A pesar de todas las declaraciones y convenciones para proteger a la infancia, aún hay demasiadas personas a las que, en la práctica, no les cabe en la cabeza que niñas y niños tengan derecho a ser escuchados, o al honor y a su propia imagen, o a su identidad y expresión de género, ni les entra en la mollera eso del interés superior del menor.
A ver cuánto tardan esos que siempre están de lado del más fuerte, cuando se enteren de que en esta misma semana ha entrado en vigor la nueva Ley de la Infancia y Adolescencia en Andalucía, en soltar eso de “pues a mí de pequeño mi padre me tupía a correazos, y a la vista está que no me generó ningún trauma”. Como si no fuera bastante marca de aquel maltrato haber olvidado que los golpes, venidos de quien se supone que te protege y cuida, no sólo le dolieron a aquel antiguo niño, sino que además han dejado muy dañado al adulto en que se ha convertido. Como si acaso no fuera bastante no poder distinguir entre miedo y respeto; como si acaso el hecho de haber pasado por ese infierno validara que las niñas y niños de ahora también tengan que pasarlo.
A ver cuánto tardan, en cuanto sepan que el 20 de noviembre ha sido declarado Día de la Infancia en Andalucía, en decir eso de “¿y para cuándo el Día del Padre y el de la Madre? Ah, es verdad, ¡ya existen! ¿Para cuándo una ley para la protección del Pater Familias?”. Olvidan que, desde antiguo, la figura de la paternidad ha ido vinculada a la idea de privilegio: “cuando seas padre comerás huevos”. Para quienes pretenden tener autoridad sin echar antes sentido común, la paternidad ha supuesto históricamente una especie de rito de paso hacia la supuesta adultez. Para los hijos de estos padres, la familia ha supuesto una prisión. Eso de “honrarás a tu padre y a tu madre” está muy bien, siempre y cuando, correspondientemente, haya un “honrarás a tu hija y a tu hijo”. El Premio Nobel Bertrand Russell sostenía, del tirón, que “no se debe aconsejar a los jóvenes que cedan a las presiones de los viejos en asuntos vitales. (…) Los argumentos de los padres no deben ser razón suficiente para renunciar al intento” –ponía por caso- de dedicarse al teatro. ¡Y ya verás tú cuando los enemigos de lo inclusivo se enteren, además, de que el Defensor del Menor pasará a llamarse a partir de ahora Defensoría de la Infancia y la Adolescencia!
¿Estamos dispuestos a escuchar a las niñas y niños? Me temo que les tenemos demasiado miedo y menosprecio. Su reino no es de este mundo
A día de hoy, y a pesar de todas las declaraciones y convenciones para proteger a la infancia, aún hay demasiadas personas a las que, en la práctica, no les cabe en la cabeza que las niñas y los niños tengan derecho a ser escuchados, o al honor y a su propia imagen, o a su identidad y expresión de género, ni les entra en la mollera eso del interés superior del menor. Por descontado, a ninguna de esas personas se les pasa por la cabeza reconocer el valor social de las niñas y niños y, ni mucho menos, tener presentes sus opiniones. Estoy convencida de que una ciudad pensada desde los y las chaveas, cuyo plan urbanístico tuviera realmente presentes las necesidades de los más pequeños e incluso su mirada sobre las cosas, sería una ciudad inclusiva de veras, transitable, por supuesto más verde, menos agresiva, más humana y acogedora con las personas que tienen necesidades especiales. ¿Estamos dispuestos a escuchar a las niñas y niños? Me temo que les tenemos demasiado miedo y menosprecio. Su reino no es de este mundo.
Pero también se da mucho en estos tiempos el atropello a la infancia por la vía contraria, no por el desamor y la agresión física, sino por una especie de asfixia de amor e injerencia excesiva en sus vidas. Es algo así como la consolidación de la frase que reza eso de “tanto quiso el demonio a su hijo que lo entortó”. Allá por finales de los 90, la poeta y pedagoga del revés Isabel Escudero promovió la Asociación Antipatriarcal en Defensa de los Niños, centrada no tanto en los problemas de los más desfavorecidos, de los que el Estado debe ocuparse, sino en los específicos de “los niños bien criados, esos niños del Consumo (…)” asfixiados por el mercado, la escuela, las actividades extraescolares y la familia.
La pedagogía ha de comenzar, más que por los niños, por nosotros los mayores
Vayan algunos ejemplos de dicha asfixia y desconsuelo:
El negocio de los productos y servicios para infantes es tan implacable que tener hijos pareciera un lujo exótico, pues cómo privar al niño ahíto de todo lo que nos dicen que ha de tener. En este sentido, no nos puede resultar extraño que la adicción infantil a las pantallas y videojuegos se haya convertido en un problema de primer orden.
Tampoco es de extrañar que niños con enfermedades poco comunes o raras se tengan que aguantar con su padecimiento; a la industria farmacéutica no les interesa, curarlos no es rentable. ¿Quién defiende el derecho de estas criaturas a la vida y a la salud?
Antaño las niñas y niños escapaban de la intensidad de sus madres y padres a través de la familia extensa (las tías, los primillos, los abuelos…) y del cole. Ahora la vida infantil suele darse casi en exclusiva en el seno de la familia nuclear y con la connivencia de la escuela con las madres y padres, que deja sin apenas respiraderos a las niñas y niños. Que el padre, ahora, en no pocos casos, sea el principal compañero de juegos de su hijo no deja de ser algo realmente desnaturalizado.
Existe cierto empeño, además, en no pocos progenitores y educadores, y por supuesto en el mercado, en pretender que el niño deje de serlo cuanto antes, que se dé prisa en ser mayor. Es tremendo observar cómo hay quienes regañan a los pequeños por el hecho de comportarse como lo que son, seres llenos de asombro, inventiva, curiosidad e inmensa energía. Inflar a las criaturas de actividades extraescolares que los preparan para ser alguien el día de mañana suena a demasiada prisa porque dejen de ser lo que son, por acelerar el proceso y que, de paso, dejen de joder con la pelota. Eso sí, después esparcimos las imágenes de nuestros vástagos en las redes.
“El psicoanálisis –cito de nuevo a Russell- ha aterrorizado a los padres cultos, que temen hacer daño a sus hijos sin querer. La paternidad, que antes era un triunfal ejercicio del poder, se ha vuelto timorata, ansiosa y llena de dudas de conciencia”. Mala idea.
Como ven, aporto los dos extremos –el desamor y el maltrato, por un lado, y el la asfixia por amor e intervencionismo, por otra- entre los que la infancia y la adolescencia, incluso la más cubierta y satisfecha, va tirando como puede. La verdadera defensa de las niñas y niños quizá estriba en tener todo ello (rémoras de una pedagogía venenosa heredada del franquismo, mercado, escuela, familia…) presente para, de veras, darles la consideración, libertad, escucha y trato que merecen. Visto lo visto, la pedagogía ha de comenzar, más que por los niños, por nosotros los mayores.