Ilustración: Confirmación del Edicto de Nantes por Enrique IV en París, de Jan Luyken.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos, que data de 1948, proclama en su art. 18: “Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia”. Este ideal humanitario de libre convivencia en materia de fe y convicciones no es, por cierto, una invención del siglo XX, una innovación ideológica del mundo contemporáneo de Posguerra. Se remonta a tiempos muy antiguos, como tendremos oportunidad de constatar en este artículo.
La tolerancia religiosa es el respeto hacia otras confesiones, sistemas de creencias, credos o cosmovisiones, incluyendo la irreligiosidad en sus distintas variantes (escepticismo, deísmo, agnosticismo, ateísmo). A lo largo de la historia, este fenómeno político y cultural ha presentado muchas variaciones en su forma, intensidad, duración y amplitud. La tolerancia religiosa puede practicarla el Estado (tolerancia oficial) o sectores de la sociedad civil (tolerancia social), la mayoría o las minorías. Puede ser integral o estar restringida a ciertos aspectos (profesión de fe sí, proselitismo no; culto privado sí, culto público no; etc.). Y puede, por último, beneficiar a unos grupos a la vez que excluye a otros (por ej., tolerancia católica hacia las disidencias protestantes, pero proscripción del judaísmo y del islam).
Hay autores (Esteban Echeverría, entre otros) que han establecido una distinción ética entre tolerancia y respeto. Veamos en qué consiste.
Tolerancia sería el mero acto de permitir, desde un lugar de superioridad teológica y moral, la existencia de alteridades religiosas o ideológicas por razones circunstanciales de conveniencia práctica, entendiendo que esas alteridades son erróneas y malas. Entre tales razones, cabe mencionar el deseo de evitar una guerra civil (las persecuciones religiosas suelen derivar en rebeliones armadas), las relaciones bilaterales amistosas con otros países, o bien, el afán de atraer inmigrantes que beneficien la economía interna con su trabajo o capitales.
Respeto sería la aceptación plena, en pie de igualdad, de las otras religiones y cosmovisiones. O sea, pluralismo, ya sea desde premisas multiculturales o interculturales. El respeto supone la asunción de la llamada regla de oro, viejo axioma ético que se sintetiza en la siguiente máxima: trata a las demás personas como querrías que te trataran a ti. Y viceversa: no hagas a las demás personas lo que no quieras que te hagan a ti (regla de plata).
Pero también hay autores que le dan a la palabra «tolerancia» un sentido más amplio. En estos casos, tolerar abarcaría todo el espectro que va desde la simple permisividad hacia las diferencias o disidencias, hasta el respeto profundo de las mismas. Por razones didácticas, a los efectos de simplificar la exposición, aquí se usará el término «tolerancia» en su acepción más lata, sin oponerlo al de «respeto».
Lo opuesto a la tolerancia religiosa es, claro está, la intolerancia religiosa. Respecto a ella se pueden hacer las mismas distinciones analíticas ya planteadas en relación a la tolerancia religiosa: oficial/social, integral/restringida, etc. En cuanto a su intensidad, la intolerancia religiosa puede ir desde restricciones, prohibiciones y discriminaciones puntuales hasta el genocidio o exterminio en masa, pasando por la segregación, proscripción y persecución.
En la Antigüedad, la tolerancia religiosa era moneda corriente entre los pueblos politeístas (Egipto, Babilonia, India, Grecia, Roma, etc.). La pluralidad de deidades predisponía a la aceptación de la existencia de otros panteones. Por lo general, las divinidades de otros grupos étnicos no eran negadas, tildadas de falsas. Se creía en su existencia, en su realidad; y se solía tolerar, incluso, su veneración. En algunos casos, las deidades extranjeras eran reconocidas en toda su alteridad, es decir, como otros dioses y otras diosas diferentes. Pero también se daba el caso, con frecuencia, de que las deidades extranjeras fueran consideradas versiones diferentes de las divinidades propias (asimilación). Y hasta sucedía que un pueblo incorporara a su panteón dioses y diosas de otros pueblos.
