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El pecado de amar al enemigo

Patrullas vecinales, encerronas y amenazas: la persecución de las parejas mixtas entre árabes y judíos crece en Israel

La peor parte se la llevan los palestinos, acusados de someter a las chicas, de maltratarlas y anularlas. Varias administraciones, entre ellas la central y el Ayuntamiento de Tel Aviv, pagan campañas para alertar a los chavales de los "riesgos" de estas uniones.

La seducción es otra forma de guerra“, dice el rabino Shmuel Eliyahu desde Safed (Israel). Curiosamente, la sentencia arranca el asentimiento de Ibrahim Faruk, imán en una mezquita de Belén (Cisjordania, Palestina). A los dos les repele en igual manera que “uno de los suyos”, un miembro de su comunidad, un judío o un árabe, se enamore de alguien del bando contrario. Las parejas mixtas, interraciales, interconfesionales, son tan extrañas en Israel y los Territorios Palestinos que no dan ni para una muestra válida de estudio. Lo saben bien los sociólogos de la Universidad de Haifa, que han tratado de estudiarlos, pero no hay manera. “Son la excepción de la excepción”, resume el profesor Yuval Spielberg. Ha sido así durante décadas, siglos, pero en los últimos años el veto a estas uniones se ha radicalizado, desde los templos y desde las familias. Hay palizas cruzadas, patrullas de vigilancia “antinoviazgo”, hasta campañas pagadas por los ayuntamientos para concienciar de los “peligros de la contaminación y la mezcla”. Pese a ello, hay Romeos y Julietas que tratan de superar cualquier obstáculo. Unos lo logran, otros desisten.

Entre los últimos está Nasser Danin, 24 años, un joven palestino residente en Jerusalén Este que se enamoró en el instituto de una compañera, Alexia, judía practicante de origen ruso, “hermosísima”. Pasaron juntos tres años, hasta que la familia de la chica descubrió la relación. El padre de Alexia pidió auxilio a una asociación llamada “Cuidemos a las hijas de Rusia”, un ente semi-clandestino, arraigado en barrios como Gilo, que defiende a las adolescentes “vulnerables ante los encantos de los árabes“, como la define uno de sus creadores, Gregori Zaitsev, mecánico de profesión. “Nuestras hijas son menos tradicionales que las judías rigoristas, no han recibido una educación sionista y han sufrido menos el choque con los árabes, porque llevan aquí menos años y desconocen la historia. Son carne fácil para estos asesinos“, explica. Visto el objetivo de la asociación, es fácilmente imaginable cómo acabó la relación entre Nasser y Alexia. “A ella la amenazaron con echarla de casa, con no pagarle la universidad, con devolverla a Rusia con sus abuelos. Alexia nunca les hizo caso, siguió conmigo unos meses. Entonces vinieron a por mí y me dieron una paliza una noche que salí por el centro. Pasé una semana en cama, me rompieron la nariz y una costilla. Tenía todo el cuerpo amoratado”, relata, a ratos enfurecido, a ratos hundido. La consecuencia de aquella paliza es que la familia de Nasser, que hasta entonces no sabía nada de su relación, también se opuso al noviazgo. “Dicen que los judíos y los árabes no hablamos, pero no siempre es así. Nuestras dos familias llegaron a entrevistarse para planear juntas nuestra separación. Decidieron que Alexia se fuera unos meses a Rusia tras acabar el servicio militar. No llegué a despedirme. Con ella lejos y mi familia amenazándome, empecé a plantearme dudas sobre la relación, y decidí dejarlo estar. No quiero saber ni si ella ha regresado”, concluye. Nasser dice en un tono casi inaudible que ha olvidado a Alexia. Lo cierto es que hace dos años de su ruptura y no ha vuelto a tener pareja. “Hay cosas imposibles y lo he aprendido. Si quiero vivir en paz no puedo cruzar ciertas rayas. Prefiero amar menos y tener más paz“, reflexiona.

