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El laicismo como condición sine qua non de todo proyecto democrático

Qué conocemos, qué podemos conocer y los problemas políticos que de ello se derivan: el laicismo como condición sine qua non de todo proyecto democrático

Frente a una actitud natural “realista”, que es la que seguramente campó por el mundo durante la mayor parte de la historia de la humanidad (consistente en la aceptación acrítica de la experiencia bajo el supuesto de que tenemos acceso inmediato al mundo a través los sentidos) la reflexión filosófica ante los problemas de la “experiencia” y la “verdad” llevó a planteamientos extremos que en muchos casos acabaron condenando al sujeto al solipsismo, sin más certezas que el yo y sus pensamientos.

Hoy, la mayoría de los seres humanos (filósofos o no) seguimos pisando el mundo con el corazón henchido de un realismo ingenuo que nos dice que el mundo que percibimos existe, y que las diferencias de conceptualización con mis vecinos son reducibles a diferencias de formación y experiencia. Vamos, que no hay ignorancia que no mate un libro, y que “hablando se entiende la gente”.

Después de Kant, Marx y Bunge (por citar solo tres hitos) sabemos que las cosas del saber ya no son tan sencillas, y que accedemos al mundo mediatizados por múltiples factores que nos preexisten, condicionan y limitan: esto es, la suma de nuestras peculiaridades biológicas, ecológicas, cognitivas, lingüísticas, económicas, históricas y culturales. Todo lo cual, si bien no obliga al relativismo, al menos exige moderar el optimismo: hoy “sabemos” que todo conocimiento humano es limitado, condicionado y siempre provisional.

Los seres humanos no accedemos al mundo tal cual es, sino que construimos modelos sobre la realidad en virtud de la interacción entre nuestras expectativas (a su vez fundadas en experiencias previas) y la experiencia . La prueba de la experiencia presente (y futura) debería poner a prueba tanto las espectativas como los modelos. Pero, lamentablemente, los modelos culturalmente heredados tienen un poder normativo y explicativo tan grande que pueden no solo sesgar la experiencia, sino incluso invisibilizarla. Como dice el dicho, “no hay más ciego que quien no quiere ver”. Y ningún fundamentalista que se precie aceptará que “un feo hecho estropee su bella teoría”. Ironía del saber, tan humana como la vida misma, que no es atributo exclusivo de sectas y fanáticos, sino que alcanza a las religiones en general, a la política y al pensamiento filosófico y científico: el dogmatismo es un mal que no tiene marca, ideología ni clase social. De donde la actitud más prudente debería ser –al menos, y sabiendo que no podemos evitarlo- ser conscientes de la irremediable provisionalidad de nuestras convicciones.

Todo lo que no se experimenta (todo lo que no interacciona con nosotros) no “existe”, es decir, no forma parte de “nuestro” mundo. Y como nuestra biología, aparato cognitivo, lenguaje, expectativas e historia es diversa (el mundo de la hormiga no es el mundo del oso hormiguero), el mundo de mi vecino en buena medida no es el mio. Compartimos muchas categorías de análisis (las heredadas de nuestra biología y del entorno), pero las diferencias experienciales –y según en qué temas- pueden ser insalvables. Por lo que no es razonable presuponer siempre mala fe o incapacidad en quien discrepa con nosotros. Por ejemplo, sabemos cómo es un mundo tridimensional en los estrechos márgenes de nuestra experiencia, pero asi como para un ser de dos dimensiones nuestro mundo sería incomprensible, para nosotros es incomprensible un mundo de más “dimensiones” (sea lo que sea que signifique eso) o con una estructura o leyes diferentes. Hemos sido seleccionados biológicamente para vivir adaptados a las condiciones de nuestro pasado inmediato, y no a otras. Y aunque creamos poderlas imaginar (el cine quizás haya hecho en esto demasiado daño), no debemos engañarnos: solo podemos imaginar una parte insignificante de las posibilidades del universo al que pertenecemos. Y ello, me temo, abarca en buena medida a la cultura, a la religión y a la clase social. “No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino, por el contrario, el ser social es lo que determina su conciencia”.

Dentro del universo percibido la conciencia forma parte del proceso evolutivo biológico general del ser humano, y las religión (junto con el lenguaje y el pensamiento simbólico) es una de sus últimas respuestas adaptativas. En este sentido, no tenemos experiencia en el universo de más conciencia que la nuestra, y si la hubiera todo indica que sería también parte del proceso evolutivo general. Por tanto, capaces como nos sentimos de imaginar lo que queramos, nuestra imaginación está irremediablemente anclada a lo que conocemos y, esto, a nuestra dotación material e histórica. Podemos pensar en lo desconocido, pero no podemos hablar de ello con propiedad más allá de lo que el lenguaje y la experiencia permitan.
¿Eso es malo? ¿Nos condena al solipsismo o al relativismo epistemológico o moral? No. Simplemente, se llama mayoría de edad.

Puesto que solo tenemos noticia de lo que nos afecta (y con las limitaciones de nuestro entendimiento), la emoción, la razón y la ciencia (que son parte histórica de la vida humana) construyen modelos y mapas con los que avanzamos a tientas en la oscuridad del universo y la historia, corrigiendo nuestras expectativas y nuestros pasos.

Todo saber, por tanto, es en gran medida social, provisional y presumiblemente erróneo. Y sin embargo, pese a su aparente pobreza, es tan útil como imprescindible para vivir. Nos ha ido permitiendo, con el paso de los milenios, enfrentar y a veces ayudar a resolver con solvencia muchos de los grandes problemas humanos (los de verdad, esos que compartimos al menos con nuestros primos de Atapuerca, que son los de la convivencia, el amor, la amistad, la lealtad, la cooperación, los proyectos colectivos, las esperanzas, la incertidumbre, el temor a lo desconocido).

Por el contrario, los males que nos aquejan no vienen (ni ahora ni entonces) de la ignorancia o falibilidad del conocimiento, sino de la soberbia irreflexiva y el fundamentalismo. Los fanatismos bien pueden atribuirse, si no todo, gran parte del dolor en el mundo.

Por eso, conscientes de las limitaciones de nuestro entendimiento; de nuestra condición de animal social e histórico, y de los peligros que entrañan los fundamentalismos epistemológicos y políticos, sean estos civiles o religiosos, los seres humanos llevamos siglos cultivando progresivamente un moderado “agnosticismo” (podría decirse, de carácter profiláctico) que, traspuesto a la organización social en forma de filosofía política, ha venido tomando históricamente el nombre de Laicismo. Una manera de relacionarnos entre iguales, desde el respeto y consideración recíprocas, que es el pilar fundamental de todo proyecto democrático y de cualquier futuro deseable de convivencia en libertad.

Jorge Negro Asensio

Dirige Seminarios de Lectura. Miembro de Valencia Laica.

 

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