Una excepción parcial es el Imperio Romano, ya que en algunos pasajes de su historia persiguió con brutalidad al cristianismo y el judaísmo. Empero, no hay que perder de vista que esta persecución fue una reacción contra la hostilidad dogmática de dichas religiones monoteístas hacia el paganismo, al que denostaban sin tregua por su «falsedad» y «maldad diabólica». Además, las personas cristianas y judías solían rehusarse a participar del culto al emperador, una negativa que era interpretada no solo como un sacrilegio, sino también como un acto de sedición, de rebelión política. Con las otras religiones politeístas del Imperio no había conflictos. Estaban completamente permitidas, y las deidades de los otros panteones (griego, egipcio, mesopotámico, etc.) solían ser asimiladas o incorporadas al panteón de Roma. Por lo demás, en el año 313, los emperadores Constantino y Licinio instauraron, mediante el famoso Edicto de Milán, un régimen de amplia tolerancia religiosa en beneficio de las minorías cristianas y judías, tanto de Occidente como de Oriente.
Pero no vayamos tan lejos… Nos estamos adelantando demasiado en nuestro relato histórico. Volvamos hacia atrás.
Es con la supremacía del henoteísmo y del monoteísmo que la intolerancia religiosa comienza a difundirse e intensificarse. La creencia exclusivista según la cual hay una única divinidad verdaderamente digna de adoración (henoteísmo), o una sola deidad realmente existente (monoteísmo), dio pábulo a prohibiciones e imposiciones en nombre de la fe «superior» u «ortodoxa».
No obstante, cabe destacar que la intolerancia religiosa fue mucho menos generalizada e intensa en contextos henoteístas que monoteístas. El pueblo persa, de credo mazdeísta o zoroastriano, lo mismo que el primitivo pueblo hebreo o judío (dos típicos ejemplos de henoteísmo), si bien prohibían a su interior el culto a divinidades foráneas (nadie que fuera de origen iraní o israelita podía apostatar sin castigo), no pretendían imponer o propagar su «ortodoxia» a los países conquistados o vecinos, ni tampoco a las minorías inmigrantes o nacionales que habitaban en sus respectivos territorios. El mazdeísmo y el judaísmo eran religiones fuertemente étnicas, centradas en la idea del pueblo elegido. No practicaban el proselitismo, y su intolerancia solo iba dirigida hacia la heterodoxia interna de personas o grupos considerados connacionales.
Por el contrario, el monoteísmo cristiano, al rechazar no solo la veneración de otras deidades, sino también su misma existencia, alcanzó umbrales de exclusivismo teológico inusitados. El cristianismo se asumió como una religión universal, y ese universalismo le dio una impronta marcadamente proselitista e intolerante, hacia dentro y hacia afuera de la Cristiandad. La humanidad entera debía ser evangelizada, cristianizada, por las buenas o por las malas. Toda religión alternativa al cristianismo (politeísta, monoteísta o cualquier otra) era considerada falsa o herética, en distinto grado; y como tal, debía ser combatida y extirpada, a través de misiones evangelizadoras o de guerras «santas»; o a lo sumo, apenas tolerada de mala gana, como en el caso del judaísmo. Esta vocación hegemónica y exclusivista de la Iglesia alcanzó su cenit, en la Antigüedad, con el Edicto de Tesalónica (380) del emperador Teodosio, que declaró al cristianismo de credo niceno como religión oficial. Y se fue radicalizando cada vez más durante el Medioevo, tanto en Imperio bizantino como en el Occidente latino. La evangelización de los pueblos nórdicos y eslavos, y las Cruzadas, así lo testimonian con creces.
El judaísmo pasó de ser una religión henoteísta a una religión estrictamente monoteísta durante el siglo VI a.C., tras la caída de los reinos hebreos de Israel y Judá, con el llamado Cautiverio de Babilonia. Fue al calor de esa traumática experiencia de exilio, en la Mesopotamia persa, donde el pueblo judío entró en contacto con el zoroastrismo, que ya hacía tiempo que se había vuelto un credo monoteísta o cuasi-monoteísta (exclusividad teológica de Ahura Mazda, en el marco de una cosmología dualista). Bajo el influjo de esta religión oriental, el judaísmo adoptó la idea de un Dios único existente, Jehová, conceptuando como falsas a todas las divinidades extranjeras. No obstante, tanto el judaísmo como el mazdeísmo mantuvieron su idiosincrasia étnica, circunstancia que impidió o moderó –dependiendo de las épocas– la deriva hacia el proselitismo de masas y las formas más virulentas de intolerancia.
