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La construcción de los imaginarios franquistas y la religiosidad “popular”, 1931-1945

RESUMEN

Las celebraciones vinculadas a la religiosidad “popular”, como manifestaciones de fuer- te arraigo en la comunidad, desempeñan una relevante función en la articulación de símbolos, discursos e identidades sociales, susceptibles de presentar diferentes lecturas ideológicas. El nacionalcatolicismo se valió de este conjunto de rituales y creencias para legitimar la dictadura en principios supraterrenales. Los imaginarios franquistas pugnaron por la apropiación y resignificación de los símbolos relacionados con la religiosidad “popular”, bien desde una perspectiva eclesiástica purificadora o bien desde una praxis fascista.

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Las instituciones políticas contemporáneas, legitimadas sobre la base de un conjunto de metarrelatos teleológicos, explican su existencia a partir de una serie de hitos imaginarios que trascienden a los análisis de historia política y socioeconómica. Las fuentes de poder político, cultural o religioso descansan en la utilización de múltiples recursos simbólicos. El resultado de los equilibrios y tensiones entre estas fuentes de legitimidad permite la perpetuación de los modelos de estado. El historiador Emilio Gentile hizo hincapié en el proceso de legitimación de las instituciones a partir del uso y la conducción de fórmulas sagradas, elementos propios de una “religión política” que encontramos representada en la dictadura franquista.

El Nuevo Estado franquista llevó a cabo un intenso proceso de fascistización y militarización de las manifestaciones relacionadas con la religiosidad “popular”, al tiempo que las autoridades eclesiásticas aprovecharon la connivencia con las instituciones para limpiar de “impurezas” folclóricas y espontáneas sus celebraciones. La simbiosis entre rituales y significados políticos, militares y religiosos permitió la rápida implantación de la dictadura a partir de discursos dicotómicos y esencialistas dotados de sacralidad. Nos referimos al mito de la Cruzada; de la Pasión, Muerte y Resurrección de la Patria, de la Redención de los Caídos, del esencialismo católico e historicista que hunde sus raíces en Menéndez Pelayo; del culto sagrado a la figura del Caudillo como agente de la providencia; de los modelos femeninos de madre y esposa y, en última instancia, de la dirección de las instituciones católicas en la construcción del sistema sociopolítico y educativo del franquismo.

¿Podemos hablar de religiosidad “popular”?

La conceptualización de la religiosidad “popular” presenta dificultades metodológicas debido a la plasticidad del término y a la compleja manifestación del fenómeno social. La utilización del concepto “popular” implica necesariamente la disolución y simplificación de comportamientos sociales polimórficos e inaprensibles en un colectivo singularizado. Así mismo, puede desviarnos hacia una consideración maniquea de la religiosidad: “popular” asimilado a espontáneo y enfrentado a lo “oficial.” O por el contrario, lo “popular” relacionado con lo supersticioso frente a una religiosidad “culta”, teológica y exclusivista, guiada por la razón y, por lo tanto, más cercana a la “verdad.”2 Si nos de cantamos por el empleo del término “popular”, debemos advertir la tendencia a relacionarlo con el concepto romántico de “pueblo”, entendido como una comunidad espiritual –volkgeist– homogénea en su composición y “pura” en sus manifestaciones culturales.

El antropólogo Salvador Rodríguez Becerra caracterizó una serie de puntos comunes que permitían la diferenciación explicativa de una religiosidad “popular” y otra “oficial.” Los rituales colectivos relacionados con la religiosidad “popular” tendrían en común el objetivo de satisfacer las necesidades culturales, identitarias y vitales –propiciar lluvias, salud, etc.– de sus participantes a partir de la creencia en una serie e imágenes y exvotos con poderes sobrenaturales que escapan al control y a las pautas conmemorativas de las instituciones católicas, que consideran estos rituales festivos y colectivizantes de comportamientos “marginales”, “supersticiosos, “primitivos” e “incultos” de acercamiento a la divinidad, pero fundamentales en la homogeneización y legitimación del catolicismo.

