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Jerusalén se civiliza

Por fin Jerusalén empieza a parecer una ciudad en vez del cementerio de los muertos vivientes.
En el remozado barrio de Emek Refaim, en pleno corazón de la coqueta Colonia Alemana de la capital israelí, y lo suficientemente alejado de las zonas donde residen los ortodoxos, se inauguró ayer, sábado 25, un complejo recreativo para los numerosos individuos laicos que aún quedan en la ciudad. La noticia, naturalmente, no lo habría sido de no haberse producido durante el Sabbat, la festividad religiosa semanal judía. Al fin los laicos podrán salir de sus madrigueras ese día, y quizá estemos asistiendo aquí a un cambio de ciclo, sobre todo porque la libertad es contagiosa y este primer respiro que se toma en la ciudad-cementerio quizá genere nuevas manifestaciones de la misma y quizá se logre revertir la tendencia a emigrar de jóvenes y laicos en general ante la creciente ola de religiosidad que la anega. Demasiados quizá, desde luego, para que la cosa venga rodada, pero lo principal es que en un punto ya se quebró la cadena.
 
La oportunidad de celebrar el feo que el laicismo le ha hecho a la fe ortodoxa ninguna persona de bien la debería dejar escapar, máxime si con ello se gana alguna que otra execración que aumente la posibilidad de condenarse; desaires así no se ven todos los días y pudiera ser que algún dios hasta agradezca la ocasión de echar una canita al aire, ya que sus fieles parecen no tener remedio. Eso sí, habrá que estar atentos, no vaya a ser que nuestra despistadilla Iglesia Católica de España considere ese triunfo como obra de alguno de sus exorcismos más recientes y, cual si fuera un inmueble más, lo escriture como de su propiedad, lo registre como suyo y, en coronación del alarde, le desgrave Hacienda.
 
Lo cierto es que, con esa brecha recién abierta en la muralla de la sinrazón, al fin Jerusalén deja de oler a rancio, a violencia y a tumba. Al fin deja de ser el negro el color que sintetiza todos los colores y el mañana una reliquia del ayer. Al fin el perfume a Tel Aviv -mixtura de libertad y mar, de razón y hedonismo- siembra en el alma de Jerusalén una promesa de esperanza. Una herida por la que se desangre un Sabbat impuesto es un hontanar del que mana vida, una tradición disuelta en polvo, un poder ilegítimo que cae y una autoritaria autoridad contestada. La libertad tiene razones para brindar.
 
A partir de ayer Jerusalén ha empezado a supurar esa libertad desde su costra muerta, y por ende a hacer visible esa otra dimensión suya que discurre paralela a la del fanatismo, bien que al ser ignorada por la imaginación popular parezca yacer en el subsuelo. Pero es allí donde se halla, entre otras fuerzas, la de una universidad cuyos científicos han recibido ya tres Premios Nobel –de física, química y economía- en lo que va de siglo. (Y el rigor en la investigación israelí, no se olvide, dista de ser patrimonio suyo: la Universidad de Tel Aviv se situó en 2011 en la undécima del mundo en número de citas de su profesorado, por delante de instituciones tan prestigiosas como Oxford o Cambridge, las dos británicas de referencia).
 
A partir de ayer, pues, Jerusalén al fin será eco –y, esperemos, muy pronto voz– de un Israel que poco o nada tiene que ver con el Israel bíblico. Un Israel al que cuando le oímos decir que procede de la estirpe del Libro sabemos que hay un cínico tras esas palabras pretendiendo seducir a sus propios idiotas; o que nada tiene de pueblo elegido más allá de los esfuerzos que le han hecho único y que dan una dimensión real de su grandeza, como el ser un laboratorio científico para los demás países, una especie patrimonio universal no reconocido por la Unesco pero que en un mundo más pacífico y menos obcecado –punto éste, por desgracia, en el que Israel tiene acumulados méritos sobrados- podría ser nombrado sin ninguna exageración benefactor de la Humanidad (consulte al respecto el libro Israel, marca registrada quien crea que sí, que exagero, que me dejo llevar por ensoñaciones… o por algo más inconfesable).
 
De un Israel, en fin, cuya sociedad y cuyo Estado pasan por las mismas tribulaciones de cualquier sociedad moderna, como la locura del tráfico rodado, la carestía de los precios de la vivienda, altibajos en el desempleo, la violencia, la discriminación étnica e incluso, en los últimos tiempos, la corrupción de algunos miembros de su clase dirigente, etc. Más las provenientes de las circunstancias especiales que rodean su existencia, y que son de extraordinaria gravedad, compendiadas en la eterna amenaza de hacerlo desaparecer del mapa, lo que le constriñe, en aras de su supervivencia, a salir airoso de todos los conflictos en los que se ve implicado: y, con ello, al uso de la fuerza para obtener dicho resultado y a cometer injusticias al usar la fuerza.
 
Y, sin embargo, su democracia apenas se ha resentido del conjunto de peligros que lo amenazan: elecciones regulares han ido promoviendo alternancias en el poder, los derechos y garantías individuales se respetaron siempre, la justicia se ha mantenido independiente y las leyes vigentes; ni las guerras habidas, ni la perenne amenaza de la siguiente, ni la obsesión por la seguridad -la fácil excusa contra la libertad en otras partes, desde Augusto por lo menos-, como tampoco las crisis políticas, desafiaron la estabilidad de la democracia israelí. Como la cada vez mayor presencia de partidos religiosos ortodoxos en el poder ha puesto nunca en tela de juicio el laicismo de la sociedad o la aconfesionalidad el Estado –tampoco le ponen la vida fácil, dicho sea de paso-, ni los controles rabínicos de la educación han puesto en peligro la continuidad y calidad de la investigación científica.
 

Es ese mundo mixto de normalidad y radical singularidad el que se ha abierto un hueco con la violación laica del Sabbat; la barbarie religiosa, en cualquiera de sus confesiones, ha empezado a dejar de dominar la civilización. Pervivirá, sin duda, la libre humillación de cada fiel ante su ídolo, y prevalecerá la idolatría en la iconografía externa de la ciudad. Pero, en lo que respecta al menos a los judíos, la imagen  oscurantista del rabino y de sus secuaces de miradas perdidas, de ojos defenestrados de sus cauces, que agitan mecánicamente sus miembros al moverse como si les hubieran dado cuerda, ha iniciado a recular. El paso del tiempo es real y el miserable fantasma de la historia, que cubría e inmovilizaba el cuerpo todo de la ciudad, como Urano el de Gea, aprisionando su futuro en su pasado, se ha empezado a disolver en cada bocado que Vd. ingiera en el complejo inaugurado ayer, sábado 25, día ya normal, en el barrio de Emek Refaim de Jerusalén. ¡Que aproveche!…

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