El Islam medieval, más allá de su celo monoteísta y expansionismo, resultó mucho más generoso en su política de tolerancia religiosa que Bizancio y la Europa feudal. Fue, es cierto, declaradamente hostil hacia los credos politeístas, a los que tildaba de idolátricos (con la salvedad parcial del hinduismo, en aquellas regiones de la India donde su masividad era tal, que no fue posible su erradicación). Pero respetó bastante –para los parámetros de la época– la libertad de cultos en el caso de las disidencias monoteístas, tanto al interior de la gran familia abrahámica (judaísmo, cristianismo, etc.), como fuera de ella (mazdeísmo). Las llamadas «Gentes del Libro» (Ahl al- Kitâb), o también dhimmis, eran «infieles» a quienes se les permitía practicar su religión sin mayores trabas, aunque debían soportar no pocas discriminaciones: impuestos especiales, obligaciones militares más pesadas, inferioridad legal y judicial, menor estatus social, etc.
Una digresión: para el judaísmo medieval, ni el cristianismo ni el islam podían ser considerados como religiones reveladas. Para el cristianismo, solo había otra religión revelada: el judaísmo. Para el islam eran dos, fundamentalmente: el judaísmo y el cristianismo. ¿A qué se debe esto? Al orden cronológico en que fueron emergiendo estos tres credos monoteístas: el más antiguo es el judaísmo, el más tardío es el islam, el que ocupa un lugar intermedio es el cristianismo. El cristianismo, surgido en el siglo I –varios siglos después del judaísmo–, se asumió no tanto como una negación de la fe judía, sino más bien como su superación histórico-teológica (de ahí que la Biblia, su libro sagrado, incluya el Viejo Testamento, aparte del Nuevo). Y a su vez, el islam, incoado en el siglo VII, se concibió a sí mismo no tanto como una repulsa de la fe judeocristiana, sino más bien como su desarrollo, perfeccionamiento y culminación (de ahí que Moisés y Jesús sean estimados como profetas verdaderos, como dignos precursores de Mahoma).
En el Lejano Oriente (India, China, Tíbet, Japón, Sudeste Asiático), nos encontramos desde tiempos muy antiguos con tres grandes religiones no teístas, luego más o menos sincretizadas con tradiciones populares politeístas o animistas: el confucianismo, el taoísmo y el budismo. El budismo fue la de mayor expansión. A esta lista debemos incorporar el jainismo, aunque muchos escalones más abajo en lo que respecta a extensión geográfica y masividad. Estos credos no teístas, originarios de la India (budismo y jainismo) o China (confucianismo y taoísmo), fueron relativamente tolerantes, aunque no estuvieron exentos de brotes violentos de fanatismo y persecución. La excepción fue el jainismo, aunque no hay que perder de vista que esta religión fue, por lo general, minoritaria y no oficial. De estos cuatro credos no teístas, el único que tuvo apetencias proselitistas fue el budismo, siendo esta la causa de su fenomenal expansión.
El hinduismo, el politeísmo tradicional de la India, fue bastante respetuoso de la libertad de cultos. Pero en algunas coyunturas históricas incurrió en prácticas intolerantes, sobre todo contra el budismo, cuyo celo misional solía generar tensiones. Y no solo en India, sino también en China y otros países del Asia oriental, donde el confucianismo, el taoísmo, el sintoísmo, etc., no siempre se mostraron benevolentes o permisivos con la propagación de la doctrina de Buda Gautama.
En la América precolombina, lo mismo que en el África subsahariana y Oceanía, la primacía total de la fe politeísta o animista impidió el desarrollo de formas más o menos exacerbadas de intolerancia. La convivencia interreligiosa fue relativamente armónica en estas regiones del orbe. Recién con la irrupción del islam y/o del cristianismo emergería el fenómeno de la intolerancia.
