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La deconstrucción de los símbolos franquistas: a medio camino entre la ausencia y la presencia

Porque la historia no solo se cuenta en los libros, sino también en el espacio público, los historiadores advierten de los efectos perversos de retirar monumentos y vestigios de la dictadura sin explicarlos primero.

El espacio público de la España está salpicado de piezas que no forman parte de la democracia. Con más o menos grado de monumentalidad —del nombre de una calle a una estatua de un dirigente en el centro de una plaza—, exaltan un extinto régimen dictatorial. En aplicación de la Ley de Memoria Histórica se retiran algunos de estos símbolos, sin dejar nada detrás. En otros casos se omite la ley y la Administración prefiere pasar de perfil, evitando la fricción social, pero dando la razón a los que no quieren que nada cambie. Entre una y otra posición se abre paso la opción intermedia de la intervención porque «crear espacios asépticos no funciona».

La reflexión es de Jordi Guixé, que dirigió el área de Patrimonio de la institución Memorial Democràtic creada por la Generalitat de Catalunya. Esa asepsia es la que produce el espacio vacío que deja el símbolo retirado, ausente de pedagogía. «La pregunta es: ¿debemos retirarlo todo? Hay monumentos que deben ser rediseñados, reconstruidos, reinterpretados. Cuando haces una intervención la gente se pregunta porqué, y es ahí cuando es mucho más reactivo y activo en la sociedad», dice Guixé. «Deberíamos ser más atrevidos en la creación de estos lugares de memoria. En el fondo, lo que proponemos es coger una pieza vetusta y vencerla, derrotarla, convertirla en una especie de pieza pedagógica de creación de conocimiento», añade. Algo así podría suceder con el monumento franquista de Tortosa (Tarragona), un monolito instalado en mitad del río que conmemora la victoria del bando sublevado en la Batalla del Ebro.

La escultura había ido perdiendo referencias, como si la ausencia de detalles pudiera enmascarar el significado de la obra. En 1986, el águila del monumento soltó el víctor que sujetaba en su pico y, además, le fueron retiradas dos inscripciones alegóricas. En 2008, se eliminaron las placas que conmemoraban la inauguración que hizo Franco en 1966. La Generalitat va a desguazar el monumento el próximo mes de junio, pero una plataforma vecinal ha recogido 1.500 firmas para presentar una moción popular en el Ayuntamiento con una propuesta de reinterpretación, utilizando los recursos ya asignados al desmantelamiento. Es una batalla que se vuelve también política, pues Vox apoya que no se desmantele, aunque por otros motivos. En este caso, Guixé apoya la intervención sobre el monumento y en los próximos días presentará a la alcaldesa tortosina un proyecto en el que se da la vuelta a la columna, «un símbolo de cómo la democracia vence a la dictadura» y de esa forma «se deconstruye el símbolo» original, acompañándolo de un puente entre las dos orillas, como había antiguamente, y un espacio memorial que lo explique todo.

«Somos propietarios del espacio público y no podemos ser actores pasivos. Ni se puede pedir a toda la ciudadanía que tome las decisiones y ni se puede hacer a través de una ley que obligue a quitarlo todo, sino analizando cada caso. Ahora tenemos la capacidad de hacerlo. No nos podemos quedar pasmados y decir esto me molesta, lo quito y ya está», reflexiona este profesor de la Universitat de Barcelona y director del European Observatory on Memories. «Cada monumento, cada memorial, cada símbolo, debemos primero conocerlos en su globalidad, saber cuáles son y porqué están donde están. Después, hacer un proyecto para reinterpretar estos símbolos en un sentido pedagógico», añade. «Derruir una cárcel, un espacio de memoria o un campo de concentración nazi te convierte en un valiente demócrata pero en un valiente poco reflexivo. Necesitamos una reflexión porque una vez destruimos, no podemos reconstruir. Cuando reinterpretas y deconstruyes, todavía tiene una vida útil como pedagogía». Alemania aporta un ejemplo en ese sentido con el castillo de Wewelsburg, el santuario de las SS, que hoy alberga extensa información sobre esta sangrienta organización nazi así como un memorial dedicado a sus víctimas. Del suelo del castillo no se ha retirado el carismático símbolo del sol negro. «En Alemania hay una valentía democrática para hacer un espacio de memoria como ese, porque no pueden ignorar el pasado y el olvido como vacuna no existe».

Siguiendo con la comparación con la gestión del patrimonio incómodo que ha hecho Alemania, Xosé Manoel Núñez Seixas, autor del recién publicado Guaridas del lobo. Memorias de la Europa autoritaria 1945-2020, recuerda que a todos los estudiantes de bachillerato en Munich se les lleva al cercano campo de concentración de Dachau. «Cuando van allí, los típicos jóvenes que dicen que Hitler les queda lejos, se dejan de tonterías», cuenta.

El debate no puede plantearse entre quitar un símbolo porque lo manda una ley democrática o la postura reaccionaria de dejarlo estar por una defensa ideológica o nostálgica. «Esa oposición no funciona: te encuentras con gente que tiene una posición democrática que considera que una estatua no tiene porqué ser retirada», dice el catedrático de Historia Contemporánea Ricard Vinyes, que formó parte del Comisionado de Programas de Memoria del Ayuntamiento de Barcelona. Vinyes está de acuerdo en la retirada de monumentos, entendidos como alegorías de unos valores éticos de otro momento, al que le falta el contexto para ser comprendidos en este. «El tema no es quitar o dejar sino qué hacer con ellos».

