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La crítica de las religiones

Con motivo de los sucesos terroristas de influencia religiosa protagonizados por el fanatismo de Bin Laden y sus seguidores, quiero recordarme a mí mismo que me hallo en el mundo cristiano, y sé que Jesús no fundó ni una religión ni una Iglesia, sino que vino a difundir un estilo de vida.

 El escriturista jesuita Padre Lyonnet lo describe así: ‘El cristianismo no es ante todo ni una filosofía ni un sistema social; es una vida que no se expresa en un código de leyes…, sino en una persona’. Ya en el siglo XIX el mejor teólogo cristiano, el alemán J. A. Möhler, lo expresó de este modo: ‘El cristianismo no consiste en expresiones, fórmulas y giros: es una vida interior, una fuerza santa, y todos los conceptos doctrinales y dogmas sólo tienen valor en cuanto expresan lo interior’. Y he aprendido, también, que ‘toda la ley se comprende en este solo precepto: amarás a tu prójimo como a ti mismo’, según enseña San Pablo.

Pero es verdad que, al mirar al cristianismo real, me encuentro con la dignidad del cristianismo, tal como acabo de describir; pero también con la indignidad de los cristianos, estén arriba o abajo. Por eso Gandhi rehuía hacerse cristiano, a pesar del atractivo que le producía el evangelio, porque la conducta de los cristianos le disuadió de ello.

En los primeros momentos del cristianismo, cuando estaban recientes estas enseñanzas, fue radicalmente contrario a las guerras y violencias. San Justino, en el siglo II, decía: ‘Evitamos la violencia contra nuestros enemigos’, y San Cipriano, en la centuria III, confesaba: ‘A los cristianos les está prohibido matar’. Pero todo empezó a cambiar poco después, y ya, salvo excepciones, los cristianos no hemos sabido desprendernos de la espada contra el que no pensaba como nosotros. La historia está llena de sangre vertida por los que se dicen seguidores de Jesús.

Aunque en esa historia surgen también algunos personajes seguidores de Jesús, que nos enseñan que toda lucha cruenta, por motivos religiosos, es rechazable siempre y en toda ocasión. Es el mallorquín beato Ramón Llull predicando contrariamente a las Cruzadas desatadas contra el moro, y bendecidas por el Papa. Es su mentor, San Francisco de Asís, pidiendo: ‘Donde haya odio, siembre yo amor; donde haya injuria, perdón’.

También encontré entre ellos al Pseudo-Dionisio, el primer gran místico cristiano, cuya obra apareció en el siglo VI, sosteniendo que ‘la Deidad sobrepasa todo razonamiento y todo conocimiento…, y no se puede captar ni en palabras ni en pensamientos’, porque es únicamente ‘la Vitalidad en sí’, inaccesible e inabarcable. ¿Dónde puede entonces el creyente exigir su pensamiento religioso a los demás, cuando no posee la clave verbal ni conceptual de lo que cree?

Y nueve siglos después avanza más el cardenal de Cusa y dice, en su bella obra La paz de la fe, que las religiones buscan a Dios bajo diversos ritos, pero todos van dirigidos a la misma realidad, llamada con diversidad de nombres divinos, ya que pretenden nombrar un imposible: al ‘desconocido de todos e inefable’. Por eso proclama este gran filósofo de la ‘docta ignorancia’ que ‘esta diferencia (de religiones) resulta deseable’.

Pero hay que ser realistas y darse cuenta de lo que observaba valientemente el clásico del Siglo de Oro padre Mariana, que nunca tuvo pelos en la lengua para decir la verdad: ‘Ningunas enemistades hay mayores que las que se forjan con voz y capa de religión, los hombres se hacen crueles y semejables a las bestias feroces’.

El fanatismo es especialmente un vicio de las religiones. El afán de imponer su verdad y el sentido de autodefensa de su institución llevan a los peores excesos inhumanos. La guerra santa no es un invento del fundamentalismo islámico, lo es de todos los fundamentalismos que se creen únicos poseedores de la verdad y quieren imponerla caiga quien caiga. Olvidamos fácilmente los seres humanos que somos limitados y, por tanto, que nadie somos poseedores exclusivos de la verdad; sino, mucho más modestamente, resultamos simples buscadores de ella.

Pero no quiero quedarme sólo con la tradición cristiana, en la parte que tiene más positiva, sino recordar que todos los islámicos no son ni fundamentalistas ni integristas violentos. En primer lugar, su tradición recoge desde hace siglos una lista de noventa y nueve nombres de Dios, porque ninguno lo abarca en su infinitud, y en ella se evita el número cien, que sería el de inefable, que no es un nombre, sino una confesión de que resulta inabarcable con nuestras palabras.

Por otro lado, en el Corán, y en los Dichos de Mahoma, se enseña: que discordia es la peor de todas las posturas; que no hay que luchar contra los cristianos, sino respetarlos, y sólo hay que rechazar a quienes nos arrojan de nuestras moradas, porque en ellas decimos: ‘Nuestro Señor es Dios’. Y justifica, en ese caso, que si no rechazásemos a quienes impiden esta libertad, con nuestra pasividad serían injustamente ‘destruidos monasterios e iglesias, sinagogas y mezquitas donde se recuerda frecuentemente el nombre de Dios’. Por eso ‘los siervos del Misericordioso, cuando los paganos les dirigen la palabra les dicen ‘Paz’. Además proclaman ‘los creyentes, los judíos, los cristianos y los sabeos, quienes crean en Dios y en el último día y practiquen el bien, tendrán su recompensa junto al Señor, y no tienen nada que temer’. Y el yihad no es guerra santa, sino el ‘esfuerzo’ para conseguir el bien, según traducen lo mismo el profesor español Vernet que Lahbabi, de la Universidad de Rabat.

Los místicos islámicos de origen persa, llamados sufíes, se adelantan al ecumenismo actual, como el murciano Ben Arabí, que sostenía en el año 1240: ‘No te apegues a ninguna religión, de modo que dejesde creer en otras, porque Dios no está encerrado en ningún credo’, y el Rumi enseñó: ‘Cuando alguno adquiere una cantidad infinitesimal de amor, se olvida uno de que es monje, mago, cristiano o infiel’. Y Abu Said confesó: ‘Llevar el gozo a un solo corazón es mejor que construir mil templos’.

El cristiano demasiado obediente debe recordar que el antiguo Derecho Canónico, resumido durante el medievo en el Decreto de Graciano, decía que los creyentes no debemos ser más sumisos de lo debido, no sea que lleguemos a adorar las faltas y yerros de los que nos mandan en la Iglesia, y el padre Vitoria enseñaba en su cátedra de Salamanca que al Papa no se le debe obedecer en las ‘cosas malas,’ y ‘se le debe resistir por medio de una honesta reprensión’. Rosmini, en el siglo XIX, del duro papa Pío IX escribió su libro crítico Las cinco llagas de la santa Iglesia, y ahora en Roma se le quiere declarar santo, y el católico Papini no ahorró sus críticas en el libro Cartas del papa Celestino VI. El dominico Padre Congar lo hizo en Falsas y verdaderas reformas de la Iglesia, y el teólogo Von Balthasar recuerda que los primeros escritores cristianos, que fueron los Santos Padres, llamaban a la Iglesia ‘la casta prostituta’, y tenía que estar en perpetua reforma, como pidió el Concilio Vaticano II.

La verdad es que las religiones son ambiguas y, por eso, peligrosas, porque fácilmente se vuelven, sus seguidores y dirigentes, fanáticos violentos como en Afganistán.

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