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“Nuestra victoria es vuestra victoria. Es la victoria de la civilización judeocristiana sobre la barbarie. ¡Es la victoria de Francia!” Ese fue el mensaje esencial de Benjamin Netanyahu el jueves 30 de mayo, cuando el principal grupo audiovisual francés, TF1, le concedió una tribuna en su canal de noticias LCI.
El primer ministro del Estado de Israel, sobre el que pesa una petición de orden de detención del fiscal del Tribunal Penal Internacional por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad, pudo pronunciar un discurso propagandístico sin grandes dificultades (explicación del jurista internacional Johann Soufi en X, aquí).
Su objetivo explícito no era sólo obtener el apoyo del pueblo francés para su guerra vengativa contra Gaza, sino arrastrar a nuestro país a una guerra de los mundos, incluso en nuestro territorio, ya que Netanyahu no dudó en equiparar la amenaza que representa un Estado de Palestina con la que representan los suburbios franceses.
No cabe duda de que este episodio mediático no le hace ningún favor a Francia. Al menos no a la Francia oficial, a sus medios de comunicación dominantes y a sus actuales gobernantes, cuya evidente complacencia hacia el régimen extremista israelí contrasta con la infatigable movilización de los jóvenes en solidaridad con la población de Gaza. La víspera de esta entrevista televisada, el diario Haaretzhabía denunciado con parches negros la censura que le impone un gobierno cuyo primer ministro no ha concedido ninguna entrevista a un medio de comunicación israelí desde las masacres del 7 de octubre de 2023, por miedo a las preguntas de los periodistas más ofensivos y críticos.
Esta misma semana, Emmanuel Macron se negaba a reconocer el Estado de Palestina, mientras que la presidenta de la Asamblea Nacional confirmó su apoyo «incondicional» al Estado de Israel al sancionar severamente a un diputado insumiso (del partido LFI, ndt) por sacar una bandera palestina en el hemiciclo. Por el contrario, el diputado Meyer Habib, vinculado a Les Républicains (LR), no se llevó ningún reproche por su compromiso con la propaganda israelí, jactándose de haber mantenido una “reunión de trabajo” con Netanyahu en Jerusalén antes de su entrevista en LCI. También, en una lamentable entrevista en Le Figaro, el ex presidente Nicolas Sarkozy sacó a colación las “raíces judeocristianas” de Europa como parte de una filípica contra el “descolonialismo” y el “islamo-izquierdismo”.
Jules Isaac y las raíces cristianas del antisemitismo
Este argumento “judeocristiano” es el estribillo de los partidarios de un choque de civilizaciones que promueve a Israel como bastión avanzado de Europa contra el mundo musulmán, una especie de ciudadela en primera línea del frente. Pero se trata de una mentira histórica, un mito inventado para justificar e incitar a una guerra sin fin, impulsada por el racismo islamófobo, cuyo motivo identitario –y religioso– socava la exigencia democrática de igualdad de derechos.
Y es también un giro siniestro: al final de casi dos milenios de persecución europea, alimentada por el antijudaísmo cristiano, los judíos, estén en Israel o en la diáspora, están siendo utilizados como garantía, coartada y escudo de una cruzada antimusulmana (y anti árabe).
Frente a Netanyahu, Sarkozy y otros, tenemos la obra de Jules Isaac (1877-1963), una personalidad tan olvidada hoy como decisiva en la posguerra para el acercamiento judeocristiano, indisociable para la memoria pedagógica de Malet-Isaac, el célebre libro de texto de historia del que fue el principal autor. “¿Se me debe disculpar, entonces, si sigo luchando por descubrir y, si es posible, extirpar las raíces cristianas del antisemitismo? No, porque en mi opinión son las más profundas”. Estas palabras abren L’Enseignement du mépris (La enseñanza del desprecio, 1962), publicado un año antes de la muerte del autor, continuación de Jésus et Israël(1948) y Genèse de l’antisémitisme (Génesis del antisemitismo, 1956).
Jules Isaac, compañero dreyfusiano de Charles Péguy, catedrático de Historia nombrado Inspector General de Educación en 1936 y víctima de la persecución de los judíos a partir de 1940, dedicó los últimos veinte años de su vida “a diseccionar, desenmascarar y combatir las raíces cristianas del antisemitismo”, como resume su biógrafo André Kaspi, al tiempo que fundaba la federación Amistad judeo-cristiana de Francia en 1948. Ese mismo año, Jules Isaac publicó Jésus et Israël, cuyo objetivo era “poner al mundo cristiano frente a sus responsabilidades, que son enormes”. El libro está dedicado a su mujer y a su hija, muertas en Auschwitz, “asesinadas por los nazis de Hitler, asesinadas simplemente porque se apellidaban Isaac”.