Las celebraciones de la religiosidad “popular” se caracterizarían por la participación horizontal de la mayoría de los miembros de la comunidad, con independencia de su estatus socioeconómico, de sus afinidades políticas o de sus creencias religiosas; la ausencia de dogmas o catecismos reglados por las autoridades eclesiásticas, ya que son las memorias, las tradiciones y las tensiones entre los participantes las que marcan el devenir de los ritos; la preponderancia de formas intuitivas y sentimentales así como báquicas y dionisiacas –“fiesta para la emoción y el sentimiento, mucho más que para el intelecto”4–, frente a las prácticas silenciosas de los templos; la vinculación histórica y cultural de las celebraciones con ritos ancestrales de culto a la naturaleza, a la fertilidad de la tierra o a los ciclos astrales; la búsqueda de respuesta a planteamientos metafísicos que encuentran sentido en el culto a imágenes, iconos o milagros; la posibilidad de establecer lazos de socialización al margen de las jerarquías en un horizonte de libertad simbólica; la alteración del status quo de la comunidad durante la celebración del ritual y la posibilidad de los individuos de ser actores y espectadores al mismo tiempo; la relación directa y sensitiva entre las deidades y la comunidad, en un diálogo de tú a tú sin la intermediación eclesiástica; la existencia de un abanico amplio de creencias heterodoxas que tienen cabida en el seno del ritual; el carácter festivo y sensual de las celebraciones en un horizonte de pensamiento metafórico y vivencial; y, en último lugar, la existencia de una dualidad entre los sistemas de creencias y valores de los comportamientos de la comunidad y los preconizados por las autoridades eclesiásticas, diferenciando la cultura ideal moralizante del comportamiento trasgresor de las prácticas.

Sin embargo, frente a las visiones esquemáticas e idealizadas de lo “popular”, proponemos la flexibilización del término y la comprensión de esta religiosidad como un fenómeno trascendente y sociocultural que recurre a una serie de símbolos e iconos dotados de sacralidad que adquieren un significado compartido en celebraciones públicas, sin la intercesión directa de las instituciones eclesiásticas. La Iglesia Católica y la religiosidad “popular” se complementan a partir de un complejo y frágil equilibrio de legitimidad. Ésta última precisa de la bendición eclesiástica de sus formas e imágenes, y la Iglesia, como institución, utiliza los rituales colectivos para destacar su influencia social y cultural.

Desde que el Concilio de Trento potenciara el culto a las imágenes, los rituales de la religiosidad “popular” han estado sometidos a los intentos por parte de las instituciones políticas y eclesiásticas de purificar, resignificar y controlar las celebraciones en beneficio de su discurso teológico o ideológico, tensión que conformaría las celebraciones a partir de una dialéctica entre autoridades y participantes.

Debates durante la II República en torno a la religiosidad “popular”

Para comprender el control simbólico que ejerció la dictadura sobre la religiosidad “popular” es fundamental retrotraernos al período republicano. La presentación dicotómica de la política española en base a dos ciudades, la de Caín y la de Abel, y la simplificación de los procesos en un binomio maniqueo permitió la asimilación entre el Nuevo Estado y la Cruzada emprendida contra los enemigos del cristianismo, que lo eran también de España. Las nuevas instituciones utilizaron en clave dicotómica el recuerdo del período de persecución y quema de patrimonio que sufrieron las cofradías en 1931, tras la proclamación de la República, en 1932, tras el intento de golpe de estado del General Sanjurjo y en 1936, tras el alzamiento militar del General Franco. El temor a la violencia anticlerical favoreció que las nuevas instituciones militares, con la bendición eclesiástica, fueran recibidas como las perpetuadoras del rito religioso y de la tradición española. Sin embargo, debemos superar determinados tópicos historiográficos que relacionan el inicio de la Guerra Civil con desordenes públicos provocados por las instituciones, en una línea causa-efecto que en cierta medida viene a justificar históricamente el alzamiento militar. Las instituciones republicanas no participaron de los ataques iconoclastas, más bien, los condenaron y persiguieron a los responsables, lo que no evitó que la opinión pública conservadora, mediatizada por medios de comunicación monárquicos y católicos, atribuyera estos actos vandálicos a la propia constitución republicana, y no a grupos extremistas de tradición iconoclasta.