«Desde el punto de vista de una política pública, antes de retirarse un monumento, se deberían dar tres circunstancias: primero, solo debería retirarse cuando hay una petición persistente y sostenida en el tiempo. Segundo, debe retirarse con publicidad y no a escondidas por la noche a las 3 de la madrugada. Y tercero, ha de haber pedagogía, se ha de contar muy bien y durante todo el tiempo que sea preciso el porqué se retira aquello», explica.

«La retirada puede ser un desastre o no, depende de cómo se haga. Se puede dejar una peana vacía y explicar porqué», dice, con las estatuas de Franco en mente. «La peana vacía llama la atención, es una incitación a la curiosidad, a la memoria». «Los gobiernos tienen miedo de guardar el elemento en un almacén municipal y que luego venga otro gobierno diferente y quiera reponerlo, pero eso significa que una parte de la sociedad lo quiere y tienes que lidiar con ello porque es el patrimonio de la ciudad», dice Vinyes, que aporta un ejemplo de pedagogía democrática sucedido en el año 2005. Aquel año, se encontró en un almacén de Vilafranca del Penedès el busto de Franco que presidía el pleno del Ayuntamiento durante la dictadura. Se inventarió, se limpió, se restauró y la artista Núria Tomás creó una instalación en el hall del Museo del Vino titulada Escolta, Franco, donde los visitantes podían decirle todo lo que antes no habían podido, tanto a favor como en contra. «Eso dio como resultado que allí nunca se había hablado tanto de Franco y del franquismo como hasta ese momento», analiza el historiador.

Los nombres importan

El callejero sigue siendo una cartografía en disputa como ilustran las polémicas ahora mismo en Asturias o Madrid. Núñez Seixas, que es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Santiago de Compostela, recuerda que el nomenclator se lleva reformando desde hace 40 años, con una primera tanda de retirada de nombres de calles dedicadas al dictador o al jefe de la falange, José Antonio Primo de Rivera, que «no despertó un gran debate ni oposición entre 1979 y 1983». Hay un segundo nivel de nombres «más complicados» que pertenecen a «personajes secundarios», en muchos casos ya totalmente olvidados, como los alcaldes franquistas. «Muchos ayuntamientos han actuado con pragmatismo, posponiendo la decisión y dejando los nombres. Y otros, como hizo Francisco Vázquez en A Coruña, después de quitar los más llamativos, dedicaron calles a personajes de la izquierda como Alcalá Zamora o Manuel Azaña», recuerda. «Soy partidario de resignificar y explicar siempre que sean posible, sobre todo cuando hablamos de personas con las manos manchadas de sangre, y buscar nuevos nombres que susciten consenso».

«La ciudad tiene su texto urbano que son los nombres de las calles. A través de esos nombres vemos el pulso de la ciudad», explica Ricard Vinyes. Cuando una ciudad como Barcelona se da cuenta de que solo el 7% de sus calles tiene nombre de mujer, una política pública igualitaria tiene la obligación de corregirlo. Tanto lo que era antes como las transformaciones que sufre ahora son «reflejo de una sociedad». Cómo se hace este cambio es importante: «No es lo mismo Barcelona que Madrid. En Madrid hay un buen lío porque se hizo a la brava. En Barcelona hay una comisión, en principio neutral, donde se debate, con propuestas tanto internas como externas. Aquí hay una almohada que amortigua el cambio», dice. 

El yugo y las flechas siguen presentes en cientos de viviendas de protección oficial construidas durante el franquismo. Al principio Vinyes no era muy partidario de su retirada, la cual estaba «mal estructurada» en la Ley de Memoria Histórica, por lo que en Barcelona tuvieron que «ir con mucho cuidado». Pensó sobre el tema sometiéndolo a los tres condicionantes anteriormente citados y cambió de opinión: existía la petición sostenida en el tiempo, se guardó un ejemplo de cada tipología, las cuales pasaron al Museo de Historia de Barcelona y en la antigua cárcel Modelo se hizo una exposición donde se mostró cómo se había efectuado la retirada.

Jordi Guixé pide a los políticos «una reflexión que no responda solo a estrategias políticas», que no sea solo «para hacer la foto». Esa reflexión pasa por el «qué se hará después con el espacio vacío». Y, para ello, hay que saber «qué piensan los vecinos, las asociaciones, las víctimas» sobre los símbolos, porque «la memoria es un derecho». Sin ese plan posterior, símbolos arrancados de cuajo como la cárcel de Carabanchel de Madrid, dejan un vacío con dificultades para ser leído. 

Xosé Manoel Núñez Xeixas, que presidió la Comisión de Expertos sobre el Pazo de Meirás, compara en su trabajo los espacios asociados a las dictaduras en otros países europeos y encuentra que «no hay un ejemplo virtuoso, ni siquiera en los países en los que parecen más consecuentes con la aplicación de memoria crítica», dice. «Los lugares de dictador son excepcion a la norma, agujeros negros, patatas calientes que no se sabe qué hacer con ellas porque siempre está el temor de que cualquier intervención memorialista va a repercutir en que la gente vaya a esos sitios y se humanice o se actualice el recuerdo del dictador. Ante la resignificación del Valle de los Caídos o del Pazo de Meirás, la sociedad debe estar alerta ante el surgimiento de otros lugares de memorias vinculados al dictador». En Alemania, al no haber tumba de Hitler, los neofascistas buscaban «lugares putativos» como las tumbas de sus padres o su casa natal. «Nadie iba a la casa natal de Franco en Ferrol porque tenían el Valle de los Caídos pero cuando ya no sea un lugar tan grato para esos ‘turistas negros’, igual reiventan ese otro lugar», advierte.

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