El racismo exterminador de nuestro tiempo, aunque sea en su esencia anticristiano, se desarrolló en tierras cristianas, y ha acogido cuidadosamente la herencia, la muy dudosa herencia, del cristianismo
Jules Isaac (diciembre de 1959)
Desde los libros a las conferencias, hasta en la Roma del Papa Juan XXIII antes del Concilio ecuménico Vaticano II, Jules Isaac abogó incansablemente por tomar conciencia de la larga historia del antisemitismo cristiano, que fue el caldo de cultivo europeo del crimen nazi. Remontándose a los orígenes de la transmutación de una secesión minoritaria dentro del judaísmo en la institución de una Iglesia cristiana conquistadora de la cumbre del poder, Isaac muestra cómo el cristianismo, en su búsqueda de poder, se volvió contra su fuente judía. Así llegó, escribió en su Diario del leproso (1941-1943), “a la convicción de que esta tradición recibida, enseñada durante cientos y cientos de años por miles y miles de voces, era la fuente primaria del antisemitismo, la cepa poderosa y secular sobre la que se habían injertado todas las demás variedades de antisemitismo, incluso las más contrarias”.
“Digo y sostengo”, dijo en una conferencia en la Sorbona en diciembre de 1959, “que el racismo exterminador de nuestro tiempo, aunque sea esencialmente anticristiano, se ha desarrollado en tierras cristianas, y que ha recogido cuidadosamente la herencia, la muy dudosa herencia, del cristianismo”. Esta herencia es principalmente la acusación de deicidio, desarrollada tan pronto como, bajo el Imperio Romano, la Iglesia se unificó con el Estado: “En toda la Cristiandad, durante mil ochocientos años”, escribe Isaac en el epígrafe del capítulo más decisivo de su Jésus et Israel, “se ha enseñado comúnmente que el pueblo judío, plenamente responsable de la Crucifixión, cometió el inexpiable crimen de deicidio. No hay acusación más asesina, y de hecho no hay ninguna que haya hecho derramar más sangre inocente”.
Ese prejuicio cristiano, que condujo al genocidio moderno de los judíos de Europa, muy alejado de la leyenda irenista de una “civilización judeo-cristiana”, allanó el camino de siglos de persecución antijudía. En 1096, la primera cruzada, decretada un año antes por el papa Urbano II en el Concilio de Clermont, comenzó con pogromos, sobre todo en Ruán y Metz, así como en Alemania. Los judíos fueron asesinados, obligados a bautizarse y sus bienes confiscados.
En 1215, el Concilio de Letrán intensificó la aplicación de una política antijudía, en particular imponiendo vestimentas distintivas y excluyéndolos de los cargos públicos. En 1269, el rey Luis IX de Francia les obligó a llevar el “redondel”, una pequeña rueda de tela amarilla cosida a la ropa, precursora de la estrella amarilla utilizada en la persecución nazi.
La separación física de los judíos en la Edad Media, que culminó con la invención veneciana del gueto, comenzó con la prohibición de salir a la calle los domingos y durante la Semana Santa, culminando con las expulsiones definitivas que se multiplicarían a medida que Europa se desplegaba por el resto del mundo. Cuando la primera expedición transatlántica de Cristóbal Colón partió de España el 3 de agosto de 1492, los judíos habían sido obligados a marcharse el 31 de julio por orden de los reyes católicos Isabel y Fernando, que, con la caída de Granada, acababan de poner fin a ocho siglos de islam en Occidente.
Para los judíos del continente, fue el rechazo definitivo, extendido a Portugal en 1496, por una Europa donde la expulsión ya se había producido en todas partes (1290 en Inglaterra, 1306 en Francia). En toda Europa, la larga persecución de los judíos fue acompañada de la afirmación de una identidad cristiana hegemónica y homogénea, que perseguía la alteridad y legitimaba la dominación.
Desde el siglo XV hasta el XIX se extendió por la Península Ibérica la limpieza de sangre y la persecución de cualquier ascendencia judía o morisca, en un momento en que el inicio de la globalización, iniciada por la conquista del continente americano, enfrentaba a Europa a la cuestión del encuentro con el Otro y de las identidades plurales, en definitiva, al mestizaje.
