Lisístrata: “Sí, en nosotras está la vida de la ciudad o el que deje de existir, por Zeus” (…)”
Cleónica: “¿Pero qué cosa sensata o brillante podrían hacer las mujeres, que nos estamos en casa bien pintadas, con nuestros vestidos cobre azafrán, bien arregladas, con nuestras cimbéricas (una prenda de origen asiático de la que sólo se sabe que caía recto, es decir, que no tenía cinturón), cayendo rectas y nuestros zapatos?
Lisístrata: “Esto mismo es lo que confío en que nos salve, los vestiditos de azafrán y los perfumes y los zapatos y la orcaneta (planta de la que se obtenía un tinte rojo) y las camisitas transparentes” (…) ¿Queréis entonces, si encuentro una artimaña, poner fin conmigo a la guerra? (…) Pues bien, debemos abstenernos del cipote”
La historia de Lisístrata, de Aristófanes, es muy conocida: hartas de que sus hombres se fueran día sí y día también a morir en guerras fratricidas, las mujeres helenas, con Lisístrata a la cabeza, urden un plan para que estos decidan sellar una paz duradera: abstenerse de cualquier tipo de práctica sexual con ellos hasta que se ponga fin al conflicto bélico. Sobra decir que el plan de las mujeres fue de un éxito fulgurante.
Lisístrata es, probablemente, la obra más conocida de Aristófanes y nos sorprende por lo moderna y fresca que nos resulta todavía hoy, 2500 años más tarde. No sabemos si por sus continuas referencias sexuales, sus dobles sentidos o sus más que certeras y actuales críticas políticas o que en la actualidad haya servido para adaptaciones y versiones modernas como las películas “¿Y ahora a dónde vamos?, de la actriz y directora libanesa Nadine Labaki o “La Fuente de las Mujeres”, donde la referencia a la obra maestra de Aristófanes es muchísimo más descarada.
Sin embargo, no es mi admiración por la obra de Aristófanes la que me lleva a hablar hoy de Lisístrata, es su cipote o, más bien, el uso que del mismo hace el escritor heleno como término recurrente: me cuenta una amiga mía, que sabe mucho más de esto que yo (de teatro clásico y supongo que también de cipotes) que han sido varias las compañías de teatro que han cambiado el término por otros menos “groseros” o que han pedido perdón, antes de empezar las representaciones, por usar un término que un escritor ateniense usó 2500 años antes.
¿Cuándo nos hemos convertido en un país, en una cultura tan rematadamente biempensante y fácil de ofender como para que un falo pueda generar tensión, debate o simplemente necesidad de excusarse? Quizás si analizamos un poco nuestra realidad encontremos respuesta para ello:
El 25 de febrero de 2016, casi hace un año, Ralph Minder escribía un artículo en “The New York Times” con el título “Títeres y tuits ponen a prueba la libertad de expresión en España” en el que el periodista recogía, junto a los casos de lostitiriteros o Guillermo Zapata, la opinión desfavorable de “Jueces para la Democracia” y sus propias dudas sobre lo adecuado de que un país democrático y moderno, como pretende ser España, contase con un corpus legal tan razonablemente poco democrático como la llamada “Ley Mordaza”. Hoy, casi a un año vista, la situación no ha hecho más que empeorar y radicalizarse.
Es inconcebible que un país que se quiera llamar democrático y moderno quiera, a su vez, tener un control tan férreo sobre la opinión, lo políticamente correcto y lo que su ciudadanía puede o no decir, y no es una cuestión baladí: actualmente, casos como el de los titiriteros de Granada, Guillermo Zapata, César Strawberry, líder de Def con Dos o la joven para la que la fiscalía pide prisión por unos tuits sobre Carrero Blanco deben hacer que nos preguntemos cómo hemos llegado hasta aquí.
La razón, para mí, es obvia: el sentido de la libertad de expresión en España siempre ha estado prostituido, siempre ha tenido una lectura diferente: en España se entiende la libertad de expresión como la libertad para ofenderse, la libertad para considerar censurable y peligroso todo aquello que ofenda a cierta ética y su estética. Y ése, “peligroso”, es el término mágico, la madre del cordero de la realidad que nos ocupa: la crítica, el sarcasmo, la ironía, el humor, no son, bajo ningún prisma ni concepto, peligrosos; aunque escuezan, aunque nos duelan, aunque se nos claven, metafóricamente, como el cipote de Aristófanes. Da igual que sea un humor inteligente o la cosa más grotesca del mundo, da igual el tema que se trate, no podemos ponerles límites al humor, la palabra o el sarcasmo. La expresión del ser humano no conoce límites, en la palabra no hay fronteras , no hay nada que no se pueda abordar, analizar, despedazar o ser objeto de risa o burla. La libertad de expresión solo debería tener, como límite, la calumnia o la mentira; cualquier otra cosa debe ser permitida y aceptada. Y si no nos gusta, nos llega con no prestarle atención.
