencia Nacional archivara tres decenas de casos por quema de imágenes y los juzgados dejaran de considerar esta acción como un delito. 

El 13 de septiembre de 2007, tras una manifestación de carácter independentista bajo el lema “Els catalans no tenen rei”, dos activistas, Enric Stern y Jaume Roura, quemaron una imagen de Juan Carlos I y Sofía.

El artículo 10 del Convenio Europeo dispone, en su apartado 4º, que: “Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este título, en los preceptos de las leyes que los desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia”. A efectos de este trabajo, la cuestión se centrará en los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen como límites a las libertades de expresión y de información, puesto que es en este ámbito desde el que la jurisprudencia constitucional ha elaborado unos criterios interpretativos que serán después útiles al examinar la  constitucionalidad de los llamados “escraches”. 

La proyección pública del actor Willy Toledo, investigado a instancias del Ministerio Fiscal y de un grupo minúsculo que, al parecer, monopoliza los sentimientos de todos los católicos, ha hecho saltar a los medios de comunicación el eterno debate sobre los límites de la libertad de expresión. La cuestión preocupa seriamente a todos los que pensamos que la libertad de expresión constituye el núcleo vital de una democracia. Son muchos los políticos, periodistas, escritores y juristas que hemos mostrado nuestra inquietud ante el retroceso que ha sufrido la libertad de expresión por causas que, en mi opinión, tienen un doble origen. Por un lado, la preocupante intolerancia de sectores de la sociedad española, contaminada por cuarenta años de dictadura, fervorosa defensora del nacional catolicismo con orígenes anclados en el Concilio de Trento. Por otro lado, y aquí las culpas no  recaen en los anteriores actores, por la traslación al Código Penal de manifestaciones, conductas o expresión de sentimientos o ideas para castigarlos como delitos. Porque por  muy rechazables que puedan parecernos, gozan de la protección del principio del pluralismo político, como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico, elemento sustancial  y vivificador de la democracia. 

Desde el punto de vista de la técnica penal, a ningún jurista con cierto criterio, formación o rigor científico se le ocurriría adentrarse por los intrincados vericuetos de los pensamientos, las filias o las fobias para elevarlos a la categoría de  delitos públicos perseguidos, bien por el Ministerio Fiscal o  por cualquier persona que ejercite la acción popular o se arrogue, con petulancia, la condición de ofendido. Dejemos que los particulares se protejan, si lo estiman procedente, de las  expresiones proferidas contra ellos que consideren calumniosas o injuriosas y abandonemos el terreno pantanoso de las  emociones y sentimientos, alejándolos del Código Penal. 

Es cierto que se trata de una tendencia, por desgracia, bastante generalizada en otros países y que tiene su origen en  el castigo que se introduce en el código alemán para los negacionistas del Holocausto. Pero no por ello deja de tratarse  de una incursión peligrosa del derecho penal en el espacio  abierto del ejercicio del derecho fundamental a la libertad de  expresión y pensamiento. 

Si repasamos el amplio contenido de nuestro vigente artículo 510 del Código Penal, nos encontramos con expresiones de odio, hostilidad, discriminación o violencia, la trivialización o grave enaltecimiento de los delitos de genocidio o de lesa humanidad, lesiones a la dignidad de las personas, humillación, menosprecio o descrédito que, en sí mismas y sin mayores matizaciones, constituirían delitos de injurias contra particulares y colectivos. Es cierto que el Código Penal matiza estas expresiones, exigiendo que sean idóneas para fomentar, promover o incitar, directa o indirectamente, al odio, la hostilidad, la discriminación o la violencia contra personas o grupos en atención a una serie de factores tan etéreos como la ideología, la religión o las creencias, etc. Cualquier expresión que directamente incite, seria y fundadamente, a la violencia tenía suficientemente cobertura con el delito de amenazas. 

