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La estrella de Belén. A propósito de los símbolos religiosos en instituciones públicas

Preparémonos todos para celebrar la natividad del Señor Nuestro Dios. Por estas fechas, esta parece ser la consigna que por doquier nos inunda allá donde dirijamos la mirada, sin solución de continuidad. Estos días nuestras calles, nuestras casas, nuestros comercios, nuestros espacios íntimos y colectivos se engalanan para recibir la llegada de la Navidad, y con ellos también los espacios y edificios públicos que nos representan a todos los ciudadanos. Los belenes (ya sin buey ni asno, imagino, por prescripción de la autoridad papal) reciben a los curiosos paseantes en las grandes salas de los ayuntamientos; las plazas de nuestras ciudades exhiben orgullosas sus árboles navideños coronados con la bendita estrella de Belén, la que guió a los Reyes Magos al lugar santo del nacimiento; y también, como no, nuestras escuelas, colegios o institutos privados, concertados y públicos se suman a esta impúdica corriente impuesta por una tradición que arrastramos enquistada hasta el tuétano de nuestros huesos y de nuestros cerebros.

Es la tradición, dicen algunos. Es un referente cultural de nuestro país, dicen otros. Pero a nadie se le ocurre pensar que los/as niños/as que entran todos los días por la puerta de su centro escolar, cada vez menos público y más rancho de unos pocos, pueden no sentirse reconocidos en esos símbolos religiosos. Y los hay, quizás muchos más de los que a nadie se le ha ocurrido ni imaginar. Demasiado ocupados estamos todos felicitándonos orgullosos por tan encomiable puesta a punto.

Frente a estos actos de proselitismo encubierto, tan inofensivos para algunos como desvergonzados para otros, de poco sirve que los defensores del laicismo del Estado reclamen por activa y por pasiva la neutralidad de sus instituciones como una condición necesaria de la libertad de conciencia y de la igualdad de trato de todo ciudadano independientemente de sus creencias, si somos nosotros, los propios ciudadanos, quienes aún somos lo suficientemente ignorantes como para no darnos cuenta de la mordaza del nacional-catolicismo que ha terminado por configurar nuestras mentes a su imagen y semejanza. Las leyes son el reflejo de nuestro primario estado mental. Los políticos de los que renegamos son el hinchado reflejo que de nosotros escupe un espejo convexo. Es la propia ciudadanía, que aún no ha logrado romper esa “dura cáscara” con la que todos nacemos (y con la que muchos mueren) de la que hablaba Kant en un texto sobre el significado de Ilustración. Ese duro cascarón de los prejuicios y las tradiciones que siempre convierten al individuo en presa de determinados particularismos, según el tiempo y el lugar en el que nace. El filósofo Fernándo Savater decía recientemente en un congreso internacional sobre educación que “el laicismo va en contra de los prejuicios religiosos y étnicos, y permite educar a ciudadanos con ideas neutras, objetivas e independientes”. Mientras tanto, muchos siguen pensando que la cultura, el más importante de todos los bienes universales que son patrimonio de la humanidad, se construye principalmente a base de particularismos religiosos, étnicos o futboleros. Y en esas estamos, erigiendo ostentosos belenes y coronando los árboles de navidad con la sempiterna estrella de Belén, aunque nuestras escuelas, plazas o ayuntamientos sean espacios públicos y laicos, por definición neutros en materia de creencias e ideologías.

César TejedorQuizás debíeramos despertar del sueño dogmático en el que vivimos gracias a algunos hitos judiciales ejemplares como la sentencia 288/2008 del Juzgado de lo Contencioso Aministrativo en respuesta a una denuncia hecha por algunos padres sobre la permanencia de símbolos religiosos en las aulas de un colegio público de Valladolid, que considera que tales símbolos en los centros públicos vulneran los artículos 14 y 16 de la Constitución, donde se establece la igualdad ante la ley sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. En base a ello, aquella sentencia indicaba con meridiana claridad que “nadie puede sentir que por motivos religiosos el Estado le es más o menos próximo que a sus conciudadanos”, y que la presencia de simbología religiosa “puede provocar el sentimiento de que el Estado está más próximo a la confesión con la que guardan relación los símbolos presentes en el centro público que a otras confesiones respecto de las que no está presente ningún símbolo”.

A estas alturas, entre los lectores de este escrito habrá algunos que desde sus respectivos cascarones consideren indignante mi denuncia, pues pensarán que mi propósito es condenar dicha simbología y lo que representa. Seguramente sean esos mismos que había dejado antes felicitándose orgullosos al culminar su labor de ornamentación religiosa navideña los que igualmente se escandalizarían si alguien sustituyera de repente la estrella del árbol de Navidad por una media luna musulmana, o por una hoz y un martillo. A ellos seguramente no les valgan argumentos. Sin embargo, nunca está de más reiterar que quienes defienden la neutralidad laica de los espacios públicos y se posicionan en contra de la simbología religiosa de tales centros e instituciones públicas, son en realidad los auténticos defensores de la libertad de conciencia y de sus multiformes manifestaciones, siempre que estas se desarrollen en el ámbito privado de cada cual.

César Tejedor de la Iglesia

Filósofo y miembro de la Junta Directiva de la asociación Europa Laica

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