A partir de la anexión de Roma a la Italia unificada en 1870 los Estados Pontificios de larguísima historia dejaron de existir, y con ellos el poder temporal del papa, generando un conflicto porque el mismo se negó a reconocer la nueva realidad. Además, la capital del nuevo Estado pasó a ser la misma Roma. Pío IX se declaró “prisionero del Vaticano”.
Italia ofreció una solución a través de la Ley de Garantías Papales de mayo de 1871, con el fin de poder regular la relación con el Papado. Por las mismas, el Estado italiano estipulaba que el Papado conservaría el derecho a recibir embajadores y hasta designar diplomáticos propios, mantener un cuerpo armado, la famosa Guardia Suiza, y se establecía un régimen de extraterritorialidad para las residencias papales, como si fueran legaciones diplomáticas extranjeras. Se garantizaría la inviolabilidad de los papas, y tendría derecho a recibir honores de jefe de Estado. Italia se comprometía a otorgar un presupuesto al Papado. El clero católico tendría plena libertad de reunión, y las jerarquías eclesiásticas pasarían a estar exentas del juramento de lealtad al rey de Italia.