Los derechos fundamentales son derechos especialmente protegidos, por su mayor valor (STC nº 66/1985, de  23 de mayo), por ser componentes estructurales básicos del  ordenamiento jurídico y por sus notas de permanencia e  imprescriptibilidad (STC nº 7/1983, de 14 de febrero). Uno  de ellos es el derecho al secreto de las comunicaciones, proclamado ya por la Asamblea Nacional francesa en 1790: “Le  secret des lettres est inviolable”. Su reconocimiento tiene lugar al máximo nivel en el artículo 18.3 de la Constitución española, conforme al que “se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y  telefónicas, salvo resolución judicial”. Desde una perspectiva internacional, el derecho es reconocido en el artículo 12 de la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948, el artículo 17 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966 y el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales de 4 de noviembre de 1950. También, más recientemente, ha sido reconocido por el artículo 7 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que dispone que toda persona tiene derecho al respeto de su vida privada y familiar, de su domicilio y de sus comunicaciones. Estos textos constituyen parámetros para la interpretación de los derechos fundamentales y libertades (artículo 10.2 de la Constitución española). El derecho al secreto de las comunicaciones constituye una plasmación singular de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de su personalidad, que son fundamento del orden político y de la paz social (STC nº 281/2006, de  9 de octubre, STS nº 766/2008, de 27 de noviembre). Este derecho se integraría en la categoría de los derechos de la persona, como ser libre, inherente a la autonomía personal. La doctrina jurisprudencial sobre las intervenciones telefónicas se construye sobre la base de la naturaleza de derecho fundamental del secreto de las comunicaciones  (SSTS nº 248/2012, de 12 de abril, 446/2012, de 5 de junio, 492/2012, de 14 de junio, 635/2012, de 17 de julio y  644/2012, de 18 de julio). 

A finales de los años ochenta, la jurisprudencia constitucional consolidó los criterios interpretativos para la resolución de colisiones entre esas libertades y derechos. Tres elementos han sido decisivos al respecto. El primero, el reconocimiento de que los derechos al honor, a la intimidad y a la propia imagen no representan solo un límite a la libertad de expresión, en los términos del artículo 20.4, sino que son, a su vez, derechos fundamentales proclamados en el artículo 18.1 de la Constitución española. En consecuencia, cuando esos derechos colisionan, no puede partirse apriorísticamente de que dichos límites prevalecen como bienes preponderantes ante la libertad de expresión, sino que se produce, en tales casos, un verdadero conflicto entre derechos  (SSTC 107/1988, 214/1991, 85/1992, 15/1993), por lo que no necesariamente el honor, la intimidad o la propia imagen deben prevalecer sobre la libertad de expresión. El segundo elemento resulta ser la llamada “ponderación adecuada”,  esto es, aquella que respete la correcta valoración y definición constitucional de los derechos puestos en conflicto (SSTC 20/1990, 171/1990 o 240/1992), lo que ha permitido  al Tribunal Constitucional, como supremo intérprete de la Constitución, la revisión material de la ponderación realiza da en sede de la jurisdicción ordinaria. Y, en tercer lugar, el  tribunal introduce en la “adecuada ponderación” la doctrina  del “valor preferente” de las libertades de expresión.  

El reconocimiento en la STC 12/1982 de que el derecho a la libertad de expresión significa “el reconocimiento y  la garantía de una institución política fundamental, que es la opinión pública libre”, indisolublemente ligada con el pluralismo político, valor fundamental y requisito del funcionamiento del Estado democrático sirvió a la STC 104/1986 para afirmar que: “Esta dimensión de garantía de una institución pública fundamental, la opinión pública libre, no se da en el derecho al honor; o dicho con otras palabras, el hecho de que  el artículo 20 de la Constitución garantiza el mantenimiento de una comunicación pública libre otorga a las libertades del artículo 20 una valoración que trasciende a la que es común y propia de todos los derechos fundamentales”. 

