Asóciate
Participa

¿Quieres participar?

Estas son algunas maneras para colaborar con el movimiento laicista:

  1. Difundiendo nuestras campañas.
  2. Asociándote a Europa Laica.
  3. Compartiendo contenido relevante.
  4. Formando parte de la red de observadores.
  5. Colaborando económicamente.

La extraña ofensiva del socialismo laico

COMENTARIO: Curioso concepto de normalidad y de agresión. ¿y se piensan que esto que dicen es laicismo?
La promoción del laicismo -entendido en un sentido agresivo y anacrónico- se ha convertido en una de las señas de identidad de este Gobierno. Dicho de otro modo: diversas medidas anunciadas en los últimos tiempos reflejan una identidad ideológica contraria a los valores que sustenta la moral católica.

 Una extraña «cruzada» (valga la paradoja) se ha puesto en marcha desde sectores que se dicen progresistas, con el aliento de intelectuales influyentes que militaban hace poco en un socialismo de raíz cristiana.

De este modo, se reabren viejas heridas que la Transición supo cerrar gracias a la complicidad de todos los protagonistas y a una nueva mentalidad social, ajena por fortuna al dogmatismo y la intolerancia.

Como ya sabían los clásicos, no se debe legislar en contra del «espíritu de las leyes». Es notorio que la religión católica tiene una presencia abrumadora en la historia de España y en nuestro patrimonio cultural y artístico. Carece de sentido la comparación en estos terrenos con cualquier otra confesión. Pero no se trata sólo del pasado.

Hoy día, incluso en esta sociedad fuertemente secularizada, la gran mayoría de los españoles mantiene la vigencia social de la fe católica en los momentos más solemnes de su vida personal y familiar. La Constitución de 1978 acertó a traducir todo ello en una fórmula precisa: ninguna confesión tendrá carácter estatal, pero el Estado debe mantener relaciones de cooperación con la Iglesia y con las demás confesiones (art. 16).

Criterio equilibrado que ha funcionado bien en un país que, cuando ejerció por primera vez la soberanía nacional en 1812, proclamaba a la religión católica como «única verdadera» (art. 11 de la Constitución de Cádiz). Estamos, en efecto, muy lejos del Estado confesional, pero también de la Constitución republicana de 1931 y de leyes posteriores que dieron paso a enfrentamientos irreversibles.

Tenemos un sistema que parte del derecho fundamental a la libertad religiosa y que articula con buen sentido las relaciones entre Iglesia y Estado. ¿Qué objeto tiene alterar las reglas del juego?

A la vez que los ideólogos proclaman su teoría inaceptable sobre el laicismo militante en nombre de la Constitución, el Gobierno multiplica los frentes del conflicto. La supresión de la Religión como asignatura evaluable deriva de la paralización de la Ley de Calidad de la Enseñanza.

Las expectativas no son buenas para la educación concertada (que es la preferida por las clases medias) a juzgar por la experiencia en Autonomías gobernadas desde siempre por el Partido Socialista. Pronto se aprobará el proyecto de ley sobre matrimonio de homosexuales y el derecho de adopción de éstos. También se habla desde hace meses de una «inmediata» modificación del Código Penal para ampliar los supuestos del aborto. La investigación con células madre y la eventual regulación de la eutanasia son cuestiones que afectan al derecho a la vida.

En el marco de las relaciones institucionales, hay quien cuestiona los Acuerdos de 1979, aunque -tal vez para rebajar la tensión- dice ahora el Gobierno que no se va a modificar de momento el sistema de financiación de la Iglesia. Y todo esto cuando se proclama una «alianza de civilizaciones» y se tiende la mano al Islam y a otras religiones. ¿Quedará excluido el cristianismo de tan beatífica alianza?

A nadie debe extrañar que millones de católicos españoles, incluidos muchos votantes socialistas, reaccionen con indignación, como ya han advertido colectivos de fieles integrados por altos cargos y militantes del PSOE. Si llega la supresión de símbolos en escuelas e instituciones, sería una ofensa gratuita para una sociedad que sabe distinguir entre Dios y el César, pero que acepta con normalidad la presencia de la religión en su vida cotidiana.

Se habla también de eliminar subvenciones que ocultan supuestos privilegios: ¿se piensa suprimir, por ejemplo, el Plan Nacional de Catedrales?; ¿o acaso recortar los proyectos de las ONG de carácter religioso?

Visto así, está claro que el sectarismo conduce al ridículo. Por ahora, la reacción de la jerarquía eclesiástica se mantiene en cauces de prudencia y de apertura al diálogo. Hay sin embargo sectores del Episcopado que exigen más firmeza y espíritu combativo.

Conviene, no obstante, conservar la mesura. La Iglesia mantiene los principios relativos al carácter sagrado de la vida, la dignidad de la persona, el derecho a la educación y la protección de la familia.

Puede y debe, en cambio, dejar abierta la puerta a la negociación en materias instrumentales. En un Estado democrático, la ley emana de la representación popular.

Pero las mayorías (transitorias y circunstanciales por definición) no determinan la verdad y la mentira en cuestiones morales o científicas. Toda prudencia es poca para legislar sobre asuntos tan delicados.

La Iglesia tiene, cómo no, el derecho y el deber de pronunciarse sobre ellos y es inaceptable que se pretenda silenciar el magisterio de los obispos o restringir la libertad de los católicos para expresar su opinión. No hay lugar para el sectarismo en la España del siglo XXI.

Ante la ausencia de un proyecto político solvente capaz de mejorar el bienestar de los españoles, el Ejecutivo de Zapatero opta por pasar a la ofensiva, desde las dos vertientes del término: ofende y ataca los sentimientos de los católicos enarbolando banderas que, lejos de solucionar los problemas, los crean de manera gratuita e incomprensible.

Error muy grave que debe rectificar cuanto antes.

Total
0
Shares
Artículos relacionados
Total
0
Share