Trabajos intimidatorios como los de esta sección rusa con cada día más comunes en Israel. En Nazaret se ha creado una “unidad de padres” para patrullar la ciudad para que no se produzca acercamiento entre chicos árabes y judíos. Hay vigilancia por ambas partes, pero es aún más intensa entre los progenitores hebreos. El mismo sistema se está aplicando en Petah Tikva y en la propia Jerusalén. Al norte de la ciudad triplemente santa, en Pisgat Zeev, un grupo de vecinos pasea por los parques cada tarde en busca de parejas mixtas. La cercanía con barrios árabes como Anata o Beit Hanina facilita los encuentros entre chavales, casi imposibles si se tiene en cuenta la segregación en las ciudades del país, los sistemas separados de educación que reciben unos y otros y hasta la obligación de que los matrimonios sean celebrados por un rito religioso, impidiendo las ceremonias civiles que serían la solución fácil a los casamientos entre personas de distinta religión. Queda la calle, el encuentro, el roce diario. Eso es lo que trata de evitar esta cuadrilla de vecinos como Isaac Kessler, maestro, padre de tres chicas y un chico de entre siete y 16 años. “Nuestra obligación es contactar sobre todo con las niñas, que son las más crédulas y sensibles, y avisarles del peligro que corren al acercarse a un palestino. En 10 años tenemos al menos 60 casos de niñas de Jerusalén que se han ido a aldeas árabes. ¿Piensan que allí está su príncipe azul? No, está el sometimiento y la reclusión. No hemos vuelto a saber de ellas“, denuncia al teléfono. Sostiene Kessler que ellos nunca ejercen la violencia contra los jóvenes, sino que intentan “hacerlos razonar”. En un centro cívico del barrio citan a las muchachas para mostrarles un vídeo editado expresamente para su campaña, titulado “Durmiendo con su enemigo“, en el que explican, entre otras cosas, que las parejas mixtas “no son algo natural a ojos de Dios”, que un árabe “explotará la inocencia de las niñas judías” y que “más de la mitad de la población de Israel no desearía tener por vecino a un matrimonio así”.

En la ciudad de Safed, al norte, donde expande su palabra el rabino Eliyahu, hay carteles en las principales plazas y parques que dicen: “Salir con árabes trae palizas, drogas duras, prostitución y delincuencia”. Él insiste en que en las poblaciones de mayoría árabe y en los Territorios Palestinos la persecución de estas parejas es similar, pero lo cierto es que no hay noticia de estos “grupos de observadores”, como los llama. “La presión se hace en las familias, que es donde ha de hacerse”, replica el imán Faruk. Eliyahu se felicita de que las distintas administraciones se hayan “implicado” en su pelea. El Gobierno central pagó hace dos años una campaña en televisión en la que pedía a los padres que “revisaran con lupa” las relaciones de sus hijos, en Kiryat Gat se crearon unos módulos especiales en los colegios para enseñar cómo no caer en relaciones con los beduinos cercanos, con asesores especializados en juventud y psicólogos para atender a las “víctimas” y desde febrero de 2010 el Ayuntamiento de Tel Aviv paga un programa de asesoramiento para evitar estas citas y los consiguientes compromisos. “Hay 250.000 niñas, sobre todo inmigrantes, en situación de riesgo”, afirman los folletos.

Precisamente en la capital israelí es donde se han vivido los enfrentamientos más violentos en los últimos meses a causa de estas relaciones incomprendidas. Junto al barrio de Jaffa, de mayoría árabe, se han levantado edificios destinados a judíos ultraortodoxos, lo que ha diversificado el dibujo de sus calles. Ahora el encuentro es sencillo y natural. Por eso grupos de haredíes han emprendido su particular cruzada en contra, con auténticas barricadas en la noche de los jueves (equivalente al viernes occidental por respeto del shabbat). Ha habido peleas entre grupos de jóvenes, entre hermanos, padres, amigos que defendían a chicas judías enamoradas de árabes. A ellas no se les suele preguntar. La asociación conservadora Yad L´Achim, que asesora a los padres para desactivar estas uniones, recibe cada mes un centenar de llamadas sólo procedentes de Tel Aviv. “Si un hombre es musulmán o cristiano, tarde o temprano someterá a una judía“, afirma la entidad en su web. La cara contraria se vive a pocos kilómetros, en el local de Al Qaws (Arco Iris), una nave-pub abierta a todo el mundo, promovida por un colectivo de gays árabes, en el que no se pregunta la fe para entrar. “Somos gays, somos distintos. Estamos por encima de los convencionalismos. Bastantes problemas tenemos ya, ¿no crees?”, dice Raafat, el encargado. Es la aguja en el pajar.