En la década de los años treinta, el debate de la religiosidad “popular” giró en torno al control y al significado de los rituales públicos. Para la izquierda moderada en el gobierno, la religiosidad “popular” era una manifestación cultural espontánea de un pueblo que rechazaba el integrismo católico y, si bien presentaba los rasgos propios de la alienación religiosa, su potencial podía ser encauzado contra las instituciones católicas; para las autoridades religiosas, las romerías, fiestas y procesiones eran una banalidad, una desviación doctrinal a la que había que reconducir en los templos; para los partidos católicos y/o antirrepublicanos, las celebraciones eran un medio ideológico susceptible de ser utilizado para llegar a estratos sociales que, por su vinculación gremial o su lugar de residencia, tenían una larga tradición obrera; y, en último lugar, comunistas y anarquistas iconoclastas consideraban la religiosidad “popular” como un instrumento más de la Iglesia Católica para extender su control social.

Así mismo, la religiosidad “popular” generaba posturas enfrentadas en el horizonte intelectual y cultural de entreguerras. Por un lado, Juan Ramón Jiménez, Luis Montoto, Luis Cernuda, los hermanos Machado, Joaquín Romero Murube, Manuel Chaves Nogales, Rafael Alberti, Antonio Núñez de Herrera o Federico García Lorca, interpretaban desde una perspectiva folclórica y sensual celebraciones como la Semana Santa. El poeta de Fuente Vaqueros había heredado de su madre un especial arraigo por la religiosidad “popular”, lo que le llevó a salir en procesión en la Hermandad de la Virgen de la Alhambra y a escribir numerosos poemas destacando el componente dionisiaco, festivo y sensitivo de las celebraciones. Esta versión idealizada de la religiosidad “popular” partía de una vindicación del horizonte sensual y literaturizado de la fiesta, de los momentos sublimes y poéticos, de la algarabía y del encuentro social. “Todas las noches de fiesta del mes de mayo –explicaba Manuel Chaves Nogales–, en el patio del corral, fantásticamente engalanado, se reúnen las mocitas de los barrios; tras ellas acuden los galanes flamencos, pintureros. (…) La Cruz, en tanto, encaramada en los improvisados altares y cubierta de primorosas col- chas trocadas en doseles, preside el festín, complacida, olvidada y sublime.”

En el sentido opuesto, la literatura regeneracionista y noventayochista había criticado la religiosidad barroca y colectiva por sus “carencias” espirituales, enfrentada a una devoción racional e individualizada. Es el caso de Miguel de Unamuno –muy influenciado por la obra de Ernest Renan Vida de Jesús (1863)– o del embajador en Italia durante la II República, Gabriel Alomar. Como telón de fondo había una visión despectiva de las “masas” como grupo “ignorante” e incontrolable, incapaz de comprender ideas filosóficas y espirituales y dirigidas por la Iglesia Católica a través de los ritos hacia una fe “nacionalista”, que permitía el sustento de sus privilegios históricos, renunciando por el camino a los principios constitutivos de su fe. Las celebraciones y los rituales de la religiosidad “popular” no tenían justificación en la espiritualidad cristiana ni en el progreso intelectual de las civilizaciones modernas.14 En este mismo sentido, Lluís Carreras y Antoni Vilaplana, colaboradores del arzobispo de Tarragona Vidal i Barranquer, advertían que “bajo aquella grandeza aparente –de rituales, fiestas solemnes y procesiones–, España se empobrecía religiosamente.”

