“Cuando joven le pedí aprobar el carné de conducir y embarazada de mis hijos gemelos lo aprobé. Llevaba su estampita, un recordatorio de su imagen. Soy canaria y un día si Dios me lo permite, visitaré su tumba”. Así se expresa María Victoria en uno de los múltiples agradecimientos que figuran en las numerosas webs dedicadas a fray Leopoldo.
Este fraile capuchino, que fue beatificado el pasado domingo día 12 de septiembre, nació en 1864 en el pueblo de Alpandaire de Málaga y murió en 1956 en Granada tras residir 42 años en un convento de esta ciudad. Durante todo este tiempo se dedicó al limosneo; actividad que ejercía de casa en casa vistiendo el extravagante hábito marrón de su monacato que le cubría de pies a cabeza y que ceñía a su cuerpo con un cordón que era muy apetecido por sus caritativos donantes hasta el punto de que se iban haciendo con él a base de tijeretazos. La maniobra era sencilla; uno de ellos le entretenía mientras que otro se hacía con un trozo de tan preciado adminículo aprovechando su distracción. Fray Leopoldo, que tenía escasa inteligencia -“era bastante cortito”, se dice en la web del pueblo que le vio nacer-, se extrañaba de que los cordones de su hábito encogieran, pero alguno de sus compañeros le convencía asegurándole que era porque la lana con la que se confeccionaban era de muy escasa calidad.
Su más que justificada humildad, su ingenuidad, su ciega entrega a la misión encomendada o, simplemente, su bonhomía fruto de su natural puerilidad le hizo ser una persona entrañable para aquellos que en los duros años de la posguerra civil entraban en contacto con tan singular personaje. De ahí a considerarlo un enviado de Dios, tan necesitados como estaban de su presencia balsámica, sólo había un paso y la imaginación popular empezó a adjudicarle el protagonismo de inverosímiles historias.
Una de las que hizo más impacto fue aquella según la cual un compañero suyo de la infancia murió fulminado por un rayo por no hacer caso de sus recomendaciones. Ocurrió que estando en el campo con otros niños al cuidado de un rebaño de cabras, el cielo comenzó a nublarse amenazando tormenta. El futuro fray Leopoldo propuso refugiarse en una peña y rezar el rosario para solicitar la protección de la Virgen, pero otro de los pequeños, que no estaba de acuerdo, consideró preferible dirigirse hacia el pueblo lo antes posible. Finalmente, todos se encaminaron hacia Alpandeire sin implorar la protección de la Virgen, pero la marcha se vio interrumpida por un rayo que mató al joven que había propuesto el apresurado retorno.
Hasta aquí, todo normal. Quiero decir que es una más de las pamemas surrealistas, candorosas, irracionales y necias a las que nos tiene acostumbrados la Iglesia Católica para hacer clientela entra las gentes sin criterio y necesitadas de creer en fantasías mágicas que les endulce su existencia por disparatadas que aquellas sean.
Pero lo que ya no es tan normal, y se debieran pedir donde y como corresponda serias explicaciones por ello, es que el ministerio de Defensa de un gobierno socialista en un estado aconfesional haya cedido las instalaciones públicas de la base aérea de Armilla en Granada para que se celebre la beatificación de este singular personaje.
¿Hasta cuándo vamos a seguir haciéndole el caldo gordo a la Santa Iglesia Católica Apostólica y Romana? ¿Y ya puestos, por qué no se le concede a fray Leopoldo de Alpandaire la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III para recompensar sus servicios a la nación española? ¿La habrá solicitado, quizás, el subdelegado del gobierno en Granada que ha acudido a la ceremonia de beatificación en su calidad de autoridad local?
Un último apunte. Los medios de comunicación señalan que, a pesar de la cesión gratuita de la base aérea, el evento ha costado más de tres millones de euros. ¿Cuántos años de limosneo le habría llevado al reciente beato recaudar este dinero? Estoy por creer que los designios de Dios son realmente inescrutables y la sabiduría del hombre limitada para comprenderlos.
Gerardo Rivas Rico es Licenciado en Ciencias Económicas