En Jerusalén, el mirador de Har HaTzofin, en el Monte Scopus, ya no es un lugar tranquilo de reunión de pandillas para fumar, comer pipas y fantasear con el futuro, sino el escenario de peleas semanales entre grupos de árabes y judíos. Una mirada de deseo enciende los ánimos. En lo que va de año, afirma el Ayuntamiento de Jerusalén, se han producido nueve agresiones con arma blanca por choques entre unos y otros. El pasado 21 de diciembre, en la calle Ben Yehuda, un joven palestino y una chica judía quedaron tras cerrar una cita en internet. Era una encerrona: fueron caminando hasta el Parque de la Independencia y entonces el chaval se vio rodeado por siete adolescentes judíos que le propinaron una paliza, le tiraron piedras y botellas rotas y lo rociaron con spray de pimienta. El descontrol llevó incluso, el otoño pasado, al ataque de un turista chileno que estaba entablando amistad con unas jóvenes judías: tres hombres se le acercaron, haciéndose pasar por policías, y lo atacaron a patadas y con gas lacrimógeno. Pensaban que era árabe. El Gobierno de Israel ha tenido que disculparse con sus homólogos de Chile por este incidente.

La UNHCR sostiene que en Israel hay “entre varios cientos y mil” personas unidas en uno de estos extraños matrimonios mixtos. La mayoría suelen producirse entre hombres árabes -con nacionalidad israelí, son contados los casos con personas de los Territorios- y mujeres judías. No hay constancia de denuncias por abusos y sometimiento, como denuncian las asociaciones de padres israelíes. “Yo conozco a varias parejas y le digo que podemos ser felices juntos“, dice un hombre que lo sabe por experiencia propia. Se llama David Salomon, un jubilado judío de Jerusalén que lleva 38 años casado con Nida, árabe cristiana de San Juan de Acre. Se conocieron en una lonja de pescado donde ambos trabajaban. De eso hace 46 años. Y hasta hoy. Tienen un hijo en común, Yesher. “Es hebreo, pero no se lo pusimos por eso, sino por tradición familiar, eh. Aquí en este matrimonio no ganan unos ni otros”, explica Nida. Levanta las cejas casi hasta el cielo cuando se le pregunta por los problemas que tuvieron para unirse. “Todos los del mundo y más”, apunta. Sólo la muerte del padre de David les allanó el camino. “Es muy triste, pero así fue. Nos amenazaba con desheredar a David, con expulsarlo de la casa que tenía, con echarnos encima a la Policía. ¡Imagina, eran los años de la Guerra de los Seis Días!”, dice. A los demás familiares, de ambas partes, no les agradó la idea, pero entonces “aún había una filosofía práctica que entendía que personas de una misma tierra acabaran por juntarse”. “Hoy todo está mucho más marcado”, lamenta David. Tuvieron que irse a Estados Unidos como emigrantes para poder casarse en paz. Tardaron mucho, pero lo hicieron. Fue allí donde nació su hijo, un israelí orgulloso de sus raíces mezcladas, militar de profesión. En 2003, Ariel Sharon intentó negar la nacionalidad a los hijos de parejas mixtas. Yesher dice que hubiera sido un crimen: “Tan israelí soy yo como lo es otro”. A la vuelta a Israel, David y Nida pasaron años ocultando sus orígenes. Nunca, ni uno ni otro, obligó al compañero a seguir sus creencias. “Yo salgo con mi marido a la hora de las ceremonias en la sinagoga, pero luego me quedo dando un paseo. Y él hace lo mismo conmigo”, cuenta, cómplice. Ya están cansados y no se tapan. “Quien nos quiera, que nos respete”. Sostienen que la mezcla les ha traído riqueza de historia, de cultura, de experiencias. Pero que nada cuenta el origen, en realidad. “Cuenta el amor, da igual que quieras a un árabe o a un marciano. Y yo con mi esposa árabe soy el judío más feliz del mundo“.

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