Pero, entonces, ¿cómo hemos llegado a la situación actual? ¿Es solo una cuestión legal, derivada de la Ley Mordaza, o hay mucho más? No cabe duda, el estado de opinión español no es fruto de la casualidad; responde a un plan bien diseñado en el que, junto a la libertad de expresión, convive otro término también prostituido hasta la nausea: el respeto. Respetar no significa comunión, ni aceptación. Respetar es simplemente comprender que otras visiones del mismo hecho, otros modos de pensar, pueden y deben existir. Rousseau lo había definido muy bien con su célebre frase de “No estoy de acuerdo con sus ideas, pero estoy dispuesto a morir para que pueda defenderlas”. En España, y me temo que en todo el mundo, hemos sustituido el debate respetuoso por la falaz idea del consenso, de la unidad; un concepto, por otra parte, que no puede estar más alejado de la realidad. En nombre del consenso, de la unidad, no nos damos cuenta que el respeto ha muerto, pues no podemos llamar respeto a una acción que se ejerce solo en una dirección: de izquierda a derecha.
Así, nos encontramos con que desde los sectores más progresistas de la sociedad se tiene que andar siempre con pies de plomo para no ofender, para “respetar” a las mentes biempensantes del conservadurismo español: condenamos legalmente y sometemos a juicio la “Procesión del Santo Coño Insumiso” pero no las declaraciones machistas y homófobas de cardenales o prelados. Nos debe parecer una ordinariez y algo punible hacer chistes de ETA o de Carrero Blanco, y debemos congratularnos porque la fiscalía actúa de oficio y lleva a los tribunales a una joven estudiante pero no tiene mayor trascendencia que todo un portavoz parlamentario acuse a los familiares de las víctimas del Franquismo de querer cobrar subvenciones. Nos deben llorar los ojos porque un concejal, unos cuantos años antes, escribiese unos más o menos afortunados chistes pero tenemos que aceptar el papel de “mamporreros” de Eduardo Inda oPaco Marhuenda; ejemplos, por desgracia, nos sobran.
La mentalidad conservadora española está tan mimada, tan protegida, que cree que puede vivir eternamente en el país que quiere, ése que hubiese continuado el señor ese del que no se pueden hacer chistes sobre su coche volador: un país sin homosexuales, sin ateos, sin disidencia de ningún tipo; por eso piden respeto. Piden respeto los que imponen doctrinas, piden respeto los que no aceptan un no por respuesta, piden respeto los que critican la corrupción y luego no pagan el I.V.A., y piden respeto por la política los que luego llegan con el cazo donde no llegan con la mano.
Nos piden respeto desde atriles, desde altares, desde monitores de televisión, desde salas de palacio, desde yates y deportivos, desde el FMI, desde la Troika, desde el Reichstag, y desde Suiza o Panamá.
Nos piden respeto las empresas explotadoras, los medios de comunicación prostituidos a una causa e incluso hasta los bancos.
Sin embargo, nada es aceptable fuera de esos parámetros; nada merece respeto en la dirección opuesta; nada puede estropear esa España ideal, nada fuera de ese marco: si piensas distinto, eres radical; si sientes distinto, depravado u obsceno; somos peligrosos, subversivos, ácratas, antisistema, cuando resulta que, nunca jamás hemos sido más mansos.
George Lakoff, célebre lingüista norteamericano, hablaba de cómo englobamos palabras en marcos con connotaciones positivas o negativas, y cómo estos juegan un papel muy importante en el desarrollo de una sociedad. En España, quizás más que en muchos otros lugares, el conservadurismo ha construido un sólido marco de referencia en el que todo lo que queda fuera o incluso en los márgenes es excluido y condenado, pasando así del pensamiento a la acción, aunque sea represora. La disidencia del marco no es admisible. El marco se torna jaula, nos encorseta, nos limita, nos asfixia.
Nada puede enturbiar esa España perfecta del Cid, los Reyes Católicos y un dictador que “lo fue pero poquito”. Nada. Ni siquiera un cipote.