Conceptuamos al “laicismo” como la corriente – filosófica a fines de este artículo – que propugna la independencia del Estado frente a toda injerencia de confesión religiosa. A diferencia de lo torpemente advertido por el sectarismo iletrado, la laicidad no constituye atentado al libre “pensar místico”, ni tampoco es ateísmo, pero la mejor defensa al desahogo de credo.
Cualquier intento por comprender el laicismo está llamado a atender a D. Hume, pensador escocés del siglo XVIII (Diálogos sobre la Religión Natural y The Natural History of Religion). Afirma el filósofo que los “religionistas” hacen de la “fe implícita un mérito, y disfrazan para sí su propia infidelidad real, revistiéndola de las más fuertes afirmaciones de fe y de extremado fanatismo”. En esta realidad se encuentra la resistencia a tan impresentable porte… reacción legítima que es la laicidad.
La racionalización de Hume en materia religiosa nace a temprana edad, producto de una educación contemplativa que, según relata, lo llevaba a imaginar que los santos pasaban la eternidad en el estado mental de la gente recién salvada de una catástrofe, congratulándose de estar a salvo mientras escuchaban los lamentos de los condenados.
En el laicismo confluyen valores de la dignidad misma del ser humano, que los religionistas son incapaces de sistematizarlos. Parten estos -los religionistas- del absurdo concepto de que ellos “hablan en nombre de Dios”, lo cual implica no que Dios nos haya hecho a su imagen y semejanza, sino que los hombres lo hemos consumado a “nuestras” necesidades. El escocés llama a reflexión así: “Él (Dios) es infinitamente superior a nuestra limitada vista y comprensión”.
Hagamos un pare aquí. El aborto y la eutanasia. Temas harto complejos y polémicos, contra los cuales los religionistas se pronuncian sustentados en las “Escrituras”. Nos preguntamos: ¿acaso los derechos de la mujer a decidir sobre el primero, y de los seres humanos a optar por una muerte digna, no son igualmente “sagrados”? Respuesta laica, en palabras de Hume: “tan grande es mi veneración por la religión verdadera como lo es mi aborrecimiento de las supersticiones vulgares (…) la verdadera religión no tiene perniciosas consecuencias”.
La laicidad apela a fundamentos que ni sus más acérrimos enemigos pueden objetarlo. Y es que los principios morales no tienen ni pueden tener – solo – connotaciones teocráticas. El catedrático español C. Thiebaut habla de un sujeto “poscreyente” y reflexivo, propio de una cultura ilustrada, siendo éste “consciente del fabilismo de sus creencias de hecho sostenidas”.
Partimos con Hume y cerramos con él: “la más pequeña brizna de honestidad (…) tiene en la conducta de los hombres un efecto que es mucho mayor que el que producen esas actitudes grandilocuentes sugeridas por teorías y sistemas teológicos”.