En la Europa occidental del Renacimiento y la Reforma, dominada por las pasiones del fanatismo y del sectarismo, la intolerancia religiosa fue una constante. Hubo expulsiones en masa de judíos y moriscos en la Península Ibérica, y cazas de brujas por casi todo el continente. La Inquisición tridentina combatió con ferocidad inusitada a las herejías. Las iglesias protestantes (luterana, anglicana, calvinista, etc.) no se quedaron a la saga de la Iglesia católica, en lo que a intolerancia se refiere. Las mutuas proscripciones, persecuciones y represalias estuvieron a la orden del día, lo mismo que las guerras de religión, cuyo episodio más cruento tuvo lugar en Francia (matanza de San Bartolomé, 1572).
Poco a poco, sin embargo, fue despuntando en el Occidente moderno el ideal de tolerancia religiosa, traccionado por el hartazgo que causaba, precisamente, la violencia confesional generalizada. El primer edicto de tolerancia, el de Saint-Germain, data de 1562. Concedió la libertad religiosa, de manera limitada, a las minorías protestantes –hugonotas principalmente– del reino católico de Francia. Mucho más amplia fue la tolerancia introducida en el principado de Transilvania por el Edicto de Turda, promulgado en 1568. La Mancomunidad de Polonia-Lituania adoptó un régimen paritario de convivencia pluricristiana hacia 1573. En 1598, el rey Enrique IV de Francia promulgó el famoso Edicto de Nantes, en beneficio de sus súbditos hugonotes.
Un hito clave en este proceso histórico fue la República holandesa del siglo XVII, donde si bien había una religión oficial (el calvinismo), los otros credos eran bastante tolerados. Otro jalón es Inglaterra, donde, luego de la Gloriosa Revolución, se sancionó el Acta de Tolerancia (1689), que concedía la libertad de cultos a las minorías protestantes no conformistas (no anglicanas), aunque no a la grey católica. El correlato intelectual más importante de este acontecimiento fueron las Cartas sobre la tolerancia, de John Locke, publicadas en 1689-1690.
La tolerancia religiosa encontraría un terreno mucho más fértil al otro lado del Atlántico, en las Trece Colonias de la Norteamérica británica, donde el acusado pluralismo confesional, producto de una extraordinaria diversidad inmigratoria (ingleses de fe anglicana o puritana, holandeses calvinistas, franceses hugonotes y católicos, escoceses de credo presbiteriano, alemanes de confesión luterana, menonitas y cuáqueros de disímil procedencia, irlandeses «papistas», etc.), favorecería el respeto de las disidencias teológicas. Este proceso de creciente libertad religiosa, potenciado por las ideas filosóficas de la Ilustración (Voltaire, Rousseau, etc.), alcanzaría su momento culminante a fines del siglo XVIII, con la Independencia norteamericana (1776) y la Revolución francesa (1789).
Federico Mare
Post scriptum.— La irreligiosidad ha sido un fenómeno poco corriente en la historia de la humanidad. Y cuando se ha manifestado, casi siempre lo ha hecho de manera minoritaria y marginal, a través de intelectuales racionalistas sobre quienes –a causa de sus «blasfemias» o «herejías»– pendía la espada de Damocles de la censura, el destierro, la cárcel o la pena de muerte: librepensadores escépticos, deístas, agnósticos o –más raramente– ateos. Lo dicho vale no solo para contextos religiosos monoteístas o henoteístas, sino también para contextos religiosos politeístas o no teístas. Recién en la modernidad contemporánea la irreligiosidad alcanza una difusión y magnitud de cierta consideración, fundamentalmente en Occidente. La gran mayoría de las sociedades premodernas, al parecer, no registraron el fenómeno. Sería un error, no obstante, suponer que el mismo estuvo restringido a la cultura grecolatina pagana. Hubo otras civilizaciones que lo conocieron: China e India antiguas, y también la Persia sasánida y el Islam medieval (las dos primeras de manera endógena, y las últimas bajo el influjo de la ciencia y la filosofía helénicas).