Mas, a partir de aquí, se fue haciendo necesario entrar en una modulación de este criterio. Pronto, por razones obvias, empezó a puntualizarse que “valor preferente” no significa “valor jerárquico” (SSTC 240/1990, 178/1993, 336/1993,  42/1995), lo que va a permitir en caso de concurrencia de los  derechos del artículo 20 y del artículo 18 un enfoque no basado en la jerarquía de unos sobre otros, sino en la identificación del alcance del derecho en cada caso concreto; es decir,  la cuestión se reduce a decidir: 

[…] hasta qué punto puede apreciarse que determinadas expresiones son ejercicio de un derecho fundamental, reconocido y protegido por la Constitución o, por el contrario, se extralimitan del ámbito constitucionalmente protegido y son incardinables en los supuestos en los que el Código Penal protege los bienes y derechos de terceros, o la dignidad de las instituciones (STC 105/1990). 

Consiguientemente, la labor del tribunal no consiste en determinar qué derecho va a prevalecer de forma automática sobre otros, sino en determinar, en cada caso, si el derecho invocado se ha mantenido, en su ejercicio, en el ámbito constitucionalmente reconocido y protegido (STC 20/1992).  La necesidad de ponderación, en caso de colisión entre las libertades de expresión y otros derechos, se vale a su vez de determinados criterios objetivos o pautas interpretativas que permiten llegar a una solución plenamente constitucional. El artículo 510 del Código Penal es una verdadera caja de Pandora de la que pueden surgir todo género de sorpresas en función del criterio de la autoridad judicial encargada de investigar, valorar o enjuiciar la expresión de los pensamientos o ideas. Indefectiblemente, se producirán resoluciones dispares que crearán desconcierto entre los ciudadanos. Para los que creemos en la taxatividad, la certeza y la intervención mínima del derecho penal sentimos que se está rompiendo  su misma esencia. 

Ante esta peligrosa e indeseable deriva, no tenemos otra alternativa que volver la vista a los clásicos y remontarnos a siglos pasados, cuando se produjo la gran conquista de la libertad de expresión, frente a la intransigencia y el dogmatismo del absolutismo y la Inquisición. Acudo a mi mentor  Voltaire, que defendió la libertad de expresión con argumentos irrebatibles: “Aunque sea de derecho natural utilizar la pluma, como es de derecho natural utilizar la lengua, encierra este derecho sus peligros, sus riesgos y sus éxitos. Conozco muchos libros que fastidian a los lectores, pero no conozco ninguno que haya producido un perjuicio real”. Denuncia  también las reacciones bélicas de la Inquisición y termina  con un rotundo razonamiento: “Si os desagrada refutar, las trompetas nunca han ganado las batallas y no han hecho caer más murallas que las de Jericó”.

Acudo a mi mentor Voltaire, que defendió la libertad de expresión con argumentos irrebatibles: “Aunque sea de derecho natural utilizar la pluma, como es de derecho natural utilizar la lengua, encierra este derecho sus peligros, sus riesgos y sus éxitos”.

Voltaire construye una maravillosa síntesis de la libertad de pensar en un diálogo inventado entre un oficial inglés y un miembro del Tribunal de la Inquisición. Decía el oficial inglés: No se nos permite escribir, hablar, pensar siquiera. Si hablamos, nos prestan nuestras palabras como quieren y lo mismo hacen con nuestros escritos. Como no pueden sentenciarnos a morir en un auto de fe, tratan de convencer a los Gobiernos de que, si dejan volar el pensamiento, pondríamos en convulsión a todo el Estado y nuestra nación sería la más desgraciada del mundo. 

De momento, en ningún país democrático nadie ha sido sentenciado a morir por sus ideas, pero no es menos peligroso para el pluralismo y la libertad de expresión castigar con penas de prisión o multas la expresión, por cualquier medio de transmisión o de comunicación, de ideas que, aunque sean chocantes, desagradables y que no se compartan, puedan ser elevadas a la categoría de delito. 

