La soberanía popular ha quedado, una vez más, en pura teoría con la que algunos se llenan las bocas sólo, al parecer, cuando les conviene.
El origen de la fiesta del 24 de junio es pagano; es la celebración del Solsticio de verano en el Hemisferio Norte del planeta, que todas las culturas ancestrales festejaban en torno al cambio de ciclo natural que supone la entrada de la llegada esplendorosa de la estación estival; esa estación climatológica que madura los frutos y llena de calor y de vida tanto a la naturaleza como a todos los seres vivientes. Los celtas encendían hogueras que representaban la quema de las penurias invernales y, simbólicamente, la de los viejos esquemas, los paradigmas obsoletos, para dar paso a lo nuevo; es decir, es un canto a la renovación, a la evolución y a la felicidad. Porque, como nos enseña la propia sabiduría natural, la evolución es vida, frente al estatismo, que supone muerte.
El cristianismo, tan contrario a todo lo que sea renovación, evolución o vida, como de tantas cosas, se apropió paradójicamente también de estas antiguas fiestas, arrebatándoles su significado primigenio, y convirtiendo en religiosa una festividad que, como digo, es de origen pagano, es decir, natural. La noche de San Juan es la fiesta cristiana que se superpuso a las antiguas fiestas del Solsticio, aunque en el inconsciente colectivo el significado espiritual de renovación, de alegría y de fertilidad permanece, al igual que permanece la tradición de esas quemas de hogueras que predicen y celebran un nuevo ciclo de luz y de vida de la madre Tierra y la natura, y, por tanto, también de las personas.
Y es curioso, pero en medio de tanta involución como estamos viviendo los españoles, este año el Solsticio de Verano ha coincidido en España con una gran transformación. Como la primavera cede paso al verano, Juan Carlos I ha cedido paso a una nueva etapa de la monarquía española, en la persona de su hijo Felipe. Un cambio contundente, un cambio histórico en el que, por cierto, muchos miles de españoles hubieran querido opinar para que fuera legítimamente democrático.
Era mucho pedir, según parece, y la soberanía popular ha quedado, una vez más, en pura teoría con la que algunos se llenan las bocas sólo, al parecer, cuando les conviene. Porque me hacen gracia los que se aferran a la legitimidad constitucional como argumento sucesorio ¡Pero si han pasado 36 años desde el 78, y entonces los españoles hubieran votado hasta “La pícara molinera” en versos endecasílabos con tal de escapar de la dictadura!
Felipe VI es un hombre joven que, aunque educado en la dogmática rígida del conservadurismo más férreo y en la dogmática católica más estricta, parece templado, inteligente y tolerante, y ha crecido en la España democrática que quedaba lejos de las tiranías. El gesto laico que tuvo en su proclamación como rey, al hacer el juramento sin símbolos de irracionalidad religiosa, es un punto a su favor que nos alegró a muchos españoles. Pero que no puede quedar en algo anecdótico y puramente ornamental y puntual.
Las sociedades, las personas, han evolucionado mucho en las últimas décadas y, mientras se han ido alejando de valores dogmáticos y caducos, se han ido paulatinamente impregnando de valores éticos universales, que nada tienen ya que ver con esos códigos arcaicos que imponían la sumisión irracional de las personas a poderes asentados en el dogma, el abuso y la tiranía. Me refiero a la solidaridad, a la espiritualidad profunda y universal, al repudio de cualquier tipo de exclusión basada en diferencias territoriales, culturales o raciales, al respeto al medio ambiente y a la naturaleza que nos sustenta y es la base de la vida, a la economía sostenible, al respeto a la dignidad de todos los seres vivos y sintientes, al rechazo de la violencia, la tortura y la crueldad, contra cualquier persona y contra cualquier especie, al amor a la cultura y a la apertura como un modo de percibir y entender el mundo.
El macabro mundo del toreo estuvo, sin embargo, muy presente en la coronación de Felipe VI. Y ello a pesar de que un ochenta por cien de españoles rechazan la crueldad gratuita de la mal llamada fiesta nacional, y ello teniendo en cuenta el alto nivel de adoctrinamiento de los españoles en la adhesión a la tortura. A posteriori, a pesar del gesto “laico” del monarca, se hizo también en La Zarzuela una misa de coronación, como dios manda. A nivel privado cualquiera puede creer en lo que quiera y hacer de su capa un sayo, pero tiene que tener en cuenta el nuevo rey que la sensibilidad de la gente ha cambiado mucho, que las nuevas generaciones de españoles están formadas por personas mucho más cultivadas, racionales, sensibles y bien informadas que las que vitoreaban antaño a los reyes como semidioses con poder quasi absoluto. Y, me temo, que si no se aviene a la evolución ética que la sociedad precisa y exige, además de a la honradez y a la transparencia, tan lejanas últimamente de los asuntos reales, su reinado seguirá siendo una anacronía con respecto al sentir de la mayoría de la gente, lo cual está muy lejos de lo que le es favorable.
A pesar de no ser en absoluto monárquica, quiero creer que un monarca en este país puede, desde su posición privilegiada, aliarse con esa evolución ética y democrática que nos pueda hacer avanzar como sociedad y como país, alejándonos de esquemas medievales, insolidarios, abusivos y obsoletos, ya inaceptables en el siglo XXI. Y quiero esperar que pueda ser éste el caso, por el bien de todos. Esperemos que esa coincidencia de fechas con la transformación que es el Solsticio sea algo más que casual. De lo contrario, seguiríamos en un anacronismo institucional muy difícil, para muchos, de digerir. Porque, como expresa la frase que se atribuye a Charles Darwin, no es la especie más fuerte la que sobrevive, ni la más inteligente, sino la más receptiva al cambio. Nos lo enseña la propia naturaleza. La evolución y la transformación son la esencia más profunda de la vida.
Coral Bravo es Doctora en Filología
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