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El librepensamiento y la cuestión social al terminar el siglo XIX

Uno de los puntos que tenían que discutirse en el Congreso de Librepensadores de Madrid del año 1892 era el social, es decir, como debía ser la nueva organización social y sobre el supuesto intento fallido del catolicismo social. Al Congreso se presentó una memoria de una delegación obrera catalana, que redactaron Josep Llunas y J. Torrents. Creemos que es un documento muy importante, especialmente por sus autores.

Llunas fue un tipógrafo destacado en el ámbito libertario catalán, también fue masón y un librepensador, es decir, reunía anarquismo y librepensamiento. Fue secretario del Ateneu Català de la Classe Obrera, fue partidario de la Primera Internacional, estando en la Federación Regional Española de la AIT, además de organizar la Sociedad Tipográfica de Barcelona en 1879. Con Rafael Farga i Pellicer y Anselmo Lorenzo fundaría en 1881 la Federación de Trabajadores de la Región Española. Fundó y dirigió La Tramontana, un semanario anarquista en catalán, profundamente anticlerical y obrerista. Publicó varias obras.

Al parecer, distintas colectividades obreras catalanas consideraron que no podían mirar con indiferencia el Congreso de Librepensadores que debía celebrarse en Madrid. En ese sentido, no podemos dejar de comentar que esas colectividades tendían claramente hacia el anarquismo, y éste siempre fue muy favorable a la cuestión del librepensamiento, frente al movimiento obrero socialista que, sin negar la necesaria secularización de la sociedad, siempre hizo una lectura muy crítica de los librepensadores al considerar que, en su gran mayoría eran burgueses y que en el ataque a la Iglesia había que priorizar las razones económicas. En todo caso, las colectividades catalanas consideraban que el asunto de la injusticia del sistema del salario era primordial y que el resto de cuestiones debían supeditarse a dicho asunto, pero parecía evidente que había relaciones del librepensamiento con la cuestión social.

Los representantes de los trabajadores entendían por librepensamiento la facultad de analizar, sin prejuicio alguno todo aquello que al raciocinio fuera sometidos, y la facultad de traducir libremente en hechos todo lo que en el cerebro se desarrollaba. De esas dos facultades, individual la primera y colectiva la segunda, dependería la consagración del librepensamiento en su verdadero sentido.

De todo ello se deducía que no se podía ser librepensador, por no estar en disposición de pensar libremente, quien aceptaba como verdaderos supuestos hechos sobrenaturales e indemostrables, que la ciencia negaba y la “sana razón” rechazaba, y sobre los cuales se fundaba alguna creencia, y que, aunque lo fuera, no podía obrar como librepensador quien no estuviera en situación de libertad para traducir en hechos lo que en su pensamiento se había elaborado.

Sentadas estas premisas los representantes obreros afirmaban que toda religión basada en dogmas sobre supuestos hechos no naturales había de ser forzosamente contraria al librepensamiento porque los dogmas sentaban prejuicios al análisis de todo lo que se oponía a su ficción.

Mientras el dios de cualquier religión no fuera demostrable, y eso no lo sería nunca, Dios no podía caber en ninguna ciencia. A lo sumo podría ser una cuestión secundaria, de estudio, pero nunca ser un problema para la ciencia porque ésta solamente podría trabajar en demostrar lo que era susceptible de comprobación.

Pero las relaciones del librepensamiento con la cuestión social tendrían que ver el segundo punto, con el que calificaron de colectivo, es decir, con la facultad de traducir libremente en hechos todo lo que en el cerebro se desarrollaba. Así pues, si para obrar como un librepensador era necesaria esa condición, la pregunta era si la clase obrera catalana y, en general, española, y hasta mundial, estaba en situación de poder obrar como librepensadora.

Se podría decir que la clase obrera quería ser librepensadora en su mayoría. Pero, se planteaba otro interrogante: ¿podía el obrero obrar como librepensador, es decir, podía traducir en hechos lo que había pensado? Aquí la respuesta era no. ¿Por qué?

En primer lugar, porque aún eran muy pocos los países que tuvieran establecida por completo la libertad religiosa. Los autores de la memoria relataban en la misma la situación española donde el clero gozaba de la más completa impunidad para atacar a los librepensadores. En conclusión, mientras hubiera una sola ley que coartase en lo más mínimo la libertad antirreligiosa, el librepensador no estaría en una situación libre de traducir en hechos todo lo que su cerebro hubiera pensado, sin más restricciones que las de no atacar el derecho ajeno.

Pero, ¿le bastaba a la clase obrera tener el derecho a ser o no ser religiosa, reconocido por ley y garantizado, para hallarse en situación de poder obrar individual y colectivamente como librepensadora?, es decir, nuevo interrogante.

Pues bien, ante todo había que fijarse en que toda ley escrita, aunque se hiciera para garantizar la libertad, terminaba por coartarla. Las leyes solamente servían para poner el principio de autoridad por encima del de la libertad. Por ello, los autores de la memoria afirmaban que, así como todo dogma religioso constituía una traba al librepensamiento, toda ley pretendiendo garantizar la libertad individual constituía un atentado a esa misma libertad, que solamente podía manifestarse como tal no estando supeditada a nada ni a nadie. Parece innegable el sello libertario en esta afirmación, a nuestro entender.

Continuaremos con esta memoria.

Hemos empleado el número del 22 de octubre de 1892 de Las Dominicales del Libre Pensamiento.

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