La anexión del judaísmo a una civilización cristiana supuestamente superior se utilizó como argumento para excluir al islam de la civilización
Cuando, en 1685, con Luis XIV, se creó el Código Negro de la esclavitud en las Indias Occidentales, el primer artículo exigía la expulsión de “los judíos que hayan fijado allí su residencia”, alegando que eran los “enemigos declarados del nombre cristiano”. Incluso el mismo Napoleón I, al restablecer en 1802 la esclavitud que había sido abolida por la Revolución, fue también el que, al instaurar una nueva monarquía cristiana, implícitamente retiró a los judíos la ciudadanía que habían adquirido en 1791 para someterlos a leyes especiales que los consagraban como otros, diferentes, preocupantes, “una nación dentro de la nación”, como dijo el Emperador, entonando un estribillo que más tarde utilizarían los antisemitas modernos, en particular Édouard Drumont, Charles Maurras y la Action française.
La reciente invención de una “civilización judeocristiana”, que afirma una homogeneidad cultural que excluye el componente musulmán de la historia europea, tuvo como mascarón de proa a uno de sus contemporáneos y grandes, Ernest Renan. Tras haber dado una legitimidad erudita a la distinción, también imaginaria, entre arios y semitas heredada del orientalismo alemán, Renan distinguió entre los semitas a los judíos de los musulmanes en el contexto de la expansión colonial imperialista y su enfrentamiento con el Islam. La anexión del judaísmo a una civilización cristiana supuestamente superior sirve aquí de argumento para la exclusión del Islam de la civilización.
Olivier Le Cour Grandmaison ha documentado ampliamente la islamofobia fundamental de Renan, que iba de la mano de su convicción de que Europa estaba conquistando definitivamente el mundo, con Occidente vengándose por fin del Oriente musulmán. “Para la razón humana, el islamismo no ha sido más que nefasto”, escribía Renan en 1883, después de haber proclamado veinte años antes, el 21 de febrero de 1862, en el Collège de France: “El genio europeo se desarrolla con una grandeza incomparable; el islamismo, por el contrario, se descompone lentamente; en estos días, se derrumba con estrépito. En la actualidad, la condición esencial para que la civilización europea se expanda es la destrucción de lo semita por excelencia, la destrucción del poder teocrático del islamismo y, por consiguiente, la destrucción del islamismo”.
Cuidado con los malentendidos anacrónicos: el islamismo del que hablamos aquí tiene poco que ver con las ideologías totalitarias y terroristas que hoy pretenden basarse en el islam, pero tiene todo que ver con un prejuicio racista contra los pueblos que pretende dominar, las culturas que pretende aniquilar y los territorios que pretende conquistar. Porque en el presente, el discurso propagandístico de Benjamin Netanyahu evoca el mismo mundo imaginario al servicio de un objetivo político similar. “Somos parte de la cultura europea… Europa termina en Israel”, ya dijo en 2017 dirigiéndose a los líderes europeos para colocar a Israel como el puesto avanzado de la civilización judeocristiana.
El profesor Toby Greene, de la Universidad Bar-Ilan de Israel, recuerda esa declaración en un texto de 2020 sobre la explotación política del término «judeocristiano» por la extrema derecha. A continuación añade este comentario para subrayar cómo esta arma ideológica aviva las llamas de un terrible choque de civilizaciones en el que la humanidad, atrapada entre dos fuegos, corre hacia el abismo: “La afirmación de la derecha radical de que los valores judeocristianos de Europa son incompatibles con el islam refuerza la afirmación paralela de los islamistas, que tratan de persuadir a los musulmanes de que Occidente y el islam están intrínsecamente enfrentados”.
En el prefacio de L’Enseignement du mépris, seguido de L’antisémitisme a-t-il des racines chrétiennes? (¿Tiene el antisemitismo raíces cristianas?), Jules Isaac colocó dos citas. Una era de su maestro Charles Péguy: “Hay algo peor que tener un alma perversa, es tener un alma acostumbrada a serlo”. La otra, de su interlocutor cristiano, el Papa reformista Juan XXIII: “Hay un principio vital, y es no falsear nunca la verdad”. En 1955, en plena Guerra Fría, ante la carrera de armamentos y la era atómica, Isaac escribió a Albert Einstein sugiriéndole que creara un “comité de salvación pública para la defensa de la humanidad”.
El científico murió antes de poder responder. Pero nosotros, que aún vivimos, podemos decir cuán bienvenida sería esta iniciativa en un momento en que la humanidad está muriendo ante nuestros propios ojos en Gaza. Igual que la humanidad está muriendo en todos los lugares –Ucrania, Siria, Yemen…– donde los derechos de los pueblos y la igualdad de los seres humanos están siendo pisoteados por poderes y gobernantes, civilizaciones y religiones, naciones e identidades, etc., que se declaran superiores a los demás.
Traducción de Miguel López