En el siglo XX, el mundo árabe tomó de Occidente los modelos a adoptar en sus procesos de modernización. Al principio, las élites árabes, formadas en instituciones inglesas y francesas, pretendieron instaurar modelos parlamentarios constitucionales; así surgieron regímenes como los del rey Faruq en Egipto y de Nuri Said en Iraq. Y el panarabismo del partido Baas adoptó las ideas nacionalistas laicas originadas en Occidente.
Bajo esta luz es posible comprender el fundamentalismo islamista: una protesta por la frustración provocada por un siglo de fracasos e intentos de parecerse a Occidente. El mapa político del mundo árabe está integrado ahora por dictaduras ideológico-militares, como es el caso de Siria, o por regímenes monárquicos conservadores como los de Arabia Saudí y Kuwait. Egipto, como dice Bernard Lewis, orientalista que dio clases a los neoconservadores, es “una especie de presidencia monárquica, combinada con un sistema cuasiparlamentario y cuasielectoral”.
Después de la Segunda Guerra Mundial, los imperios coloniales se derrumbaron y en el mundo árabe llegaron al poder fuertes líderes nacionalistas y musulmanes, como Gamal Abdel Naser en Egipto. A comienzos de la década de los sesenta había ya un cinturón de estados independientes que se extendía desde Marruecos hasta Indonesia. Y el derrocamiento –caso del primer ministro Mosadeq en Irán, en 1953– o el fracaso de los movimientos nacionalistas laicos, atrapados entre la vorágine de la guerra fría, el conflicto con Israel y el esfuerzo para el desarrollo, con recetas capitalistas o comunistas (occidentales las dos), acabó convenciendo a amplios sectores de que el islam político era su última oportunidad. La ideología islamista nació a principios del siglo XX como reacción a Occidente y a Mustafa Kemal, Atatürk, el padre de los turcos (no árabes), quien optó por la occidentalización.
La situación cambió con el triunfo de la revolución del ayatolá Jomeini en Irán (no árabe). Los musulmanes viven desde entonces un redescubrimiento de sus raíces espirituales y una reafirmación del poder político del islam. Y la revolución iraní, con la que se expulsó al sha Reza Pahlevi, autócrata que decía soñar con convertir a Irán en un Estado laico e industrial de tipo occidental, fue saludada como “un nuevo amanecer de los pueblos islámicos”. Richard Falk, profesor de la Universidad de Princeton, ha escrito que la revolución iraní ha sido la “primera revolución del tercer mundo; una revolución que no es ni marxista ni capitalista, sino puramente islamista”. Treinta años después de su triunfo, sin embargo, la revolución no ha instalado a los iraníes en el paraíso. El islamismo iraní vive ahora algo comparable a lo que el aplastamiento de la reformista primavera de Praga significó en 1968 para el modelo soviético. Entonces, el socialismo real quedó desenmascarado. Ahora, el fraude electoral y la represión de los manifestantes que piden la reforma en Irán muestran lo que es el islamismo real.