El tema de la libertad de expresión ha puesto en constante tensión y enfrentado dialécticamente a los componentes  de los tribunales constitucionales, civiles o penales. Nuestro Tribunal Constitucional, desde sus orígenes, se ha encargado de recordar la trascendencia de la libertad de expresión para el sostenimiento de los valores superiores del pluralismo, la formación de los criterios y opiniones de la sociedad y la pervivencia de los derechos y libertades fundamentales. En una sentencia, la 6/1988 de 21 de enero, nos dice: “La libertad de expresión tiene por objeto pensamientos, ideas y opiniones, concepto amplio dentro del cual deben incluirse también las  creencias y los juicios de valor”. 

En ningún país democrático nadie ha sido sentenciado a morir por sus ideas, pero no es menos peligroso para el pluralismo y la libertad de expresión castigar con penas de prisión o multas la expresión

No deja de ser llamativo que el ejercicio de un derecho trascendental para la supervivencia de la democracia, como la libertad de expresión, pueda derivar en un delito público castigado con penas muy severas. Para los que esgrimen tramposamente “que mi derecho termina donde comienza el  derecho de los otros”, hay que recordarles que, en materia de pensamientos y sentimientos, nunca se sabe dónde comienza el derecho de los otros, ya que cada uno lo guarda en secreto. Cuando se lesionan bienes jurídicos de los que son  titulares grupos étnicos y raciales, religiosos, de orientación  sexual, etc., es muy difícil que un sector o individuo de alguno de estos amplios colectivos puedan enarbolar la bandera  de la ofensiva humillación con carácter exclusivo. 

Vuelvo a Voltaire. “La tolerancia es la panacea de la humanidad”. Es indudable que todo particular que persigue a un hombre, que es su hermano, porque este profese distinta opinión, es un monstruo; pero el Gobierno, los magistrados  y los príncipes, ¿cómo deben tratar a los que piensan diferente que ellos. ¿Por qué, pues, los mismos hombres que en el secreto de su gabinete se deciden por la tolerancia, por la beneficencia y por la justicia truenan en público contra esas tres virtudes? 

Willy Toledo está siendo investigado en un juzgado de instrucción por ofensas “a Dios y a la Virgen María” vertidas en las redes sociales como protesta por la apertura del juicio oral a tres mujeres que habían participado en una procesión, parece que ya tradicional, celebrada en Sevilla bajo el lema  “El coño insumiso”. Yo le aconsejaría que se presentase ante el juzgado para declarar y explicar que se trataba del ejercicio de su libertad de expresión, con la finalidad de criticar la represión penal de sentimientos, ideas o expresiones, desprovistas de toda carga ofensiva, como mera manifestación de la  libertad de expresión y del laicismo. 

Poner a los jueces en el trance de comprometer su ideología y sus sentimientos en un tema tan complejo como el de la libertad de expresión, englobándola en el marco de un delito penal, los pone en la difícil tesitura de deslindar sus juicios o sus prejuicios y en el peligro de alejarlos de la equidad y de la justicia. No cabe refugiarse en el simple argumento de que se trata de aplicar la ley o, mejor dicho, la letra de la ley,  sino de abordar el complejo tema de la libertad de expresión, que tanto ha atormentado a jueces y tribunales de todos los  países tolerantes y democráticos. 

Pocos países han tratado con mayor intensidad que los Estados Unidos la colisión entre la libertad de expresión, amparada por la primera enmienda, con los perjuicios que pudieran derivarse de sus abusos. El debate se ha plasmado en numerosas sentencias, contradictorias entre sí y, como es  lógico, con abundantes votos particulares o disidentes. Soy un ferviente seguidor de las sentencias del juez Holmes, en  las antípodas de mi ideología, pero cuya sinceridad y fortaleza de razonamientos comparto. Después de los continuos debates que tuvo con sus colegas durante su estancia en el Tribunal Supremo, llegó a una conclusión que suscribo como colofón de este capítulo: “Hace unos setenta y cinco años aprendí que yo no era Dios. Así, cuando la gente quiere hacer algo y yo no encuentro nada en la Constitución que expresamente les prohíba hacerlo, me guste o no, tengo que exclamar ¡maldita sea!, dejadles que lo hagan”.

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