En último término, encontramos aquellos planteamientos que concebían las procesiones como fenómenos estrictamente religiosos y que, ante una legislación laica restrictiva con las fuentes de financiación de las cofradías, debían reducirse al espacio íntimo de los templos. Las procesiones no tendrían sentido bajo el modelo republicano y los comportamientos festivos debían ser purificados de elementos costumbristas. Nos referimos, en su mayoría, a las instituciones eclesiásticas y a los partidos católicos, conservadores y monárquicos. Como explicara Manuel Chaves Nogales, estos partidos “vinculaban a su mo- narquismo la conmemoración de la Semana Santa como en toda España se pre- tendía por entonces que la religión fuera el patrimonio único y exclusivo de los monárquicos.”

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Los imaginarios franquistas y el control simbólico de la religiosidad “popular”

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Fascistización y militarización de los rituales

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Purificación de las celebraciones

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Conclusiones

Las dificultades metodológicas del acercamiento a la religiosidad “popular” no impiden que desde planteamientos historiográficos interpretemos el peso simbólico en las comunidades del fenómeno y su significación política y social. En el caso del primer franquismo, la simbiosis entre retórica militar, falangista y religiosa tuvo una especial relevancia al convertirse en un elemento legitimador del Nuevo Estado. La apropiación de los rituales festivos facilitó la identificación de la sociedad de posguerra española con el régimen y la recatolización del país emprendida por la Iglesia, así como la participación colectiva e “imaginaria” en el dolor y el sufrimiento de la Patria.

En este contexto, las imágenes con mayor devoción adquirieron una especial significación en la construcción de la memoria franquista de las comunidades locales. La participación de las instituciones en las procesiones dotó al Nuevo Estado de tradición, arraigo y pasado. Si bien la dictadura supuso una novedad en el devenir de la historia de España, se esforzó en presentarse como el fruto de una continuidad histórica que soportaba sobre sus hombros el peso del destino marcado por la providencia. La utilización simbólica de la religiosidad “popular” permitió que las instituciones crearan una imagen histórica dotada de significados idealizados. De esta forma, el Nuevo Estado trató de colectivizar el consenso y la memoria a partir de una cosmovisión sacralizada que legitimara y dotara de “normalidad” a la dictadura.

A la construcción de símbolos, discursos y memorias le siguió su posterior dotación de contenido y significación para, finalmente, extenderse en la sociedad a partir del control del espacio, del tiempo y de las conmemoraciones. Sin embargo, el consenso y asentamiento de la dictadura fue el fruto de múltiples variables ideológicas, memorias y símbolos que confluyeron en la cosmovisión del régimen. La construcción de la memoria franquista distó de ser un proceso unidireccional o estático; más bien, se basó en las tensiones y luchas por el control simbólico del espacio y del tiempo de las diferentes familias del Nuevo Estado.

El interés por el control de la religiosidad “popular” fue decayendo a partir de 1945, sin perder un lugar central en las representaciones del nacional-catolicismo. Los archivos gráficos muestran cómo se produjo un reseñable retroceso en la participación en las procesiones y en el público que las con- templaba en buena parte de las ciudades españolas. Sin lugar a dudas, la utilización política de la religiosidad “popular” había mermado el interés de las nuevas generaciones por las procesiones. La década de los sesenta y setenta fueron especialmente duras para unas celebraciones que, asimiladas a la dictadura, habían perdido su significación sociocultural con la comunidad, su vinculación con el barrio y su importancia socializadora en las identidades colectivas. Así mismo, la renovación eclesiástica del Concilio Vaticano II y el surgimiento de comunidades cristianas “de base” en barrios obreros apuntaban a la superación de las festividades de la religiosidad “popular” por carecer de fundamentos dogmáticos y de comportamientos espirituales, así como por representar una galería de vanidades donde las élites políticas y eclesiásticas de la dictadura desplegaban su legitimidad.

César Rina Simón

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